martes, 4 de septiembre de 2012

Silencios de ida y vuelta


@cac.

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  • Tú te equivocaste, hijo. No era un dos de febrero. Era un veintiocho de septiembre. El día de antes había ido a Fortanete a vender unas patatas tempranas. Las había sembrado en los Olmo Gordos, en un bancal que tenía a medias con la Pina. Me fui por la mañana temprano. Enganché el macho Noble en las varas del carro y en los tiros a la mula Roma. Y, hala, pa Fortanete. A medio día ya las había vendido todas. Cuando se hacía de noche ya estaba de vuelta en casa. Mientras iba llegando a El Alcamín miraba y miraba cómo los rayos de sol inflamaban las carrascas del monte. No me podía quitar de la cabeza a tu madre y a vosotros, a tu mañico y a tú. Pero tenía que marcharme. Ya había estado medio año en Larroya. Desde que comenzó la primavera hasta que llegó el invierno, pero casi no saqué nada. Sólo sirvió para que dejáramos la casa de la abuela y alquiláramos por dos duros al mes la de la Pina, allí donde encontrabas las balas y las tirabas al fuego. Así es que con los cincuenta duros me dije que ya me podía ir hacia abajo.
  •             El mes de agosto había estado en El Alcamín un pariente nuestro que trabajaba en una fábrica de sacos. Estaba cojo. Bueno, le faltaba una pierna entera. Se la había puesto de goma. Ya no llevaba una muleta con la que se apoyaba en los sobacos. Así me lo recuerdo unos años antes. Tú ya sabes cómo era tu abuela. Que en aquella casa cabían todos. Así es que un día –yo creo que era el de la santa patrona- estuvo comiendo en casa. Me acuerdo bien. Como no cabíamos todos en la cocina y como además se hacía allí mucho humo, con los troncos de carrasca y la chimenea siempre en marcha, me acuerdo que comimos todos en la entrada. Allí por donde llegaban los mulos cuando entraban en la cuadra. Venía bien aquel lugar. Porque cuando volvíamos de labrar o arrastraos en los días de la siega, les quitábamos allí mismo a las caballerías los aparejos y así no les pegaba el cierzo que sacudía en el corral. Pues bueno, ya te digo, allí en la entrada de suelo terrero comimos. Digo de tierra porque en la cocina lo teníamos de piedra. Aún me acuerdo cuando pusimos las losas, bien grandes, de la piedra negra que trajimos desde los linderos del monte, por allá por la paridera de la Batiosa. Había venido Celedonio aquel año con su mujer. Y tu madre no paraba de decirme que le preguntara si tenía un trabajo. Yo que me resistía y que me resistía. A ver, por qué me tenía que ir de El Alcamín. Pero no paraba de darle vueltas. Qué iba a ser de vosotros. Aquí no había ningún futuro. Ya la guerra había quedado atrás. Ya antes estábamos todos los hermanos en casa de la abuela y mal que bien comíamos todos. Pero ya yo me había casado con  tu madre. Y ya habíais nacido tu mañico y tú. Y yo veía que en casa nunca había un duro. Y que si queríamos comer pues aún tirábamos porque en casa de la abuela, gracias a Dios, hambre lo que se dice hambre, no pasamos nunca, pero dinero en mano, ya te digo, nunca tuvimos un duro. Tu madre remugaba todos los días. Que si necesitábais unas alpargatas, que si íbais creciendo y la ropa se os quedaba pequeña. Y tenía razón. Luego, ya ves, menudas nos la hizo pasar por allá abajo. Que si aquí teníamos necesidad allá no fue menos. Y ya sabes las veces que tuvimos que oírnos aquello de que si ataban los perros con longaniza. Pero fue valiente tu madre. Siempre fue valiente. Mira que trabajó. Si se fue consumiendo poco a poco por vosotros. Siempre de un lado para otro. Arrastrada de aquí para allá. Pero valiente, muy valiente. Y ya te digo, nos habíamos echado unas chaparradas de vino. Habíamos llenado el barral de un boto que había traído tu abuelo un año antes de morirse. Había ido yo con él hasta la posada de Muniesa. Llevábamos trigo y nos traíamos unos cahíces de vino. Una cosa por la otra, que así era la vida. Pues ya te digo. El día de la santa patrona llevábamos todos unas chaparradas de vino. Total un barral de tres cuartos. Y fue al final cuando se lo dije. Antes Mariano, no sé por qué, había sacudido por su boca unos cuantos pecados. Que cuando le daba el barrunto echaba unos redioses que temblaba el santiamén. Pero bueno, todo fue bien. Celedonio me dijo que sí, que creía que tendría trabajo, que él era el encargado del almacén y que pensaba que haría falta algún mozo para cargar los camiones. Y cumplió, que siempre fue buen zagal. A los quince días de su marcha ya llegó la carta y, en ella, que sería bien recibido y que no me preocupara de nada, que podía dormir al principio en su casa. Fue entonces cuando ya tu madre empezó a remugar. Me parece que comenzó a sentirse sola. Y que qué haría ella, que cómo os sacaría adelante. Bueno, lo mejor era liarse la manta a la cabeza y tirar palante. Ya te digo que en Fortanete, por las patatas, saqué cincuenta duros. No había ni una perra más en casa. Y la abuela tampoco me dio un céntimo. Le dije que tenía bastante. Le dejé a tu madre quince duros. Me llevé los otros treinta y cinco. Ya te digo que era un veintiocho de septiembre, cómo no me voy a acordar bien de aquel día. Llegué y nada más llegar me compré un mono que me costó doce duros. Doce, doce. Que bien me acuerdo. Y eso que lo compré en la Plaza Redonda, por buscar el sitio más barato. El uno de octubre ya empecé a trabajar. Luego ya tú sabes todo lo que fue viniendo, que bien te dio por ponerlo en los papeles. Ya sé que cambias algunos dichos y recoges los hechos como te vienen bien. Pero las fechas que yo te doy son las que son y esas no me las puedes quitar.
  •             Habla con Rulfo, con Nepomuceno o con quien quieras, sube y baja por las Suertes, llégate hasta Sollavientos, entra aquí entre nosotros y te diremos de esto o de aquello. Pero ya sabes que hay momentos que no se olvidan. Conozco bien lo que tú sabes, que a mí no me has podido engañar, ni a tu madre tampoco, que tienes unas cuantas cuentas que ajustar con nosotros. Ya sé que ahora te pasas muchas tardes mirando hacia aquí, donde yo estoy ahora. Recibo el sol cuando se va poniendo. Tú estás sentado en el poyo de piedra de la puerta de tu casa, la que has levantado sobre la era de Terrer y miras hacia aquí y hacia lo alto de la sierra, y sé que echas el vuelo hacia abajo, como esos alcotanes tan gallardos a los que sigues y sigues. Y le das vueltas a las gentes y a las tierras. Y sigues y sigues, tú y tus alcotanes, hasta que llega la noche y entonces te encierras ahí dentro, entre las maderas con que revestiste tu casa, con tus silencios rulfianos.
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