Golpeado en las entrañas por la tragedia que sufren las gentes hermanas de los lugares de Valencia me refugio, con dolor, en los versos de César Vallejo.
Ya sé que no sirve de nada porque nada volverá a ser como fue.
Golpeado en las entrañas por la tragedia que sufren las gentes hermanas de los lugares de Valencia me refugio, con dolor, en los versos de César Vallejo.
Ya sé que no sirve de nada porque nada volverá a ser como fue.
La misa había comenzado a las doce en punto
de la mañana de aquel quince de agosto de todos los años.
Quien no asistía a la misa era un desgraciado pecador
destripaterrones que bien sabía que se iba a condenar y que nunca obtendría el
perdón de Dios por sus pecados.
Bien se había encargado el mosén una y otra vez, y otra y otra,
de proclamar que no habría perdón de Dios para aquellos que no se acercaban a
la iglesia, que no cumplían con parroquia, que no acudían a hacer una confesión
general de sus pecados en aquel lugar en donde él aguardaba sentado, en la
oscuridad del rincón de la iglesia, donde paladeaba las palabras pecadoras que
le largaban las beatas veteranas y las jóvenes casaderas, arrodilladas después
de las prédicas que les atizaba cuando lo de la cuaresma y en la catequesis que
imponía a la salida de la escuela un año detrás de otro.
Era el día de la fiesta de aquella Asunción proclamada desde
el púlpito de la Virgen, virgen y madre nuestra decía exaltado, y había que
comenzarla, la fiesta con aquella misa solemne, de Angelis, decía el mosén. Porque
cuando todo el mundo, hombres, mujeres, niños, los viejos con las cabezas
calvas, brillantes, blancas, contrastadas con su cara y sus manos oscurecidas
por los soles y encallecidas por el trabajo de siempre y todos los días y las jóvenes
recién salidas de la niñez y entradas en una adolescencia que rompía las blusas
blancas y aún de colores con el furor de unos pechos como yunques según dijo un
día en lo que llamábamos la doctrina de la tarde. Las jóvenes deseosas de ser
miradas desde atrás, desde el coro ocupado por los hombres casados y los mozos
a la espera de un noviazgo agarrotado como un furor de macho, sin saber que a
ellas, a las que el cura obligaba a permanecer en la iglesia cubiertas con un
velo que les tapaba el pelo ensortijado y la cara, un velo blanco el día de la
fiesta que ellas reclamaban frente al negro de sus madres, un velo blanco que
no les impedía girar los ojos hacia aquellos mozos cuando entraban tardanas y
deshiladas en la iglesia.
El mosén invitaba siempre aquel día de la Asunción, decía, a
un par de curas de los pueblos cercanos, a algún misionero que andaba pasando
unos días por el pueblo, a los seminaristas que había conseguido enviar para hacerlos
curas y que de cuando en cuando abandonaban y aparecían entre las tareas de los
veranos en las casas de sus padres, ya sin saber si agarrarían de nuevo la
esteva del arado o el garrote de pastor, pero que sí, aún recordaban los
compases y las voces latinas que entonaban la misa de Angelis con aquellos
largos, prolongados kiries con que siempre nos introducían en los movimientos
de los curas revestidos con albas, estolas y casullas adornadas, reverencias y
movimientos entre sus latinajos, siempre de espaldas a la gente que se
levantaba, se arrodillaba, se sentaba en aquellos vetustos y sobados bancos de
madera.
No tardaba mucho el mosén, centro, dueño y señor de aquella
misa de Angelis en quitarse la casulla con ribetes bordados con los colores del
oro que brillaban con las llamas como de flechas de los cirios encendidos. Se
quitaba la casulla y la dejaba plegada cobre una esquina del altar, en la parte
derecha, junto al sagrario, y entonces con el alba hasta los pies, apretado el
cíngulo que la ceñía a la cintura, cruzada la estola sobre su pecho, comenzaba, a paso
lento, sus manos unidas imitando a los ángeles pintados sobre la pared trasera
al sagrario, custodiado por dos monaguillos revestidos con una sotana que les
quedaba corta y un roquete sobrepellido, rematado con puntilla, que le acompañaban uno a cada lado hasta las escaleras del púlpito en donde le dejaban no sin
antes inclinar su cabeza con una sacudida que parecía se les iba a romper el
cuello.
