jueves, 31 de marzo de 2011

El abuelo y tú, Juan Rulfo, almas gemelas.

                                                                El abuelo y tú, Juan Rulfo, almas gemelas.

@cac.

            No dices nada, Rulfo. Hablan tus silencios. Te refugias tras el humo del cigarro, aspiras hondo.
             Sí, la caída fue entre los tomarros del barranco Carnuzo. Todo el día arrastrando el cuerpo como pude. Con la punta de ovejas subiendo hasta la Muela. Me quedé por allí, por el llano, sentado entre un ribazo y otro, mientras las ovejas del vacío ramoneaban los armuelles mal nacidos. No podía caminar, andaba cojitranco, apoyado en el garrote. Me torcí el pie cuando resbalé por las correderas de las cabras. Rodaron las piedras de la senda y yo me fui con ellas. Una torcedura y buen mal. Parecía que no me dolía pero cuando llegué arriba, ya en la paridera del Matojo, junto a la carrasca de la perdiz, cuando me senté por echar un bocado y se enfrió el pie, vi que se iba hinchando y luego me costó levantarme y ya no pude apoyarlo en el suelo. Así es que todo el día bien jodido.
            Lo peor vino después, a la hora de ir otro vez Carnuzo abajo, y más aún porque la yegua Golondrina estaba empezando a corromperse y ya se marcaban los círculos de los vuelos de los buitres llegando por Palomera. Ya las patas de la yegua buscaban el tambor del cielo, tiesas hacia lo alto, la tripa a punto de explotar, los ojos de hielo, azabaches sin vida en el calor de la tarde de chicharras. Allí me quedé un rato. Volví al otro día y me senté por mirar a Golondrina, llorando y llorando, con mi pie vendado por el emplasto de la abuela.
            Dijo que no era nada cuando regresé con el sol puesto, a la hora del encierro en el cubierto de la era, ahí justo en frente de la puerta ahora encalada. En un santiamén lo hizo todo. Buscó un puñao de estopa, un manojo de cáñamo a mitad de agramar de los que quedaban entre los agujeros del tejado que cubría las barderas protectoras del carro, le dio unos golpes con el mismo garrote que yo traía, le quitó las motas más ariscas y lo puso sobre la mesa oscura y grasienta de la cocina, ovillándolo en forma de nido de gorrión. Luego se fue al nidal y trajo un par de huevos. Mientras ya había metido tres o cuatro flores de saúco a cocer en el puchero de barro. Me había mandado traerlas a mí, pero le dije que no podía, por aquello del dolor y del tobillo hinchado. Así es que volvió ellas misma con las flores del sabucar junto a la mimbrera de Donato, abajo en los prados, en los humedales del zaicacho que llega derecho hasta el río, debajo del Regajo, cuando este se disuelve entre las brozas y las clañiguerras de los últimos huertos.
            La cocina tomó los vapores y los olores del saúco. Los huevos, sólo las claras, batidas, echadas dentro del puchero para que cocieran junto a la estopa y el saúco macerado. Hervía todo a la vez. El cristal roto de la cocina se empañó y se llenó la estancia de un vapor acuoso. Con el mismo palo de dar la vuelta a las patatas destinadas a los puercos sacó el emplasto y me lo aplicó al pie. Casi me escalda pero dijo que aguantara, que el calor formaba parte de la cura. Me envolvió la planta del pie, era allí donde más me dolía. El tobillo estaba bien. El dolor apretaba. Dio un par de vueltas con el emplasto. Poco a poco se fue enfriando y, al cabo, el cáñamo quedó tieso. Ni el mejor yeso hubiera formado algo tan duro. Y al día siguiente otra vez de nuevo arriba y ya sentado entre los tomarros de las correderas del barranco Carnuzo, de vuelta con las ovejas para arriba, con la alpargata rajada por el cuchillo que ella misma afiló, mirando cómo los buitres se acercaban por comerse a Golondrina, que aquella muerte sí que dolió a la abuela.
            Pregúntale a ella, Rulfo, que aquí todos hablan en el silencio de sus tumbas. Todos huelen, aunque no sientan su vapores, los ramos florecidos del saúco crecido junto a la tapia que separa a los que se les negó el entierro en lugar cristiano. Por culpa del mal del hombre, como decía el abuelo, que, como tú, hablaba con los ojos y las manos. El abuelo Repoyo y tú, Juan Rulfo, almas gemelas.
@cac.

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