domingo, 24 de noviembre de 2024

Villarluengo. Año 1940. "Hiedes, amigo Sancho, dijo Don Quijote."

 


                       

Fachada del Ayuntamiento de Villarluengo (Teruel)


 Fue el 31 de marzo de 1940 cuando el señor Alcalde de Villarluengo, firmado entonces Fernando Jarque, cuando dada la circunstancia de ser domingo para burla y menosprecio del mismo Alcalde, como vecino y autoridad, dice, le llenaron la puerta y las paredes de su casa de letrina humana.

    Pues eso... que Don Quijote, con la precisión con que escribía Cervantes, hubiera dicho aquello de hiedes, Sancho amigo.

    Lean ustedes el texto completo del escrito del Alcalde y cuanto se dice en el informe de la guardia civil.

    No tiene desperdicio. El escrito, digo.

    Asómense, por si acaso, al balcón de los forasteros de este pueblo de Villarluengo y llénense los pulmones de aire puro.


Original en AHPTE


Original en AHPTE

    

Original en AHPTE


Original en AHPTE
Consuelo de Pablo Ortega, en el año 1941, en escrito firmado por el Gobernador Civil de Teruel y dirigido al Alcalde de Villarluengo,  solicitó una pensión extraordrinaria como viuda de su marido José Molinero Bordegé, asesinado n Ejulve el 26 de enero de 1936. Le fue concedida ya que su marido "había muerto en campaña",

lunes, 11 de noviembre de 2024

Golpeado por la tragedia

 


    Golpeado en las entrañas por la tragedia que sufren las gentes hermanas de los lugares de Valencia me refugio, con dolor, en los versos de César Vallejo.

    Ya sé que no sirve de nada porque nada volverá a ser como fue.

    

AbajoLos heraldos negros


Hay golpes en la vida, tan fuertes... Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma... Yo no sé!

Son pocos, pero son... Abren zanjas oscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal vez los potros de bárbaros atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.

Son las caídas hondas de los Cristos del alma,
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.

Y el hombre... Pobre...pobre! Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como charco de culpa, en la mirada.







Hay golpes en la vida, tan fuertes... Yo no sé!


lunes, 4 de noviembre de 2024

De cuando el mosén alzaba a Dios y sonaba el himno a ritmo de gaitas y tambor.

 

   La misa había comenzado a las doce en punto de la mañana de aquel quince de agosto de todos los años.

         Quien no asistía a la misa era un desgraciado pecador destripaterrones que bien sabía que se iba a condenar y que nunca obtendría el perdón de Dios por sus pecados.

         Bien se había encargado el mosén una y otra vez, y otra y otra, de proclamar que no habría perdón de Dios para aquellos que no se acercaban a la iglesia, que no cumplían con parroquia, que no acudían a hacer una confesión general de sus pecados en aquel lugar en donde él aguardaba sentado, en la oscuridad del rincón de la iglesia, donde paladeaba las palabras pecadoras que le largaban las beatas veteranas y las jóvenes casaderas, arrodilladas después de las prédicas que les atizaba cuando lo de la cuaresma y en la catequesis que imponía a la salida de la escuela un año detrás de otro.

         Era el día de la fiesta de aquella Asunción proclamada desde el púlpito de la Virgen, virgen y madre nuestra decía exaltado, y había que comenzarla, la fiesta con aquella misa solemne, de Angelis, decía el mosén. Porque cuando todo el mundo, hombres, mujeres, niños, los viejos con las cabezas calvas, brillantes, blancas, contrastadas con su cara y sus manos oscurecidas por los soles y encallecidas por el trabajo de siempre y todos los días y las jóvenes recién salidas de la niñez y entradas en una adolescencia que rompía las blusas blancas y aún de colores con el furor de unos pechos como yunques según dijo un día en lo que llamábamos la doctrina de la tarde. Las jóvenes deseosas de ser miradas desde atrás, desde el coro ocupado por los hombres casados y los mozos a la espera de un noviazgo agarrotado como un furor de macho, sin saber que a ellas, a las que el cura obligaba a permanecer en la iglesia cubiertas con un velo que les tapaba el pelo ensortijado y la cara, un velo blanco el día de la fiesta que ellas reclamaban frente al negro de sus madres, un velo blanco que no les impedía girar los ojos hacia aquellos mozos cuando entraban tardanas y deshiladas en la iglesia.

         El mosén invitaba siempre aquel día de la Asunción, decía, a un par de curas de los pueblos cercanos, a algún misionero que andaba pasando unos días por el pueblo, a los seminaristas que había conseguido enviar para hacerlos curas y que de cuando en cuando abandonaban y aparecían entre las tareas de los veranos en las casas de sus padres, ya sin saber si agarrarían de nuevo la esteva del arado o el garrote de pastor, pero que sí, aún recordaban los compases y las voces latinas que entonaban la misa de Angelis con aquellos largos, prolongados kiries con que siempre nos introducían en los movimientos de los curas revestidos con albas, estolas y casullas adornadas, reverencias y movimientos entre sus latinajos, siempre de espaldas a la gente que se levantaba, se arrodillaba, se sentaba en aquellos vetustos y sobados bancos de madera.