Era entonces el momento de gloria del mosén.
Ya en el púlpito se subía las mangas de su alba hasta los codos, miraba hacia un lado y otro de la iglesia, encontraba con aquellos sus ojos de águila perdicera todos los bancos repletos de gentes de la iglesia con lugares que ocupaban el alcalde y los concejales y los mandamases poseedores de las tierras del pueblo y de los ganados que ejercían, como el mismo cura, su cacicazgo en los días de todo el año. Miraba también sobrevolando a las mujeres cubiertas con sus velos negros, a las jóvenes ávidas de noviazgos en la esperanza materna de una reprimida virginidad de la que el cura les hablaba en la doctrina de adviento, de cuaresma o de lo que tocara y que ellas no entendían en sus sofocos avergonzados.
El mosén dominador desde el púlpito comenzaba siempre el sermón
del día de la Asunción con aquel inicio altivo que todos los presentes conocían de todos los años Reverendos
ministros del altas, dignas autoridades, devotos clavarios de la fiesta, hermanos
todos en jesucristonuestroseñor… in illo tempore dixit iesus apostolis suis…
y comenzaba su perorata altisonante, con sus estudiados gestos, sus palabras
dichas arrastrando sílabas y cortando de improviso, auscultando con la mirada
las caras, o mejor las cabezas inclinadas de aquellas gentes que luego, después
de la misa decían, a la salida qué bien habla, qué bien habla el mosén aunque
siempre, los más viejos, quizás por más viejos y llenos de resabios diesen
cabezadas en su duermevela de la que despertaban cuando el mosén se llegaba de
nuevo hasta el altar y se ponía otra vez la casulla y los rebotados de
seminaristas entonaban el credo in unum deo pater onminpotentis
Hasta que llegaba el momento de la consagración, el alzar a Dios, como decían las beatas al mismo tiempo que inclinaban sus cabezas cuando nos enseñaban la doctrina. Y entonces tomaba la hostia con los dedos pulgar e índice de sus manos, la elevaba lenta sobre su cabeza y se quedaba como en éxtasis y era entonces cuando los tres o cuatro músicos contratados por los clavarios para el baile de las fiestas tocaban, como bien podían aquel chuntachuntachuntatachuntachuntachun que algunos decían era el viva España o no sé qué, mientras la pareja de la guardia civil apostada a los extremos de la valla que separaba el altar mayor de los bancos en donde se sentaban las gentes, se inclinaba, rodilla en tierra y con la mano izquierda sujetaban el tricornio adornado con la cinta dorada de su traje de gala y empuñaban con la derecha aquel mosquetón que llevaban terciado a la espalda todos los días y lo inclinaban como apuntando al altar mientras rendían culto a Dios.
No tardaban en levantarse desde los bancos de la iglesia las
gentes y arrodillarse como a una hasta que, por fin, el mosén se volvía hacia
todos los allí reunidos y presentes y separaba sus manos y lanzaba aquel dominusvobiscum
y ya todos esperábamos que los seminaristas rebotados de tales siguiesen el
itemissaes que el propio mosén había iniciado.
Ya entonces el alcalde, los concejales y los mandamases que
ocupaban los primeros bancos de la iglesia se acercaban para sujetar el palio
en donde se cobijaba el mosén abrazando con un paño bordado en oro, decían las
beatas, la custodia dorada que lanzaba rayos como de sol ardiendo y comenzaba
la procesión por las calles del pueblo en el mismo momento en que al traspasar
la puerta claveteada de antaño sonase de nuevo aquella marcha real o lo que
fuera que había sonado en el alzar a Dios y ahora, marcada por el paso marcial
de los dos números de la guardia civil con su fusil al hombro, comenzaba a
recorrer las calles centrales del pueblo a golpe de las gaitas que soplaban los
músicos con su redoble de tambor.
