martes, 12 de junio de 2018

Orrios. El legado de los abuelos: el trabajo de sus manos.


 Orrios. El legado de los abuelos: el trabajo de sus  manos.
                    

Los abuelos. Novata Minguijón Villalba. Mariano Aonso Navarro.

Las manos.

                        
El fotógrafo había cubierto la puerta del corral que daba a la curva de La Callejuela.
 Eran las fiestas de finales de Julio.
 Algunos aún no habían terminado la siega, otros andaban ya con el acarreo de la mies.
Al lado, en la Plaza-Lonja, un acordeón marcaba el ritmo del pasodoble con el que bailaban los mozos y las mozas.
La abuela llevó de la mano a sus nietos.
La madre los vistió en un santiamén con las mejores ropas que tenían.
 El fotógrafo les dijo que mirasen a la cámara negra así y así.
 Se puso dentro de la caja tapada con el paño negro. Apretó la pera y, al rato, ya se veía el retrato tomando forma en el pozal con agua nitratada.

         El tiempo ha ido rasgando la fotografía, como ha ido dando rasgos personales a la vida.
      El nieto vestido de blanco debe tener ahí unos tres años. Mira a la cámara con ojos de sorpresa, abiertos hacia un mundo desconocido, con las manos dispuestas a tomar el tiempo de sus juegos.
         El otro nieto debe rondar los siete años. Le han hecho poner una camisa blanca y encima una chaqueta de no se sabe quién. El fotógrafo le ha dicho que apoye una mano sobre la rodilla de su abuela y que la otra la ponga en su bolsillo. Mira a la cámara porque así se lo han indicado. Parece como si estuviera pensando en otras cuitas. "Esto del posar no es para mí."

           La abuela es quien ha querido retratarse con sus nietos. ¿Para que quede su recuerdo? ¿Porque es una manera de tenerlos mirándolos luego en el silencio de los días retratados? Porque los quiere, sin más. Porque ser abuela es manifestar algo especial que se transmite en ocasiones con afectos íntimos llenos de silencios.
           La abuela, con su toquilla negra tejida por ella misma dando puntadas a las agujas, con su cara reflejo de la vida que le ha ido surcando el día a día, labrada por los tiempos y el esfuerzo deja caer sus manos, como sarmientos leñosos encallecidos por el venga y dale del trabajo diario de la vida. 



 Estas son mis manos, es lo único que tengo y es lo que os dejo.

La abuela Novata y los nietos Felipe (de blanco) y Clemente Alonso Crespo. 1952.
   
  El abuelo Mariano


              Pequeño, casi diminuto, desde joven le venía el nombre apelado, el mote de Repoyo. 
          Había llegado al mundo cuando ya en su casa no se esperaba que apareciese nadie más. Y había nacido algo encanijado. A base de golpes y de una inteligencia innata había conseguido ya de joven tener un carisma entre las gentes de su pueblo y cuando se casó con una de las llamadas estanqueras del lugar de al lado y supo levantar su casa a base de esfuerzo y de trabajo, construyendo sus propios edificios, sus pajares, sus parideras, haciendo frente a la desgracia de la muerte de las dos primeras hijas, que ya no volverían a nacer jamás, y que sólo se encarnizarían como hijos, adquirió una fama de hombre cuerdo en toda la redolada. 
        Nunca había ido a la escuela y, sin embargo, engañaba a todos habiendo aprendido a leer viendo cómo los demás leían. Y de cuando en cuando, si algún espabilao comprero de ganado se las quería dar de listo, una salida del abuelo dejaba a aquel forastero con el culo al aire y jamás se atrevería, si es que volvía por allí a comprar corderos, a tratar de engañar a aquel abuelo sabio.
      
El abuelo Mariano.
      Tenía una expresión seria en su rostro surcado por cruzadas arrugas en su frente partida en dos mitades. La inferior de un color casi quemado por los soles y los cierzos de esta tierra. La superior blanca, como corresponde a las gentes que andan por estos lugares, cubierto el cuerpo con la ropa de las rudas panas y la cabeza con un sombrero en los veranos y una gorra en las mañanas, las noches y la larga invernada. Hasta donde llegan las prendas de abrigo el color de la carne adquiere un blanco lechoso. En la cara, los pómulos, los ojos, la nariz, las orejas y las manos, señalaban el moreno cobrizo.
            Sus manos y sus dedos.
           Los de la mano izquierda eran duros y sarmentosos y se introducían en los vencejos de los fajos del alfaz o entre las pajas del centeno como si fueran garfios.      
        Los de la derecha habían adquirido una deformidad extraña. El dedo corazón y el anular se habían reducido hacia el centro y no los podía extender hasta la altura que llegaban el índice o el meñique. Si le preguntaban decía que de tantas veces como había cogido el garrote. Lo cierto es que se apreciaba un tendón contraído desde la muñeca hasta casi la primera falange que hacía imposible extender los dedos. Pero nunca se le oyó quejarse aunque los cambios del tiempo le afectaban y, a veces, su rostro hablaba su dolor.
            Poseía una ironía mordaz. El abuelo no había fumado en su vida. No tenía vicios, decían. Y parece que esta su actitud molestase a las gentes del pueblo. Gentes del pueblo que tan sólo tenían aquel vicio escapista de fumar. Y ofreció no sé quién la petaca al abuelo para que liase un pitillo. Y el abuelo colocó aquella su mano contraída y dijo al portador de la petaca que echase allí, la mano boca arriba, el tabaco. Y el otro echó, y el abuelo dijo que pusiese más y más, y cuando ya la mano tuvo un buen golpe de tabaco, le dio la vuelta, volvió la palma boca abajo, se desparramó todo por el suelo y dijo seco “ahora ponme por este otro lado”.
            El último invierno sintió que le fallaban las fuerzas y ya no se llegó hasta el viejo Reino con las ovejas preñadas. Unos días después de la Navidad cayó en cama tronzado por una pulmonía arrastrada tiempo atrás con las andadas por esos montes del diablo. Adivinó el día en que se iba a ir al otro barrio. Reunió a todos sus hijos y se fue despidiendo uno a uno de todos. Nadie derramó una lágrima.
         El nieto, aún pequeño, sintió miedo sin saber qué pasaba. El abuelo se agarró con fuerza a la mano sarmentosa y artrósica de la abuela y espiró cuando ya los copos de la primera nevada del invierno se posaban sobre las cruces del cementerio cercano.
           
           
Orrios. 1947. Eran las fiestas pero había que ir al huerto todos los días.

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