Desde que está con nosotros duerme a cubierto. Muchas veces hay que
traerlo al medio día para que deje la azada, entre y coma algo que le mantenga
en pie. Se olvida mientras mira las torres y repite una y otra vez ese mena, Miguel, mena que usted ha
escuchado cuando seguía el camino entre los olmos antes de llegar aquí.
Continuó diciendo que se queda
absorto, arrebolado por el sol de la tarde, mirando los reflejos que ofrecen
los mosaicos vidriados de la torre de san Martín.
Me alegro, proseguía la monja de la
Caridad, de que alguien nos pueda facilitar noticias sobre su persona. Ni
siquiera conocemos su nombre. Hemos venido a llamarle Miguel porque no para de
repetir una y mil veces, todos los días y en sus insomnios ese mena, Miguel, mena con que enerva a
algún acogido de los que aquí tenemos.
Siguió contando que llevaba ya dos
años desde que una tarde en que nevaba de mala raza lo trajeron los municipales
famélico y con algún tarantán congelado en los dedos sarmentosos de sus manos.
Pasaba las noches cobijado en el
arco apuntado que sostiene la torre de san Martín, allí donde desciende la
Andaquilla camino del Guadalbo, junto al rincón en que mean los abuelos cuando
vuelven de sus paseos por el Óvalo y la estación en busca del cobijo de los
porches de la plaza Bostauro.
Allí fue donde lo vi por primera.
Era ya cuando la tarde devenía en noche de la Navidad pasada. El centro de
Turba era un desierto donde resonaban mis propios pasos solitarios en el andar
bajo los porches de la plaza de Bostauro. Había dejado por unos momentos la
soledad en compañía de mi padre, ingresado, como ahora, por un acceso de asma
que lo atrapaba. Buscaba en silencio apaciguar mis tensiones acumuladas en los
días de finales de diciembre entre las paredes de la habitación de aislamiento
donde estaba internado en el hospital, junto al centro de acogida para ancianos
desamparados, enfermos y desechos de cerebros naufragados entre los que se
encontraba el padre de Miguel.
Me tendió entonces su mano
temblorosa y en ella deposité una de las tabletas de turrón con que quería
obsequiar a las monjas que atendían a mi padre.
Ese día, comentaba la monja, se
había escapado. En los momentos más inesperados desaparece. No sabemos por qué.
Luego, por la noche, acude. Desde entonces, desde que llegó, se encarga, sin
que nadie se lo haya dicho, de cavar en los inviernos el huerto, de preparar el
terreno con fiemo que consigue en la granja de al lado, de sembrarlo y de
traernos luego las hortalizas sazonadas que utilizamos en nuestros pucheros.
Pero tenemos que dejarlo siempre a
su aire. Nunca nos ha fallado en estos dos, casi tres años. Tampoco conseguimos
hablar con él. Se comunica con monosílabos, con silencios o con alguna sonrisa
con que cambia por completo la expresión de su cara cetrina.
El médico ha arrojado la toalla en
sus sesiones de terapia. Ni uno ni otros hemos conseguido sacar nada de él.
Sólo su trabajo solitario en el huerto, sus ausencias de cuando en cuando hasta
esa torre y su mirada ensimismada en la tarde, sujeto el mango de la azada
entre sus manos, mientras contempla embelesado el iris del sol poniente sobre
la cerámica vidriada de la torre de san Martín.
Fue entonces cuando memorié el poco
tiempo que Miguel estuvo entre nosotros.
Debíamos andar por los ocho o nueve
años, aunque es posible que él tuviera alguno más, pues con los tumbos que
había llevado antes de llegar a El Alcamín perdió algunos años sin acudir a la
escuela.
No sabíamos de su existencia porque
ninguno de nosotros había salido nunca del pueblo ni viajado por la carretera
que llevaba desde Larroya hasta Manzanal. Era por allí, hacia la mitad de un
lugar y otro donde, se encontraba solitaria la casilla del peón caminero que era
su padre.
El hombre bajaba cada quince días
buscando el paso sobre las lascas del barranco Carnuzo, junto al viejo burro
enjalbegado. En un jubón llevaba la masa de harina y en el otro la leña para el
horno. Venía a cocer el pan y nosotros en ocasiones lo mirábamos detrás de los
cristales mientras esperábamos para leer el Catón. Subía la cuesta hasta el
horno tirando del ronzal al tordillo que lo seguía cansino.
No sabíamos nada más. Ni siquiera si
había algunas gentes más allí, en la casilla caminera.
Pero casi al finalizar el curso,
cuando ya comenzaban los calores, Miguel apareció con su padre con el burro
cargado con una mesa y un par de sillas, además de unas mantas atadas con sojas
sujetando otros trastos. Se instalaron en el abandonado pajar del tio Pilaro, a
la salida del pueblo. Fue donde se quedaron a vivir, en la era que había
servido para extender la parva en los días de la trilla. Fue allí donde el
padre de Miguel comenzó a trenzar las sogas del cáñamo con las que quiso vivir
dejando el trabajo de arreglar los caminos. Y fue entonces cuando ya le pusimos
el mote para siempre de Soguero.
