miércoles, 24 de agosto de 2016

Los crímenes... ochenta años después.





Los dos cadáveres rescatados tras la excavación. Foto David Alonso Císter.
Pared de la corraliza de la paridera. Término municipal de Argente. A casi sies metros de ella y 82 cms. de profundidad  aparecieron los restos óseos. @cac.



                     Los crímenes… ochenta años después-.


            El verano y el otoño de 1936 fueron especialmente crueles para los hombres y mujeres de España. La sublevación militar no se quedó en un golpe de Estado contra la República. Devino en una cruel guerra civil que marcó a los españoles, hombres y mujeres, para siempre.
          Teruel, el valle del Jiloca hasta Calamocha y el del Alfambra hasta Perales del mismo nombre sufrieron en sus carnes asesinatos de unos y otros.
          El 18 de julio de 1936 era sábado. El lunes 20 comenzaron los asesinatos en la capital.
De inmediato, guardias civiles llegados desde Zaragoza y falangistas de gatillo fácil aparecieron por Cella, Santa Eulalia, Villarquemado y Calamocha y sembraron el terror asesino entre cientos de lugareños.
A mediados de septiembre la columna “Torres Benedicto” formada por milicianos de la CNT-AIT hizo su revolución particular y dejó en los barrancos al menos a trece personas del lugar de Alfambra.
Entre estos dos ríos se levanta la sierra Palomera que marcará la línea de combate entre sublevados contra la República y defensores de la misma. En la falda de esta elevación y en el extenso altiplano que mira al este Visiedo, Argente y Camañas se quedaron en tierra de nadie, como una trampa que podía terminar en tragedia en cualquier momento.
Así ocurrió en más de un caso.
Lorenzo Martínez Esteban aquel verano de 1936 vivía en Camañas con sus tres hijos. Humildad, la mayor, tenía diez años, Pepe, el pequeño, aún no había cumplido los dos. Atendía el horno del pueblo cuando sus gentes iban a cocer el pan y además había conseguido con sus ahorros comprar un par de mulos con los que poder labrar algún pedazo de tierra. Tan sin bienes como la mayoría de sus convencinos.
Una noche, hacia la segunda quincena de agosto, llegaron, desde el Jiloca, por Aguatón, con una camioneta y unas pistolas, unos uniformados falangistas apoyados por la guardia civil.  Se llevaron a empujones y ante la desesperación de su esposa y su suegro, en presencia de sus hijos a Lorenzo. A Lorenzo y a tres hombres más. Ni siquiera sabemos los nombres de estos.
Uno de estos hombres al poco pudo huir antes de llegar a Argente. En este lugar otro trató de escapar y entre sus calles quedó muerto para siempre. Los uniformados, en noche bien entrada, emprendieron el camino hacia el Jiloca. Justo en la última curva  de la carretera, un poco antes del camino que lleva hasta Rubielos de la Cérida, contra las piedras de la corraliza de una paridera, a los otros dos, los asesinaron. De uno ni siquiera quedó el nombre. El otro se llamaba Lorenzo Martínez Esteban.
Hace cuatro años murió Humildad, su hija. Después de la guerra sufrió un calvario con su madre viuda y sus hermanos. A su suegro también lo mataron al poco. En los años cincuenta se estableció, ya casada, en Alfambra, el lugar de nacimiento de Lorenzo. Allí sacó adelante a sus seis hijos. Poco antes de morir encargó a su hija Mari Carmen que intentara recuperar los restos de quien fue su abuelo. Ella conocía el lugar donde le dejaron aquellos uniformados. Aquella madrugada, por el paraje donde se encuentra la paridera, conocido como La Cañadilla, un adolescente pastor oyó los gritos desesperados de uno de los dos a quien habían tiroteado. Cuando encerró a las ovejas corrió la voz por Argente y Camañas. Alguna noche después, una persona llamada Pelegrín, valiente y digno él, enterró los dos cuerpos. Uno de ellos conservaba su cartera personal y un cinturón. Los entregó a su viuda y le indicó el lugar donde los había enterrado.
Con estos datos Mari Carmen Villamón Martínez se puso en contacto con la asociación “Pozos de Caudé”. Paco Sánchez, su presidente, contactó hace unos meses con el arqueólogo David Alonso Císter, quien ya había exhumado trece cadáveres víctimas de la guerra civil unos años antes, semienterrados y calcinados a unos siete kilómetros de Teruel, junto a la carretera que lleva a Zaragoza. El arqueólogo cumplió escrupulosamente el protocolo requerido por el Gobierno de Aragón para la consiguiente excavación. Un antropólogo forense y una restauradora completaban el equipo técnico, junto a varios voluntarios. Todos habían sacrificado sus vacaciones. Ninguno iba a recibir ningún estipendio.
Unos días antes el antropólogo había estado en el lugar referenciado del crimen junto a algunos familiares para organizar la excavación. El lunes día uno de agosto comenzaron los trabajos. Se empezó rebajando el terreno junto a la tapia donde, sobre una piedra,  alguien grabó un par de cruces como indicativo. Se excavó a pico y pala durante dos días hasta alcanzar los sesenta centímetros de profundidad sobre un terreno de dura arcilla sin ningún resultado. Había corrido la voz y entre los visitantes que se presentaban alguno señaló que le habían dicho que fueron enterrados dentro de la corraliza junto a la paridera. Se excavó con detenimiento este espacio. El miércoles día tres se decidió incorporar una pequeña excavadora para remover las tierras abarcando más espacio y profundidad. Poco a poco se aumentaba el círculo en torno a la tapia de la paridera. El viernes día cinco se interrumpieron los trabajos que habían durado desde las ocho de la mañana hasta el anochecer y se decidió incorporar una excavadora de brazo más largo. Se comenzaron a trazar círculos mayores de cincuenta centímetros de ancho y un metro de profundidad. Ese mismo lunes hacia las dos de la tarde se observaron unos huesos correspondientes al tobillo de uno de los dos cadáveres. Se acotó con precisión el terreno para iniciar detenidamente la minuciosa excavación el día ocho martes. No se paró en todo el día. Sin descanso, con minuciosidad, con experiencia, con mimo, con respeto, se pudieron mostrar los restos a sus familiares. Allí estaban, a 82 centímetros de profundidad, depositados por el valiente y arriesgado Pelegrín. Pepe, el hijo menor de Lorenzo, que aún no tenía dos años cuando se llevaron a su padre, se armó de valor, ahora con ochenta y dos, para poder conocer a su padre. Con intensa emoción se unió a su familia, y así hijo, nietos y bisnietos quedaron recogidos en su intimidad en el encuentro definitivo. Anochecía el día 9 de agosto, víspera de San Lorenzo. Aquella noche las estrellas llovían lágrimas.
Quedan aún por hacer los estudios de ADN. Será entonces cuando Pepe Martínez y sus sobrinos Villamón Martínez despidan en Alfambra los restos de su padre, abuelo y bisabuelo.
Ochenta años después.
El crimen fue en España.
Es bueno conocer la Historia.


 
Un tiro en la frente. Y ya se acabó. Foto David Alonso Císter.
 
En 1941 la Guardia Civil enviaba este informe para ser incorporado a la Causa General abierta sobre responsabilidades políticas. Claro que estaba "desaparecido". Véase A.H.N.

Y también enviaba este otro. A.H.N.


         

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