martes, 19 de octubre de 2010

Viejas fotografías. El abuelo Mariano.

                                                       

                                           El abuelo Mariano


              Pequeño, casi diminuto, desde joven le venía el nombre apelado, el mote de Repoyo. Había llegado al mundo cuando ya en su casa no se esperaba que apareciese nadie más. Y había nacido algo encanijado. Pero a base de golpes y de una inteligencia innata había conseguido ya de joven tener un carisma entre las gentes de su pueblo y cuando se casó con una de las llamadas estanqueras del lugar de al lado y supo levantar su casa a base de esfuerzo y de trabajo, construyendo sus propios edificios, sus pajares, sus parideras, haciendo frente a la desgracia de la muerte de las dos primeras hijas, que ya no volverían a nacer jamás, y que sólo se encarnizarían como hijos, adquirió una fama de hombre cuerdo en toda la redolada. Nunca había ido a la escuela y, sin embargo, engañaba a todos habiendo aprendido a leer viendo cómo los demás leían. Y de cuando en cuando, si algún espabilao comprero de ganado se las quería dar de listo, una salida del abuelo dejaba a aquel forastero con el culo al aire y jamás se atrevería, si es que volvía por allí a comprar corderos, a tratar de engañar a aquel abuelo sabio. Su inteligencia natural la expresaba con silencios que jamás se atrevió a explicar y que nunca comprendieron quienes le rodearon.
            Tenía una expresión seria en su rostro surcado por cruzadas arrugas en su frente partida en dos mitades. La inferior de un color casi quemado por los soles y los cierzos de esta tierra. La superior blanca, como corresponde a las gentes que andan por estos lugares, cubierto el cuerpo con la ropa de las rudas panas y la cabeza con un sombrero en los veranos y una gorra en las mañanas, las noches y la larga invernada. Hasta donde llegan las prendas de abrigo el color de la carne adquiere un blanco lechoso. En la cara, los pómulos, los ojos, la nariz, las orejas y las manos, señalaban el moreno cobrizo.


            Llamaban la atención sus manos y aún más los dedos en ellas insertados. Los de la mano izquierda eran duros y sarmentosos y se introducían en los vencejos de los fajos del alfaz o entre las pajas del centeno como si fueran garfios. Los de la mano derecha habían adquirido una deformidad extraña. El dedo corazón y el anular se habían reducido hacia el centro de la mano y no los podía extender hasta la altura que llegaban el índice o el meñique. Si le preguntaban decía que de tantas veces como había cogido el garrote. Lo cierto es que se apreciaba un tendón contraído desde la muñeca hasta casi la primera falange que hacía imposible extender los dedos. Pero nunca se le oyó quejarse aunque los cambios del tiempo le afectaban y, a veces, su rostro se contraía de dolor.
            Poseía una ironía mordaz. El abuelo no había fumado en su vida. No tenía vicios, decían. Y parece que esta su actitud molestase a las gentes del pueblo. Gentes del pueblo que tan sólo tenían aquel vicio escapista de fumar. Y ofreció no sé quién la petaca al abuelo para que liase un pitillo. Y el abuelo colocó aquella su mano contraída y dijo al portador de la petaca que echase allí, la mano boca arriba, el tabaco. Y el otro echó, y el abuelo dijo que pusiese más y más, y cuando ya la mano tuvo un buen golpe de tabaco, le dio la vuelta, puso la palma boca abajo, se desparramó todo por el suelo y dijo seco “ahora ponme por este otro lado”.
            El último invierno sintió que le fallaban las fuerzas y ya no se llegó hasta el viejo Reino con las ovejas preñadas. Unos días después de la Navidad cayó en cama tronzado por una pulmonía arrastrada tiempo atrás con las andadas por esos montes de Dios. Adivinó el día en que se iba a ir al otro barrio. Reunió a todos sus hijos y se fue despidiendo uno a uno de todos. Allí nadie derramó una lágrima. El nieto, aún pequeño, sintió miedo sin saber qué pasaba. El abuelo se agarró con fuerza a la mano sarmentosa y artrósica de la abuela y espiró cuando ya los copos de la primera nevada del invierno se posaban sobre las cruces del cementerio cercano.
           
           

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