Entrada en capilla y al alba llegaron las tinieblas. Documento original en AJTZ. |
Claro
que conocía de qué pie cojeaban todos. Alguna perra gorda le pagaban de tanto
en vez cuando le compraban un puñao de cacahuetes o de castañas asadas en los
inviernos de hielo, allí en la esquina donde comenzaba la subida de El Tozal.
Instalada sobre un pelote y un catre
de plega, protegida del viento enfilado hacia la plaza de El Torico buscaba el
sol de mediodía.
Conocía a todos los turolenses
propietarios de almacenes y comercio, a aquellos Asensio, Ferrán, Muñoz, Elipe,
Pamplona y a aquel a quien lo tenía por mequetrefe de chaqueta volandera,
vendedor de tabacos y cartuchos que quiso ser alcalde y lo consiguió con unos y
con otros, cambiando de bando, y hasta perdiendo la camisa azul, aquel José Maicas
que escribió los informes más canallas. Y también a los chupatintas de la
apalancada burocracia del Ayuntamiento y la Diputación, y a los sirvientes y
empleados criados para todo de aquellas casas de pequeños comerciantes
acomodados, y a muchos de los labriegos y aun pastores que se llegaban muy de
vez en cuando desde los pueblos de la ribera del Jiloca o del Alfambra y aun de
Javalambre y Gúdar.
Malcomía y sobrevivía y de cuando en
cuando se le iba la labia lenguaraz. Por eso había que callarla desde el primer
día y nada mejor que meter en la cárcel a su marido, el Arcadio, en cuanto los
falangistas y los de acción ciudadana y el batallón de voluntarios y los
guardias de asalto y la guardia civil y todas las gentes de orden sembraron de
terror y de silencio la ciudad.
Aguantó como pudo el otoño e
invierno de 1936 y todo 1937. Conoció y sufrió las idas y venidas, las
detenciones, los fusilamientos, las desapariciones de personas conocidas, y vio
con sus propios ojos cómo los desfiles y las procesiones iban y venían por las
calles radiales a la plaza de El Torico, por San Juan, por la calle Nueva, por
San Francisco, por la plaza de la Catedral y del Seminario.
Y en su rabia interna se alegró
cuando fue evacuada hasta Valencia después de que las tropas leales al Gobierno
de la República entraran en la ciudad turbetana hecha escombros y sembrada de
muertos. Y en Valencia se dijo que ahora era la suya. Entró en el servicio de
información y denunció a unos cuantos vecinos y conocidos suyos, enrabietada
como estaba por todas las humillaciones y sufrimientos que le habían infligido
a ella y a su familia a lo largo de aquel año y medio pasado.
Cuando
en marzo de 1939 fue detenida en un refugio de Valencia en el barrio de El
Carmen y después debidamente interrogada,
como dice y firma el pijaito teniente juez instructor Antonio Rodríguez Pineda,
y maltratada, ultrajada, torturada y enloquecida, puesta en la calle porque ni
en el hospital ni en la cárcel de Santa Clara podía valerse sola ni para hacer
sus necesidades más íntimas, y aún así echada en un tren borreguero conducida a
Zaragoza con sus cagaleras incontinentes a cuestas, juzgada y condenada a muerte
y fusilada el 29 de mayo de 1943.
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