jueves, 8 de noviembre de 2012

Miércoles y Cortázar.





Julio Cortázar.-
      Entra el sol por la ventana. El agua cae desde la ducha. Recorre el cuerpo. Me froto la cara. Me visto. Un café. Un par de tostadas. Otro café. Intento recordar los sueños desdibujados en la somnolencia de la noche. Quedan de ellos hilachos aislados. Miedos a asignaturas pendientes no aprobadas. Han sido sólo eso, sueños en las interferencias de un dormir entrecortado cuando llega el día. Un par de horas de clase a las mujeres que quieren aprender español. Todas con su cabeza cubierta por el hiyab musulmán. Llegan empujando el carro donde dormita el bebé nacido hace unos meses. Se esfuerzan con las palabras, con la escritura. Quieren aprender. Sus hijos mayores están escolarizados en los colegios públicos. Acaban de celebrar la fiesta del cordero, de tanta trascendencia para ellas como musulmanas practicantes. A las doce terminaremos la clase. Camino hasta el quiosco para comprar los periódicos del día. Paseo por el parque acariciado por el sol de hoy, con el suelo mojado por la lluvia de ayer y el ambiente húmedo junto al río en estos primeros días del otoño. Regreso a casa y leo a Cortázar. Tres tomos que agrupan las abundantes cartas que escribió. Un don de este gran cronopio para la amistad. Dos mil páginas donde está el mejor Cortázar. Un gozo estas cartas remitidas desde Europa, desde París, Viena, Roma o su refugio de Seignon, o los lugares donde le enviaba la Unesco. Qué gran cronopio este Cortázar. Julio sabio, amigo tierno plagado de humor lleno de afecto, culto, apasionado por la música, por el cine, por la pintura, por la escultura, por la arquitectura. Distante y cercano con su Argentina. Solidario hijo y fraterno con amigos y familiares. Desprendido en lo económico consigo mismo y con los más cercanos en la solidaridad dineraria. Hay que leer a Cortázar. Preparar las patatas y las espinacas, la col y las alubias con su aderezo para cocer en la olla. Tener la comida dispuesta en la mesa cuando lleguen los demás. Comer en familia. Dormitar recostado en el sofá en un sueño breve pero plácido. Fregar los cacharros y luego de nuevo leer a Cortázar. Acercarse hasta el huerto por ver si ya apuntan las espinacas esparcidas hace unos días o si ya surgen las habas o los bisaltos. Recoger los utensilios carpinteros, los papeles dispersos, las manzanas podridas o las patatas protegidas en la bodega, los tornillos de los últimos arreglos. Volver a los documentos de los archivos. Conocer la pequeña historia local y vivenciarla en los recorridos por lugares campesinos y piedras asentadas que hablan en los rincones queridos de la infancia que marcó para siempre vida. Apuntar algunas palabras manuscritas en el cuaderno. Recorrer las páginas de los periódicos buscando la nota humana, olvidando las declaraciones políticas de los políticos que viven de la política y se metieron en ella con la banca especuladora criminal y desahuciadora. Volver a leer a Cortazar. Dar un abrazo protector al recién nacido nieto y esperar que el somnífero de todos los días calme las angustias temerosas de la noche. Y dejarse llevar por la lectura de las cartas de ese gigante cronopio. Leer a Cortazar. Sus cartas.


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