viernes, 5 de mayo de 2017

Relatos de la gente humilde. Jacinto.








         Llegó a El Alcamín por el camino de la piedra picada. Sin fuelle. Jadeante.
         Se sentó encima de un poyo de la orilla. Miró el lugar por encima de los chopos junto a la riera del río. Aún la primavera se hacía tardana. Los vilanos no caían sobre el camino. Cruzó el cauce por el puente de tablas. Siguió sofocado parejo a las aguas. Junto al azud enderezó por la senda hasta llegar al corral Repoyo. No se cruzó con nadie. Luego, ya, a dos pasos, abrió la puerta del corral de su casa. Se alborotó la media docena de gallinas y al punto apareció su mujer.
         Paula lo recibió con un abrazo sin habla. Jacinto quiso apurar el encuentro y sus brazos sin fuerza confirmaron la derrota.
         Cinco años antes se le acabó el mundo. Fue cuando en marzo del año de mil novecientos treinta y nueve, el que dieron en llamar en los papeles tercer año triunfal, el consejo general de guerra número uno de Zaragoza lo condenaba a la pena de “treinta años de reclusión mayor con las accesorias de inhabilitación absoluta e interdicción civil durante el periodo de condena como autor de un delito de adhesión a la rebelión con la concurrencia de la agravante de daño causado a particulares y la atenuante de nula peligrosidad compensadas mutuamente.”
         Durante aquellos cinco años que le llevaron de un penal a otro hasta acabar en el destacamento penitenciario de Orallo, en la provincia de León, Jacinto sufrió un día y otro su nula peligrosidad, su separación familiar, su trabajo forzado disfrazado de rehabilitación, su enfermedad agravada en las galerías de la mina de carbón que le atrapó en la silicosis, su derrota física y personal.
         Así llegó hasta el llanto mientras, sin fuerzas, abrazaba a su mujer después de aquellos cinco años.
         Le habían concedido la libertad provisional por resarcir penas a través del trabajo en la mina de un propietario usurero en uno de los angostos valles del Bierzo leonés. Algunos de sus compañeros penados no pudieron regresar junto a sus gentes porque se quedaron atrapados dentro de las galerías por las voladuras y la asfixia del polvo silicótico.  Él, al menos, había conseguido volver a su pueblo después de aquella licencia otorgada por el caudillo vencedor a quienes antes condenó y ahora ya no podía ni siquiera mantener, porque las cárceles y los lugares de expiación por el trabajo los tenía llenos. Además Jacinto ya no era productivo. Ni siquiera podía con el pico que rebotaba en las oscuras galerías hurgando en el carbón.
         Jacinto no había bajado a una mina hasta que no llegó a Orallo.  Durante diez años ejerció como secretario del Ayuntamiento de Cuevas Labradas, un lugar situado a unos veinte quilómetros río debajo de El Alcamín. En aquellos diez años habían nacido sus cuatro hijos y aunque el magro sueldo de chupatintas no le daba para muchas alegrías mal que bien Paula y él podían alimentarlos.
         Cueva Labradas queda a unos quince quilómetros al norte de Teruel y, aunque en la capital se proclamó el estado de guerra y la sublevación frente al gobierno legitimado de la República, sus gentes esperaron a verlas venir sin saber muy bien por dónde iban a recibir los tiros. Un mes más tarde, ya a mediados de agosto una columna anarquista se estableció en el pueblo.
         Jacinto fue confirmado como Secretario de la misma forma que lo había sido cuando en mil novecientos treinta y uno se proclamó la República. El Comité revolucionario le hizo seguir en el mismo puesto que había ocupado hasta entonces. La misma columna que había dejado algunos muertos junto a los corrales y parideras de Cedrillas y Corbalán aceptó a los civiles dispuestos a no consentir los crímenes parejos de los que se hablaba ocurrían en Teruel y en la sierra de El Pobo. Consiguió el Comité que ni siquiera la gente de la milicia mandada por quien llamaban el capitán Castillo se llevara por delante a quien había ejercido de cacique en años anteriores. A aquel Molinero le ocuparon su casa y le dejaron una habitación para su uso. Le dijeron que no intentara escapar y abandonar el pueblo. Intentó huir una noche y no le valió. Escondido entre los ribazos protectores de una acequia lo atraparon y allí mismo se quedó abatido por los disparos de los columnistas.
         La guerra fue dura en estos lugares. La población civil quedó angustiada en pleno frente de batalla. Jacinto siguió como Secretario del pueblo mientras el lugar se convertía en un tráfago de gentes que iban de un sitio a otro, de improvisadas ambulancias que traían a los heridos por la metralla en el hospital de sangre que se estableció en el pueblo. Los lugareños siguieron trabajando los estrechos bancales y cuidando algunas ovejas además de los animales de corral aunque no podían ni mantener la avalancha de soldados en su trajín de un lado a otro. Su vida de siempre se perdió en la angustia de la guerra, de los muertos, de la ignorancia desesperada por saber por dónde andarían los jóvenes reclutados en las quintas.
