sábado, 13 de agosto de 2011

Fraile en "El Alcamín"


                                                 
                                                                  El fraile patatero


         A pesar de los años pasados y de los castigos de la edad no tuve ninguna duda de que aquel era el fraile que conocí en mis tiempos de El Alcamín.
         Estábamos en la sala de reunión de los archiveros el día anterior a la Navidad, cuando celebrábamos la fiesta rodeados de anaqueles y balduques, a mitad de camino de la grabación de los documentos en facsímiles y discos informáticos.
         Alguien desde las oficinas había llamado hasta el piso destartalado que asisten los Hermanos de la Cruz y la Resurrección en la calle de La Harina.
         Entró entonces cubierto con un guardapolvo blanco a manera de los enfermeros y una cruz de madera sujeta al pecho por una cuerda que le colgaba desde el cuello. No dijo nada. Mientras los archiveros y oficinistas disfrutaban de la amistad en la fiesta comenzó a guardar los restos de panes y pasteles, las lonchas de jamón y salchichón sobrantes, los untados con patés, los turrones y hasta las mediadas botellas de vino y las cervezas sin abrir. No dijo una palabra. Lo puso todo en una panera y se marchó por donde había venido. En aquellos apretados minutos no dejé de observarle y comprobé que aunque el tiempo lo había marcado con achaques, el hermano de la Cruz y la Resurrección un tanto cojitranco que hasta allí había llegado era el mismo fraile que decíamos patatero cuando mis tiempos de El Alcamín.
         Fue el más veterano de los archiveros quien me habló del hermano de la bata blanca y la cruz de madera al cuello.
         Andaba cercano a los sesenta, tenía el pelo cano y surcaba la cara y frente por los labrados de la edad. Arrastraba algo la pierna derecha pero se movía inquieto mientras recogía los restos dejados por los colegas, pero tenía la misma viveza en los ojos humildes que traía cuando se llegaba hasta El Alcamín por guardar las patatas de la limosna.
         Llegaba por los primeros días de noviembre, cuando ya el tiempo se ponía frío y las patatas estaban protegidas en las bodegas por temor a las heladas. Iba pasando por todas y cada una de las casas del pueblo y recogía la cosecha por caridad. En alguna tan solo le daban una docena de patatas que tampoco les sobraba nada a las gentes de El Alcamín. En mi casa la abuela siempre le entregaba medio saco y el fraile patatero se cargaba el zaquilote a la espalda y lo llevaba hasta la posada en donde iba amontonando las limosnas que luego se llevaría en un carro tirado por una mula moyana hasta su convento en Turba.
         Oí decir a mi abuela que el fraile de las patatas se metió a tal porque allí, en el convento, se aseguraba el condumio. Había andado de dulero por los cerros de El Alcamín antes de comenzar la guerra, cuando zagalote. No debió darse mucha maña para el oficio porque se decía que solía perder las ovejas mientras se quedaba encandilado mirando las nubes por el día y las estrellas en las noches de estío.
         Cuando el frente de guerra llevó a las gentes del lugar a la evacuación él se quedó como lazarillo entre los frailes de San Nicolás y ya siguió como hermano lego en los tiempos en que le conocí. Nunca le escuché palabra entonces. Sólo sé que llegaba a casa vestido con unas sandalias viejas, casi como las albarcas con que andaba cuando ejercía de dulero, entre las que rastreaban unos pies desnudos retorcidos y un sayo frailuno de color marrón maltratado por el desgaste de los tiempos. Llegaba a casa, trazaba una mueca de sonrisa, recogía las patatas, volvía a dibujar la alegría en su cara y se marchaba con el costal al hombro. Poco menos lo mismo que había hecho con las sobras navideñas.
         El más viejo de los archiveros fue quien me dijo que desde hacía cuatro o cinco año vivía en un destartalado piso de la calle de La Harina. Ya hacía tiempo que no iba por los pueblos recogiendo las patatas de la gallofa. Desde el convento de San Nicolás ya no salía para limosnear los lugares cercanos sangrados en tiempos pasados por los diezmos y las primicias.
         El fraile patatero se encargó de mantener durante muchos años la limpieza del convento y marcó las horas para los diferentes rezos además de abrir y cerrar las puertas del recinto. Entre rezo y rezo se acercaba hasta el asilo de ancianos cobijado en la huerta debajo del viaducto. Ayudaba a servir la comida, cortaba las uñas a los abuelos, los lavaba y hasta los acompañaba para ir a dormir. Por eso entendí que un día dejara sus hábitos marrones de hermano lego se San Nicolás y se cobijara en los barrios de la mugre de la vieja Salduba.
         Abandonó el convento levantado con piedras calizas bien ensambladas, dejó las rejas labradas por expertas manos y olvidó los arcos para esconderse en el desvencijado piso en el que atiende ahora a los sin nada y sin nombre.
         Por todo hábito se puso encima la bata blanca y la cruz de madera colgada al cuello que él mismo se fabricó. Tuvo sus trifulcas con el obispo porque el curial no entendía aquello de vivir en la miseria.
         Cuando yo me llegaba puntual al trabajo, antes de las ocho de la mañana, veía pintada una cruz azul junto a un balcón casi en ruinas en el que manos temblonas habían escrito aquello de “sólo la cruz salva”. Por el portal entraban, a través del viejo y oscuro zaguán, una pareja de abuelos, hombre y mujer, con las señales de una mísera necesidad en sus rostros. Iban a esperar el desayuno que todas las mañanas les ofrecía el ya lejano fraile patatero. Durante todo el día pasaban por allí los más necesitados del barrio de El Gancho, convertido ya en casas arruinadas, solares llenos de basura y escombros, habitáculos mugrientos, nidos de drogadictos sin techumbre y lugares sin remedio abocados a una muerte cierta y cercana con los castigos del sida señalados con pupas en los brazos y en las caras despellejadas.
         Poca gente sabía del camino que el antiguo petitorio de patatas en El Alcamín había seguido hasta llegar allí. Sólo que estuvo dándole vueltas y vueltas a marchar hasta las tierras de los desheredados en las selvas africanas o de los humedales embarrados junto al lago de Managua o de la pobreza chiapateca. Se quedó aquí hasta acabar su vida con los sin techo, con los enloquecidos sin dientes en el abandono de la basura y la escoria, para acoger a los que llegaban subidos en su viejo triciclo con las piernas cortadas y una sonda colocada para evacuar la orina, a quienes tenía que llevar en brazos para que se sentaran junto a la mesa en donde siempre tenían a punto una sopa caliente.
         No le importaba lo que dijeran las gentes del obispado, las rarezas que había puesto en los documentos que presentó para legalizar la orden, los sudores por el esfuerzo de todos los días entre los pucheros, la recogida de las sobras de los hoteles, los temblores que comenzaban a calambrar sus brazos agotados por el sueño de todos los días. Iba y venía con su esfuerzo y su silencio entre la sonrisa vivaz de sus ojos ya cansados, los mismos vivarachos que ponía cuando se llegaba cuarenta años antes por recoger la patatada de las gentes de El Alcamín.
@ Juan Rulfo. Hambre.


        
      


  

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