El sol abrasaba mientras las hojas de menta segadas en los
ribazos en día de antes, esparcidas por el suelo de tierra y piedras, expandían
un olor penetrante y sabroso al paso de las gentes en su caminar que las iba
devolver de nuevo a la iglesia hasta el regreso, otra vez, de aquel chuntachuntachuntachuntachun
soplado por la fuerzas de los gaiteros y el tambor.
Durante el verano los chopos, erguidos como una muralla de sombra protectora, limitan el cauce del río. Desde mi casa los contemplo, sueño y rememoro historias vividas. |
Los chopos son la ribera;
liras de la primavera,
cerca del agua que fluye,
pasa y huye
viva o lenta,
que se emboca, turbulenta,
o en remanso se dilata;
en su eterno escalofrío
copian el agua del río,
que fluye en ondas de plata.
Antonio Machado
Cuando llega la otoñada y comienza la lluvia amarilla |
Este ejemplar de tres brazos se abre en un deseo que siempre ofrece cobijo. El agua discurre suave mientras dialogo con mis antepasados que me ofrecen sus saberes y escucho los deseos de quienes niños y adolescentes se sienten descubridores de nuevos mundos deslizándose en las aguas del parejo río. |
Siempre aparece alguna mano a quien el tronco del árbol centenario estorba. |
A estos los escamondaron y por ello volverán a presumir pronto de su copa cabecera. |
Ahí está erguido, firme, muerto de tristeza, como vigilante sin fuerza ante los destrozos que políticos sin alma y sin vergüenza consintieron la barbarie sin remedio en la Baronía de Escriche. |
Los troncos viejos han visto pasar el tiempo embebidos en la propia agua del río cuyas riberas sujetan. |
Una rama tronzada sobre el río sirve de puente por el que Max vadea el río buscando nuevo caminos. |
El viejo y rugoso camocho sirve |
La tierra abrasada. Laderas del Morrón. Las aristas afiladas de las piedras de amolar hieren los pies. Culebras cobijadas entre los riscos zigzaguean veloces a la busca de un mejor cobijo. Aprieta el sol. El mediodía aplasta. Ni una nube. Ni un árbol. Sólo piedras en torno a la masada en abandono.
Las tierras barbechadas, como malditas desde hace tiempo, cuando entonces cayó la sacudida del estupro en una pasión cortada como la misma hoz acorbellada que tronzaba los manojos de un centeno que llenaba las manos de quebrazas.
Eran días encendidos de luz cegadora, de trabajos amorrados a la tierra, de agarrar los manojos pajizos protegidos por la zoqueta, de espaldas tronzadas por el dolor del venga y dale a la siega, de sopores taladrados por el sol sobre las cabezas buscando un cobijo sin sentido, de ardores apurados, apretados en la ingle con las miradas de soslayo entre los rastrojos, de algún trago de agua derramada por gargantas y pechos encendidos desde el cántaro cobijado entre las gavillas dejadas entre los surcos resecos, del regreso a la casa y entonces, atrapados sin remedio en un rincón de la cuadra, sobre un montón de paja, mientras los mulos se revolcaban, ellos dos, resequidos y ansiosos sus cuerpos por aquellos días ardientes saciaban su pasión, la del maduro rijoso y la adolescente desflorada.
de de espaldas tronzadas por el dolor del
Desde este lugar aguileño contemplo el pequeño valle alcaminiano en el comienzo de la otoñada y recuerdo a Lola Lamata, Francisco Castelló, Fabián Escuder y a mi hijo Juan, que se marcharon cuando comenzaba la lluvia amarilla de los chopos ribereños.
Buen viaje.
In memoriam.
Las fotografías que se reproducen corresponden a las riberas del río Alfambra entre Villalba Alta y Orrios. @cac. noviembre 2024
En la Biblioteca María Moliner de la Universidad de Zaragoza se conserva el fondo documental de Miguel Labordeta.
Entre otros documentos aparece, anotado por Miguel Labordeta, el poemario de Blas de Otero titulado "A la inmensa mayoría".