    Fue al comienzo de mil novecientos treinta y ocho cuando comenzaron a sentir los bombardeos de las pavas alemanas que sembraban el terror y luego repasaban los aviones más ligeros con sus ametrallamientos. De poco valían los refugios entre las cuevas excavadas entre la piedra caliza protectora o los túneles cercanos que dejó la vía nonata que se trazó hasta Alcañiz.
         Una mañana de espesa niebla de aquel enero del treinta y ocho, una de las casas cercana a la vivienda que ocupaban Jacinto y su familia reventó por una explosión. Su hija mayor se quedó sin un trozo de pierna y su más pequeño, casi de tres años entre las piedras que lo habían sepultado. Un mes después los soldados republicanos abandonaron el pueblo en desbandada ante la llegada de los regulares de Yagüe. Los mercenarios rifeños tenían licencia para arramblar con los pocos bienes que encontraran y aun perseguir a las mozas lugareñas.
         Jacinto y su familia se quedaron entre aquellos escombros porque no tenían otro sitio adonde ir. Su bonhomía de siempre siguió con él cuando ya las carencias y el hambre se comían a todos. A él le atrapó una venganza sin causa.
         El nueve de marzo de aquel tercer año triunfal, según decían los papeles, sin esperar siquiera a que el caudillo vencedor decretara aquel “cautivo y desarmado el ejército rojo” tuvo que apechugar con que el juzgado establecido en Mora de Rubielos ratificara un proceso que se iba a celebrar en Zaragoza.
         Allí el fiscal militar de turno pidió se le aplicase la pena de muerte. El también militar defensor renunció a su defensa. Así, sin más.
Aun cuando el tribunal señalaba en la sentencia que había quedado probado que el tal Jacinto era individuo de buena conducta y se caracterizaba por su independencia e imparcialidad, que no se llevaba mal con el terrateniente Molinero, que cuando fue ocupado el pueblo por las fuerzas marxistas se le nombró secretario del comité revolucionario, que al parecer cuando fusilaron al susodicho Molinero el Jacinto no participó en el hecho, que por lo tanto el hecho era considerado como rebeldía completa y absoluta identificación espiritual con sus principios inspiradores, aunque no tenía relevancia su actuación durante la dominación marxista, por lo tanto se compensaba la pena de muerte con la condena a treinta años de reclusión mayor e inhabilitación para cualquier cargo.
Jacinto ni siquiera oyó aquel sonsonete de la prosa condenatoria. De allí a San Juan de Mozarrifar y luego en un tren borreguero con trasbordos de aquí para allá, hasta que dio con sus huesos en el penal de Orallo. Y un día y otro bajando a la mina, y cada vez con más sin fuelle en los pulmones, hasta que la silicosis le asfixió y en el año cuarenta y cuatro le declaran la libertad provisional y le dan cuatro perras como salario por quien llenaba sus harcas con el trabajo de los prisioneros esclavos.
Llegó ahogado a la casa en donde se habían refugiado Paula y sus hijos, aquí en El Alcamín. Dos cuartos tabicados en lo que fue pajar junto a la era ahora convertida en corral. Sin fuerzas para ningún trabajo, sin ni siquiera poder ir detrás de la burra con que su hijo mayor, que ya había dejado la escuela, trajinaba entre los barrancos abancalados y la recogida de los boñigos desperdigados con que abonada un huerto encosterado.
Y a los pocos días de llegar una pareja de la guardia civil llegó cansina desde Larroya por el camino de la vega y le hizo firmar unos papeles Que tenía que hacer una declaración de los bienes que tenía porque se le había abierto un nuevo juicio para incautarle los bienes.
         ¿Qué bienes, ni qué bienes? Se decía cuando el alcalde, el jefe de falange, la propia guardia civil y aún el cura mosén Servando escribieron que no tenía ninguno.
         Y entonces la Paula y otros familiares comenzaron a rumiar que por su culpa les venían todos los males, que no tenía que haber sido como fue, que había que estar a verlas caer, que ahora les quitarían a sus parientes los pocos bienes que tenían, que los cuatro pegujales y el arreñal de un pariente que resultó ser más tozudo que la yegua de el Pepo se los llevaría por delante el mejor postor, que tanto cuento y tanto cuento, que se levantase de la cama todos los días, que el aire en El Alcamín era sano, que se dejase de hacer el dengue y que además de ir a espigar los cañotes del trigo que quedaban después de la siega en los bancales y que le echase huevos al asunto, que coger camarrojas y girasoles ralos para hervirlos o buscar caracoles lo hacía cualquiera. Que ya estaba bien y que menos cuento.
Y Don Prudencio, el practicante, que no podía hacer nada por él, que no había inyecciones que curasen aquella silicosis, que era verdad que no podía con su alma, que la vida era como era y que lo que no tiene remedio no lo tiene y sanseacabó.
El sanseacabó le llegó a Jacinto al inicio de la primavera cuatro años después. La noche final de mayo cayó una rosada de las que aquí te espero y la mañana del primero de mayo heló las flores que habían aparecido en los manzanos reinetos de las lindes de los bancales. Las nogueras del barranco de las Suertes dieron con el moco de su flor quemado por el frío.
Jacinto, por no hacer mudanza, siguió el mismo camino de los perales, manzanos y nogales arrasados. Con su silencio de siempre. Ni un suspiro.


  




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