El tio Soguero, el padre de Miguel,
ese mismo hombre que ahora observo desde la ventana de la habitación en donde
el mío respira con la dificultad pedregosa impuesta por el asma, en muy pocos
días limpió la era, instaló una rueda de madera convertida en rueca en la que
devanaba el cáñamo y comenzó su trabajo de soguero.
Había estado un tiempo, cuando aún
andaba de caminero, preparando el cáñamo, adobándolo en las pequeñas lagunas
del tio Constantino, secándolo luego con los vientos de la primavera y
llevándolo hasta el horno donde una vez tostado sobre las piedras lajas lo
agramó hasta que se deshizo en fibras almacenadas en el mismo pajar que ocupaba
como vivienda con su hijo.
Una vez allí se ataba unos puñados
del áspero cáñamo a la cintura y tomaba una brizna que enganchaba en la rueca
movida por Miguel. Un día y otro, desde la mañana hasta que se ponía el sol,
andaban uno a la rueca y otro trenzando lento, soltando entre sus dedos el
cáñamo retorcido en hilos formados con aquellas fibras, mientras caminaba de
espaldas hasta el final de la era donde sobre una horquilla clavada en el suelo
ataba los cabos. Cada paso atrás miraba la rueca y de cuando en cuando decía a
si hijo mena, Miguel, mena.
En las tardes lo repetía con más
frecuencia a medida que Miguel iba entrando en el cansancio. Poco a poco los
brazos de Miguel flaqueban sobre la rueca mientras su padre alimentaba con sus
manos sangradas por la quemazón cañamera los hilos que aumentaban de grosor,
convertidos luego en cuerdas y sogas que servirían para sujetar los bálagos a
la hora del acarreo o los haces de los alfalfes cuando vinieran los siegos.
Aquel verano pasamos muchos ratos con
Miguel y aún nos dejaba que le diéramos vueltas al manubrio de la rueca. Ya era
uno más entre nosotros y se incorporó a la lectura del Catón y a la rueda en
torno a la estufa donde nos calentábamos las manos escolares.
Cuando llegaron las vacaciones de la
Navidad de aquel año todo se acabó y se terminaron Miguel y su padre y el
taller soguero se quedó varado para siempre. Con los hielos de aquel enero
quedó paralizada la rueca, el pajar y los trenzados de cáñamo y hasta que al
constructor que le dio por levantar unas casas adosadas aún había quien
afirmaba que en El Alcamín, de cuando en cuando, giraba la rueca y que en las
noches sanjuaneras devanaba sóla y gemía solitaria y llena de telarañas, habitada
por murciélagos, sin atreverse nadie a tocarla desde la tarde de las vacaciones
navideñas en que Miguel, entumecido por el frío, agarró la soga que iba
trenzando su padre. Se frotaba las manos y las piernas con el trenzado cañamero
y aún acercaba su cara enrojecida y combatía los sabañones de sus orejas. En un
cansino descuido quedó atrapada su mano y su brazo y hasta su cuello entre las
torceduras de la rueca y las cuerdas trenzadas con las manos lejanas de su
madre que proseguía con aquel mena, Miguel,
mena.
Ya
entonces las tinieblas de la noche cerraban la tarde. Miguel fue engullido
entre las cuatro cuerdas de la última soga y quedó atrapado entre los dogales
sujetados por las manos encallecidas y quemadas por el mismo cáñamo agramado
por su padre que seguía y seguía con aquel mena,
Miguel, mena, cuando ya la rueda se había detenido y ya se llegaba
corriendo hasta donde Miguel quedó ronzado para siempre, ahogado por las mismas
sogas del cáñamo que iba a salvar a la familia.
Desde aquel día hasta hoy se había
hecho el vacío de la nada alrededor del padre de Miguel. Alguna vez supe que se
echó hacia el sur al poco de la muerte de su hijo, que pasó temporadas
recogiendo naranjas en la zona de la Plana, que se enroló en un barco a la
pesca del bacalao, que anduvo fabricando juguetes en las fábricas de Ibi, que
extrajo petróleo en los pozos iraníes, que se sumergió en las galerías de las
minas bercianas.
Pero todo eran noticias sueltas que
de cuando en cuando llegaban a El Alcamín hasta que debajo del arco de ojiva
que sostiene la torre de san Martín, allí donde se llega la Andaquilla, junto
al lugar en que los viejos sueltan la meada, le entregué una tableta de turrón,
confundido con el indigente que aterrizó en este hospicio de los barrenados,
quienes miran los barrotes mientras él, loco y cuerdo, hinca la laja una y otra
vez y repite ensimismado mena, Miguel,
mena.
Todos los pueblos tendría que tener un Clemente Alonso que da voz a los sin voz y, poco a poco, va construyendo la verdadera épica de Orrios y su redolada.
ResponderEliminarEnhorabuena por estos relatos tan hemosos. Un abrazo.
En Teruel hubo una nena, al lado de la "era de los mosquitos". Entre la Jardinera y la Fuentebuena.Cerca vivían los Benages, ahora liados con los electrodomestucos.
ResponderEliminarMe ha echo recordar mis tiempos mozos. Bonito y triste relato, que tiempos tan duros.
Yo que mis primeros años , muy pocos los pasé en un pueblo , me haces recordar aquellos momentos. Simplemente genial.
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