Blas de Otero fue persona no exenta de problemas existenciales que le ocasionaron a veces trastornos y que le llevaron a crisis personales en algún momento relacionadas con su utilización, y su dejarse utilizar, por el Partido comunista de España (PCE). En su estancia en Cuba, a finales de los años sesenta del siglo pasado, se casó y luego se divorció de Yolanda Pina, sin anular el matrimonio que también había contraido con Sabina de la Cruz, quien lo cuidó y protegió hasta su fallecimiento en 1969.
Sabina de la Cruz mantuvo correspondencia con Miguel Labordeta. Sus cartas, las de ella, algunas mecanografiadas y otras amanuenses, se conservan en en el archivo zaragozano. Con frecuencia habla de Blas de Otero.
También Miguel Labordeta lo protegió en ocasiones al igual que hizo con Agustín Ibarrola, compañero que fue de Blas de Otero en su estancia en París.
Dejo aquí algunas páginas de "A la inmensa mayoría" anotadas de la mano de Miguel Labordeta en la edición conservada en la biblioteca María Moliner.
Para hacer pensar y seguir investigando.
Invitación a un recital de Blas de Otero organizado por Miguel Labordeta en el colegio Sanro Tomás de Aquino de Zaragoza. |
Las anotaciones, escritas con tinta roja, son de Miguel Labordeta. |
Carta de Blas de Otero a Miguel Labordeta solicitándole la organización de un acto que le reporte algún beneficio económico. |
Por aquellos días los mozos de su quinta,
por si ya no volvían nunca, se juntaban en la herrería y con el carbón de la
fragua asaban las orejas de los cerdos. Sólo se salvaban las orejas, lo demás
iba a parar al barranco Piazo donde los buitres se tiraban como tales a lo suyo
y a lo suyo.
Juan las tenía igual que las de los puercos de su casa,
grandes y caídas hacia abajo, como buscando el suelo. Y empezaron a ponérsele
coloradas y él decía que de los hielos y de los sabañones y que me pican y me
pican. “Pues te las rascas y en paz” le decían los de su quinta.
Y fue entonces cuando ya en la primavera parece que aún se
le caían más y más. Ya los hielos se habían acabado y él venga rasca y rasca y
hasta con los primeros calores se las tapaba con la bufanda que le había
preparado su madre.
A mediados de agosto, unos días después que un tal Civera, nombrado
comandante militar y aún la guerra no había llegado a El Alcamín porque
habíamos echado del pueblo a los civiles, cayó en los papeles un escrito que decía
que ya los marranos estaban contagiados y que los metieran en las cortes fuera
del pueblo, que contagiaban y contagiaban. Y los de su quinta, cuando andaban
calimochos a causa de la sopeta vinagrada, que allí había que meter también a
Juan. Que le crecían y le crecían.
Fue entonces cuando agarró el cuchillo del capador, el
mismo con que el tio Mariano le cortaba las criadillas a los puercos recién
cumplidos como decían las mujeres. Para que engordaran y engordaran y no se
pusieran furos.
Y Juan se dio un tajo en cada una. Aún le corría la sangre
por la cara sin afeitar y se llegó hasta el porticado de la plaza donde los quintos
escupían a la guerra porque iba a llegar a El Alcamín y la siega del año para
quién.
“Aquí las tenéis, ahora nos las asamos como las de los
puercos, nos las comemos y en paz”.
Y desde entonces se quedó para siempre con aquello de “Juan
sin orejas”.
El tebib Arrumi con Franco. foto Campúa. |
Mi amigo Pedro Labrador Fuster, generoso como es él, me ha regalado este libro encontrado entre los vendedores domingueros de la plaza de san Bruno. Él sabe de mis intereses siguiendo el rastro, como un perro codornicero, por los restos que dejaron gentes como el de gran hablador y cronista mentiroso como fue
El Tebib Arrumi (el médico cristiano), seudónimo de Víctor Ruiz Albéniz, abuelo que fue de Alberto Ruiz Gallardón, alcalde Madrid y Ministro de Justicia.
