miércoles, 20 de enero de 2016

Camina, aunque revientes.




     
       Hadjia se casó o la casaron muy joven. Hadja nunca asistió a la escuela. En su país de origen, Gambia, desde siempre no hizo otra cosa más que machacar, dándole al palo sobre el mortero, mijo, arroz, maíz o cacahuetes, cuando tenían en su aldea, claro. Eso y atender las tareas de siempre encomendadas a las mujeres, cuidar a hijos o parientes, acarrear la leña, tener encendido el fuego y preparar los puñados amasados de la escasa comida.
  Hadja se casó o la casaron muy joven y, como su primo ya convertido en marido, había entrado de la manera que pudo en España, ella pudo un día conseguir papeles y aquí está desde hace unos cuantos años.
Hadjia tiene cinco hijos, todos nacidos en España, aunque ella siempre dice que tiene seis. En veinte años sólo pudo ir una vez a su tierra de origen. Aquel verano, al poco de llegar con su bebé, este enfermó y la malaria hizo que lo dejara allí para siempre.
  Hadjia ha subido al autobús justo en la parada de la rotonda. Hadja siempre sonríe cuando nos vemos y siempre lo primero que hace es preguntarme por mi familia.
Hadjia es negra y musulmana. Cubre su cabeza con el pañuelo y lleva siempre una falda que le llega hasta los pies.
Hadja hoy, a media mañana, va a recoger a una de sus hijas ya adolescente al Instituto para ir después al hospital para que la traten en su diagnóstico de anemia. En el Instituto tiene otra hija mayor que cursa un módulo administrativo. Los otros tres hijos están en la escuela. Los servicios sociales le han conseguido una beca de comedor. Ella limpia un par de casas durante la semana pero no le alcanza suficiente el salario. A su marido hace años que se le acabó el subsidio del paro. Anda ahora de aquí para allá con lo que encuentra entre la chatarra.
Hadja, entre un trabajo y otro, en la mañana, acudía a clase para aprender a leer y escribir en español. Lo habla sin ningún problema. Junto a otras mujeres, también musulmanas, todas veladas con su pañuelo, puso verbalizar en ocasiones las dificultades que tiene su familia para salir adelante. En alguna ocasión le saltaron las lágrimas. Se avergonzó de su lloro y luego sonrió y sonrió como siempre, cuando comprendió que, por fin, después de tantos años pudo expresar ante otras personas los llantos que llevaba dentro.
Hadjia y yo descendemos en la misma parada. Ella acudirá con su hija anémica a que la traten en el hospital. Yo caminaré por el parque con mi nieto Miguel.
Hadja me choca la mano, me dice “gracias por su ayuda” y sonríe, sonríe. Hadja siempre sonríe.

Miguel, mi nieto, duerme. Y mientras duerme yo camino y camino. Hadja y miles de hadjas se me aparecen una y otra vez entre los miles y miles de gentes que tengo en mi mente. Se me aparecen una y otra vez gentes de todas las etnias y de todos las geografías. Me asedian por todos lados la falta de trabajo de familiares, de amigos, de desconocidos emigrados y huidos en busca del refugio que se les niega. Mientras los sinvergüenzas se han inflado y siguen sebosos de dinero porque sí, porque son los amos, porque pueden, porque han traficado y lo siguen haciendo con todo lo que se pueda traficar y aunque no, porque el hambre es un gran negocio con se compra y se vende lo que se quiera comprar y lo que se quiera vender. Lean si no el trabajo del maestro Martín Caparrós y, al menos, sonrójense. Aquí del Rey abajo ninguno es más honrado que García del Castañar. Aquí y allí y allí y allí.


Miguel, mi nieto, sigue durmiendo y yo camino y camino y rememoro estas imágenes que les dejo ahí. Huídos de las guerras, de la miseria, de las hambrunas, en medio de la nada, protegidos por unos plásticos que no quitan el frío.
Llega el invierno europeo. Morirán aún más de los que han muerto hasta ahora. De hambre y de frío. Los niños que consigan salvarse, llenos de espanto, atrapados por el pánico,  sufrirán de por vida traumas insalvables. Chingados para siempre por los hijos de la gran chingada.
Hadjia sube las escaleras del hospital con su hija. Me saluda y sonríe, sonríe como siempre.
Vergüenza.

Frío y hambre. En medio de la nada.
¿A dónde voy? Ni siquiera tengo rostro. Ni siquiera me ves.

Ya está aquí el invierno. Juguemos mientras podamos.

A la espera de la nada.

"Contigo a no sé dónde, Aquí no hay sitio". J.A. Labordeta.

Sin ni siquiera rostro. Camina o revienta en el camino.

Los niños son niños. El juego entre la nieve y las alambradas del campo de concentración.

Sí, sonrío. ¿Y tú?

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