Oí ladrar a los perros la tarde en que los toros de Navarro andaban revueltos por el reguero del fondo del barranco Piazo. Quemaba el sol y picaban como diablos los tábanos.
Oí ladrar a los perros abajo, enfurecidos, con ladridos que decían de rabia y de fierezas. Fue entonces cuando los vi, enzarzados a garrotazos. A Samuel hace poco que lo han traído hasta este lugar, ahí está detrás de las tapias. Quedó cojo para siempre después de la paliza. El otro zascandileó una temporada como adormecido luego de la brecha que le quedó en la cabeza. Vi cómo se sacudían el uno al otro. Se pegaban con toda la saña de sus tripas. Me tiré al suelo, temeroso de que me descubrieran. No reblaba ninguno de los dos. Si Samuel sacudía con fuerza Sacristán venía desde atrás y le cascaba más duro. Se defendían uno a otro con sus propios garrotes. Pensé que no irían a más y como las ovejas tenían prisa por quitarse de encima los tábanos me tocó echar a correr y dejar a los dos allá abajo.
Cuando me fui estaban separados. Se miraban uno a otro hinchados sus pechos en un sofoco entrecortado. Los perros dejaron de ladrar, gruñían enseñando sus dientes. Un par de días después me enteré de que los dos habían quedado medio muertos. Llegó la guardia civil y todo el lugar estuvo revuelto una temporada. Tres o cuatro años después Sacristán se fue a vivir a no sé dónde y Samuel arrastró su cojera para siempre.
El odio venía de atrás. Se cogieron manía de zagales. Eran de la misma quinta. Ya se pegaban patadas cuando en la escuela se calentaban junto a la estufa. En los partidos de pelota del trinquete se desafiaban uno al otro y siempre acababan a guantazos. Cuando ya mocearon iban detrás de las mismas jovenzanas. Tenían que acabar a palos.
El día de los tábanos andaba Sacristán cuidando los toros de Navarro por el barranco Piazo. Al tio Navarro le dio por quitarse las ovejas y traer un par de docenas de vacuzas escuálidas, desecho de alguna ganadería de las tierras de Ávila. Primero fue el hijo del tio Navarro quien las cuidó buscando la hierba de los regueros. El último año las llevaba Sacristán y después de la pelea con Samuel ya las vacas desaparecieron y nunca más tuvimos en El Alcamín.
Que por allí estuviera aquel día Sacristán era de pensar, porque tenía el corral cerca, justo debajo de la era Marquesa, al lado de la de Antón. No tenía más que quitar la viga que hacía de tarranclera y ya las vacuzas echaban hacia arriba buscando el barranco Piazo. No sé por qué acudió por allí Samuel, que casi siempre andaba labrando en los Cuadrones, donde su gente tenía las mejores tierras. Samuel se las daba siempre de mozo rico, se creía por encima de la casa de Sacristán. El padre de Sacristán malcomía como chupatintas cuando comenzaron los comités y el agrupamiento de tierras. Por aquello fue que luego lo encerraron y cuando volvió al pueblo después de cuatro años de cárcel ya no hizo tiro. Lisiado y bien lisiado.
Aquel día en el barranco Piazo se buscaron y la verdad es que se encontraron. Los perros también se enzarzaron y acabaron a bocaos, ensangrentados.
El de la pierna rota tuvo que seguir labrando sus buenas tierras todos los días y crio sus buenos hatajos de ganados ya cuando los hijos mozos no quisieron saber nada de estudios. El otro, Sacristán, desapareció un día del lugar, como atacado por un aire de los que de vez en vez le daban después de la paliza. Casó por tierras lejanas con una moza de El Alcamín que ejercía de criada para todo. Luego volvieron aquí. Desde hace cuatro años ocupa la casa que antes fuera de su madre, justo donde comienza el camino del barranco Piazo. No se entera de nada. Lo tienen atado a la silla porque si no se escapa y luego no sabe volver, desaparece por los caminos de los huertos o de las Suertes, perdido a la deriva en el mar de Alzheimer.
Ya no sabe del día de los tábanos, de la paliza, ni de los sofocos por apagar la hacina en la era de la gente de Samuel. La vio arder desde ese mismo lugar, desde la casa en que se encuentra ahora despojado de los recuerdos sin ninguna memoria. Mira y no ve con sus ojos acuosos, blandos, perdidos, los mismos que años antes estaban abrasados por las llamas avariciosas de los fajos. Fue él quien prendió fuego a toda la cosecha de trigo hacinada en la era de los samueles.
Cuando caía la tarde de deslizó por los prados y cruzó el río sobre el azud. La puesta de sol y el rojo de las llamas se confundió con el abrasado del sol poniente mientras resbalaba por Palomera. La hacina era una enorme pira de fuego que iluminaba las piedras calizas de los Molinares, mientras la campana de la iglesia llamaba a todos los del lugar a llegarse hasta el río, por comenzar a baldear los calderos que no pudieron ni siquiera salvar un fajo.
Las miradas le acusaban y al poco dejó el pueblo. Sigue ahí abajo, con su mirada perdida para siempre, acurrucado en la casa en que nació, justo donde se abren los caminos que llevan hasta el barranco Piazo y al cementerio, donde ya enterraron al que quedó baldado para siempre por los garrotazos.
Los dos están bien muertos, no importa que Sacristán aún respire, ni siquiera se da cuenta de la pareja de perros que ahora pasa delante de su casa, enriscados en sí mismos, unidos por los cuartos traseros, a la espera de la calma después de la furia posesa.
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