viernes, 22 de octubre de 2010

Golondrina

                                          

                                                                          Golondrina




                Se sorbía los mocos. Lloraba. Ya sabía del sabor salitroso de las lágrimas. Le caían las gotas, como torrenteras, por las mejillas. Estaba acurrucado, sentado sobre sus propios talones, en la ladera del barranco Piazo, en una de las correderas marcadas por el paso, un día y otro, del caminar de las ovejas. Llevaba las alpargatas rotas, deshilachadas ya por la careta, perdida la entrama del esparto por las suelas. El pantalón corto, remendado en las culeras, sujeto por un tirante terciado y el pelo rapado, por lo de los piojos. Y lloraba. Lloraba en silencio mientras miraba el cuerpo hinchado, con las patas en alto, como cuatro mazas que intentaran batir sobre el tambor del cielo.
            “Ya se acabó, Golondrina. Y ahora quién me llevará hasta los Pelarchos. Ya ellos se han ido a segar hasta allá arriba. Han aparejado la mula y el macho y han tenido que repartir la carga que tú sola llevabas hasta allí. Ya sabes que la mula no es de las que aguantan samugas ni  serones y no sé cómo les habrá ido hasta llegar al tajo. Ella va buena para enganchada entre los tiros del carro, en medio del macho, en las varas, y tú como puntera. Pero ya no vas a estar nunca más, Golondrina. Tú eras quien conducía la reata. Los pariste a los dos y nunca más te volviste a quedar preñada. Capitana del carro, delante de los dos, con tu pelo bayo donde espejeaban los rayos reflejados del sol que abrasaba, con tu cuerpo espacioso, con tus ancas potronas, tu potencia de tiro y tu sabio conducir, sereno y firme, todo dominado desde esa cabeza altiva, surcada tu frente y cara por la raya blanca, traspasada con un rayo llegado hasta tus belfos, esos que ahora mismo están tiesos, los mismos que agitabas cuando me acercaba hasta ti y movías y movías para decirme no sé qué, que sólo te faltaba la palabra.
            Me lamías las manos con tu lengua, tirabas hacia arriba los dientes y entonces relinchabas, que parece que te reías, o me avisabas cuando venían unos y otros, que el relincho más alegre lo dedicabas a la abuela, cuando se llegaba hasta nosotros metidos en la acequia del Cubo, para que tú comieras la mejor hierba, la que más te gustaba, la fresca de las primaveras.
            Pero ahora estás ahí, patas arriba. Ya no eres yegua ni eres nada. Dentro de poco vas a reventar. Te has puesto tan hinchada que me das miedo. Me dan miedo tus ojos, aquellos donde me reconocí  una y otra vez, tus ojos azabaches, donde se miraban la casa y el corral y la abuela que iba de un lado a otro, metiendo vencejos en el serón y los cestos con los pucheros de las patatas cocidas sazonadas de grasa del último matapuerco, mientras yo te acariciaba y te miraba, y me miraba en tus ojos.
            Tus ojos, ahora, se han quedado abiertos, traspasados por este sol que calienta las lomeras y ya ni reflejan los rayos de este lorenzo que me taladra las sienes. No me atrevo a acercarme hasta ti, que estás ahí abajo, en la rambla por la que vienen las barrancas cuando las tronadas. Me das miedo Golondrina. Me das miedo. Me asustan tus patas, tiradas hacia lo alto, aporreando un cielo sin alcance. Temo que de un momento a otro revientes esa piel tan tiesa  que se te ha puesto y lances sobre estas laderas todas tus tripas hinchadas, por alimentar a esos buitres que ya han empezado ahí arriba la amenaza de su vuelo. De un momento a otro se van a dejar caer por aquí y yo no podré aguantar más y me tendré que marchar, dejándote para siempre. Dentro de unos días sólo quedará de ti la jabeda del esqueleto de tu vientre y una cabeza sin ojos que ya no será la tuya. Y habrás dejado de ser la mejor moza yeguaraz, la que engendraste con el más potente garañón, el Moro de crines hasta los suelos, en una apasionada cubierta en la libertad afemada del corral del molino Lamaquila.
            Ayer por la mañana apareciste muerta, despatarrada entre la paja fermentada por los orines y los boñigos de la cuadra. Fue la misma abuela quien te vio la primera. Ni siquiera una palabra. Vio que estabas muerta. Luego habló del mal de la gota o no sé qué. Al poco la cara de la abuela se llenó de arrugas, que parece que le labraban aún más los surcos resequidos sin semilla.
            Te trajeron hasta aquí con el cuello ya tronzado, caído sobre los flancos de las varas del carro, tirado por tus hijos huérfanos, el macho Noble y la mula Roma, que te subieron sin su guía puntera por el camino lleno de piedras aljezares hasta este barranco, taladrado ahora por el sol del mediodía y el afilar rasgado de las patas de las chicharras.
            Me das miedo. Ya los buitres están cerrando sus círculos y ya están cada vez más cerca. Se han parado allá arriba, donde comienzan las escorrentías del barranco. Ya me voy a ir de aquí, con las mangas de mi camisa llenas de mocos y de lloros. Ya no podré llegarme contigo hasta la acequia del Cubo a la salida de la escuela, ni la abuela nos mandará hasta los siegos de la mies en la rambla cascajera de los Pelarchos, ya no habrá reflejos en tus ojos, ni sorberás con ruido el agua fresca que te sacaba del pozo, ni risas relincheras, ni caricias sobre la raya blanca de tu cara.
             Que por eso te llamabas Golondrina.”


           

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