En 1908, recién terminados sus estudios de medicina en Madrid, marchó como médico a las instalaciones de las minas de hierro del Rif, todavía en construcción, al servicio de la Compañía española de minas del Rif.
Ejerció poco tiempo como médico y sí más como ejecutivo de los intereses de la empresa. Se convirtió en el reportero bélico de aquel momento al servicio de la ambición de los intereses colonizadores escribiendo para el "Diario Universal" e "Informaciones"
En 1922 cubrió la guerra hispano-marroquí y se manifestó como defensor de los actos protagonizados en aquellas tierras por Sanjurjo, Millán Astray y los demás militares africanistas.
Allí conoció a Franco, a quien apoyó desde el primer momento.
En la guerra civil última española ejerció como cronista oficial desde el mismo estado mayor viviendo muy de cerca los movimientos de Franco. Sus crónicas, siempre escritas desde el mismo cuartel general de Franco, nunca desde la primera línea del frente, contaban lo que interesaba los servicio de propaganda.
Miente como un bellaco.
Traigo aquí una muestra a la que quiere dar hasta textura literaria, referida a la huida de los desertores en la defensa de Teruel en enero de 1938, convertidos en héroes por el propio general Varea y recompensados como héroes de la patria.
El niño Pepito Vicente, a quien se ensalza en esta narración con el título de "El pequeño héroe de Teruel", nos lo convirtieron en celestial defensor y nos lo metieron en las lecturas literarias de los años cincuenta del siglo pasado en las escuelas.
Esos eran nuestros textos literarios.
Ermita de Santa Isabel, en el Valle de Sollavientos. En esta fachada, la que da al norte, hacia Allepuz, reposan los restos de los soldados enumerados en los documentos adjuntos. foto clementealonsocrespo marzo 2024 |
Entre marzo, abril y mayo de 1938 en el alto Alfambra, la sierra de Gúdar y el valle de Sollavientos, entre otros lugares, tuvieron lugar combates entre las fuerzas sublevadas contra la Segunda República española y quienes defendieron la misma.
La brutalidad de los bombardeos de la legión Condor de la Alemania nazi, la fuerza aérea italiana y la aviación franquista, junto a la que ejercieron los ejércitos republicanos en su retirada, causaron una ingente masacre que sembró de cadáveres estas tierras turolenses hoy tan despobladas.
Como consecuencia de la intención del gobierno de Franco de llenar con muertos y más muertos el llamado Valle de lo Caídos en 1958 los Ayuntamientos de todos los pueblos españoles fueron obligados a responden el requerimiento del gobierno de España.
Hubo respuestas variadas. Algunos alcaldes informaron con detalle, algunos otros eludieron la concreción indicando algo así como "no se sabe".
Aquí dejo una muestra correspondiente a los enterramientos llevados a cabo en el término de Allepuz.
En la solitaria y hermosa ermita de santa Isabel, en ese valle no menos solitario y hermoso, reposan en su fachada norte, los restos aquí enumerados.
¿Para cuándo un encuentro entre gentes interesadas y estudiosas de nuestra Historia inmediata en cualquiera de estos lugares casi sólo habitados en los veranos?
Es conveniente conocer la Historia y respetarla.
(los originales de los documentos que se adjuntan están depositados en el AHPTE)
Hace un año escribí estas mismas palabras.
Seguimos con más de lo mismo.
Y con más frustración.
Y encima nos llevan otra vez a elecciones.
¿Votar otra vez?
¿A quién?
¿A quiénes?
Señores políticos MANDAOS:
Son ustedes unos
SOBERBIOS ENSOBERBECIDOS.
Se vende... pero nadie la quiere. foto cac. |
Orrios, desde San Cristóbal. @ cac. |
Orrios. Esqueletos rotos. @ cac. |
Cerró la puerta, ató el ronzal, astilló el garrote... y el que venga detrás que arree. @ cac. |
Como en el Poema del Cid: vio puertas abiertas e uços sin candados. @ cac. |
Una esperanza... la humilde flor del azafrán silvestre. Por El Campillo. @ cac. |