         No tardaba mucho el mosén, centro, dueño y señor de aquella misa de Angelis en quitarse la casulla con ribetes bordados con los colores del oro que brillaban con las llamas como de flechas de los cirios encendidos. Se quitaba la casulla y la dejaba plegada cobre una esquina del altar, en la parte derecha, junto al sagrario, y entonces con el alba hasta los pies, apretado el cíngulo que la ceñía a la cintura, cruzada la estola sobre su pecho, comenzaba, a paso lento, sus manos unidas imitando a los ángeles pintados sobre la pared trasera al sagrario, custodiado por dos monaguillos revestidos con una sotana que les quedaba corta y un roquete sobrepellido, rematado con puntilla, que le acompañaban uno a cada lado hasta las escaleras del púlpito en donde le dejaban no sin antes inclinar su cabeza con una sacudida que parecía se les iba a romper el cuello.

         Era entonces el momento de gloria del mosén.

         Ya en el púlpito se subía las mangas de su alba hasta los codos, miraba hacia un lado y otro de la iglesia, encontraba con aquellos sus ojos de águila perdicera todos los bancos repletos de gentes de la iglesia con lugares que ocupaban el alcalde y los concejales y los mandamases poseedores de las tierras del pueblo y de los ganados que ejercían, como el mismo cura, su cacicazgo en los días de todo el año. Miraba también sobrevolando a las mujeres cubiertas con sus velos negros, a las jóvenes ávidas de noviazgos en la esperanza materna de una reprimida virginidad de la que el cura les hablaba en la doctrina de adviento, de cuaresma o de lo que tocara y que ellas no entendían en sus sofocos avergonzados.

         El mosén dominador desde el púlpito comenzaba siempre el sermón del día de la Asunción con aquel inicio altivo que todos  los presentes conocían de todos los años Reverendos ministros del altas, dignas autoridades, devotos clavarios de la fiesta, hermanos todos en jesucristonuestroseñor… in illo tempore dixit iesus apostolis suis… y comenzaba su perorata altisonante, con sus estudiados gestos, sus palabras dichas arrastrando sílabas y cortando de improviso, auscultando con la mirada las caras, o mejor las cabezas inclinadas de aquellas gentes que luego, después de la misa decían, a la salida qué bien habla, qué bien habla el mosén aunque siempre, los más viejos, quizás por más viejos y llenos de resabios diesen cabezadas en su duermevela de la que despertaban cuando el mosén se llegaba de nuevo hasta el altar y se ponía otra vez la casulla y los rebotados de seminaristas entonaban el credo in unum deo pater onminpotentis




         Hasta que llegaba el momento de la consagración, el alzar a Dios, como decían las beatas al mismo tiempo que inclinaban sus cabezas cuando nos enseñaban la doctrina. Y entonces tomaba la hostia con los dedos pulgar e índice de sus manos, la elevaba lenta sobre su cabeza y se quedaba como en éxtasis y era entonces cuando los tres o cuatro músicos contratados por los clavarios para el baile de las fiestas tocaban, como bien podían aquel chuntachuntachuntatachuntachuntachun que algunos decían era el viva España o no sé qué, mientras la pareja de la guardia civil apostada a los extremos de la valla que separaba el altar mayor de los bancos en donde se sentaban las gentes, se inclinaba, rodilla en tierra y con la mano izquierda sujetaban el tricornio adornado con la cinta dorada de su traje de gala y empuñaban con la derecha aquel mosquetón que llevaban terciado a la espalda todos los días y lo inclinaban como apuntando al altar mientras rendían culto a Dios.

Durante la CONSAGRACIÓN suena el HIMNO de ESPAÑA y ...
YouTube Pia Unio Sancti Pauli Apostoli
21 sept 2020

         No tardaban en levantarse desde los bancos de la iglesia las gentes y arrodillarse como a una hasta que, por fin, el mosén se volvía hacia todos los allí reunidos y presentes y separaba sus manos y lanzaba aquel dominusvobiscum y ya todos esperábamos que los seminaristas rebotados de tales siguiesen el itemissaes que el propio mosén había iniciado.

         Ya entonces el alcalde, los concejales y los mandamases que ocupaban los primeros bancos de la iglesia se acercaban para sujetar el palio en donde se cobijaba el mosén abrazando con un paño bordado en oro, decían las beatas, la custodia dorada que lanzaba rayos como de sol ardiendo y comenzaba la procesión por las calles del pueblo en el mismo momento en que al traspasar la puerta claveteada de antaño sonase de nuevo aquella marcha real o lo que fuera que había sonado en el alzar a Dios y ahora, marcada por el paso marcial de los dos números de la guardia civil con su fusil al hombro, comenzaba a recorrer las calles centrales del pueblo a golpe de las gaitas que soplaban los músicos con su redoble de tambor.

         El sol abrasaba mientras las hojas de menta segadas en los ribazos en día de antes, esparcidas por el suelo de tierra y piedras, expandían un olor penetrante y sabroso al paso de las gentes en su caminar que las iba devolver de nuevo a la iglesia hasta el regreso, otra vez, de aquel chuntachuntachuntachuntachun soplado por la fuerzas de los gaiteros y el tambor.