Orrios. El legado de los abuelos: el trabajo de sus manos.
Los abuelos. Novata Minguijón Villalba. Mariano Aonso Navarro. |
Las manos. |
El fotógrafo había cubierto la puerta del corral que
daba a la curva de La Callejuela.
Eran las
fiestas de finales de Julio.
Algunos aún no
habían terminado la siega, otros andaban ya con el acarreo de la mies.
Al lado, en la Plaza-Lonja, un acordeón marcaba el
ritmo del pasodoble con el que bailaban los mozos y las mozas.
La abuela llevó de la mano a sus nietos.
La madre los vistió en un santiamén con las mejores
ropas que tenían.
El fotógrafo
les dijo que mirasen a la cámara negra así y así.
Se puso dentro
de la caja tapada con el paño negro. Apretó la pera y, al rato, ya se veía el
retrato tomando forma en el pozal con agua nitratada.
El tiempo ha ido rasgando la fotografía, como ha ido
dando rasgos personales a la vida.
El nieto vestido de blanco debe tener ahí unos tres años. Mira a
la cámara con ojos de sorpresa, abiertos hacia un mundo desconocido, con las
manos dispuestas a tomar el tiempo de sus juegos.
El otro nieto debe rondar los siete años. Le han
hecho poner una camisa blanca y encima una chaqueta de no se sabe quién. El
fotógrafo le ha dicho que apoye una mano sobre la rodilla de su abuela y que la
otra la ponga en su bolsillo. Mira a la cámara porque así se lo han indicado.
Parece como si estuviera pensando en otras cuitas. "Esto del posar no es
para mí."
La abuela es quien ha querido retratarse con
sus nietos. ¿Para que quede su recuerdo? ¿Porque es una manera de tenerlos
mirándolos luego en el silencio de los días retratados? Porque los quiere, sin
más. Porque ser abuela es manifestar algo especial que se transmite en
ocasiones con afectos íntimos llenos de silencios.
La abuela, con su toquilla negra tejida por
ella misma dando puntadas a las agujas, con su cara reflejo de la vida que le
ha ido surcando el día a día, labrada por los tiempos y el esfuerzo deja caer
sus manos, como sarmientos leñosos encallecidos por el venga y dale del trabajo
diario de la vida.
Estas son mis manos, es lo único que tengo y es lo que os dejo.
La abuela Novata y los nietos Felipe (de blanco) y Clemente Alonso Crespo. 1952. |
El abuelo Mariano
Pequeño, casi diminuto, desde joven le venía el nombre apelado, el mote de
Repoyo.
Había llegado al mundo cuando ya en su casa no se esperaba que
apareciese nadie más. Y había nacido algo encanijado. A base de golpes y
de una inteligencia innata había conseguido ya de joven tener un carisma entre
las gentes de su pueblo y cuando se casó con una de las llamadas estanqueras
del lugar de al lado y supo levantar su casa a base de esfuerzo y de trabajo,
construyendo sus propios edificios, sus pajares, sus parideras, haciendo frente
a la desgracia de la muerte de las dos primeras hijas, que ya no volverían a
nacer jamás, y que sólo se encarnizarían como hijos, adquirió una fama de
hombre cuerdo en toda la redolada.
Nunca había ido a la escuela y, sin embargo,
engañaba a todos habiendo aprendido a leer viendo cómo los demás leían. Y de
cuando en cuando, si algún espabilao comprero de ganado se las quería dar de
listo, una salida del abuelo dejaba a aquel forastero con el culo al aire y
jamás se atrevería, si es que volvía por allí a comprar corderos, a tratar de
engañar a aquel abuelo sabio.
El abuelo Mariano. |
Sus manos y sus dedos.
Los de
la mano izquierda eran duros y sarmentosos y se introducían en los vencejos de
los fajos del alfaz o entre las pajas del centeno como si fueran garfios.
Los
de la derecha habían adquirido una deformidad extraña. El dedo corazón y
el anular se habían reducido hacia el centro y no los podía extender hasta la
altura que llegaban el índice o el meñique. Si le preguntaban decía que de
tantas veces como había cogido el garrote. Lo cierto es que se apreciaba un
tendón contraído desde la muñeca hasta casi la primera falange que hacía
imposible extender los dedos. Pero nunca se le oyó quejarse aunque los cambios
del tiempo le afectaban y, a veces, su rostro hablaba su dolor.
Poseía una ironía mordaz. El abuelo no había fumado en su vida. No tenía
vicios, decían. Y parece que esta su actitud molestase a las gentes del pueblo.
Gentes del pueblo que tan sólo tenían aquel vicio escapista de fumar. Y ofreció
no sé quién la petaca al abuelo para que liase un pitillo. Y el abuelo colocó
aquella su mano contraída y dijo al portador de la petaca que echase allí, la
mano boca arriba, el tabaco. Y el otro echó, y el abuelo dijo que pusiese más y
más, y cuando ya la mano tuvo un buen golpe de tabaco, le dio la vuelta, volvió
la palma boca abajo, se desparramó todo por el suelo y dijo seco “ahora ponme
por este otro lado”.
El último invierno sintió que le fallaban las fuerzas y ya no se llegó hasta el
viejo Reino con las ovejas preñadas. Unos días después de la Navidad cayó en
cama tronzado por una pulmonía arrastrada tiempo atrás con las andadas por esos
montes del diablo. Adivinó el día en que se iba a ir al otro barrio. Reunió a
todos sus hijos y se fue despidiendo uno a uno de todos. Nadie derramó una
lágrima.
El nieto, aún pequeño, sintió miedo sin saber qué pasaba. El abuelo se
agarró con fuerza a la mano sarmentosa y artrósica de la abuela y espiró cuando
ya los copos de la primera nevada del invierno se posaban sobre las cruces del
cementerio cercano.
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