Hadja se casó o la casaron muy joven y, como
su primo ya convertido en marido, había entrado de la manera que pudo en
España, ella pudo un día conseguir papeles y aquí está desde hace unos cuantos
años.
Hadjia
tiene cinco hijos, todos nacidos en España, aunque ella siempre dice que tiene
seis. En veinte años sólo pudo ir una vez a su tierra de origen. Aquel verano,
al poco de llegar con su bebé, este enfermó y la malaria hizo que lo dejara
allí para siempre.
Hadjia ha subido al autobús justo en la parada
de la rotonda. Hadja siempre sonríe cuando nos vemos y siempre lo primero que hace
es preguntarme por mi familia.
Hadjia
es negra y musulmana. Cubre su cabeza con el pañuelo y lleva siempre una falda
que le llega hasta los pies.
Hadja
hoy, a media mañana, va a recoger a una de sus hijas ya adolescente al
Instituto para ir después al hospital para que la traten en su diagnóstico de
anemia. En el Instituto tiene otra hija mayor que cursa un módulo
administrativo. Los otros tres hijos están en la escuela. Los servicios
sociales le han conseguido una beca de comedor. Ella limpia un par de casas
durante la semana pero no le alcanza suficiente el salario. A su marido hace
años que se le acabó el subsidio del paro. Anda ahora de aquí para allá con lo
que encuentra entre la chatarra.
Hadja,
entre un trabajo y otro, en la mañana, acudía a clase para aprender a leer y
escribir en español. Lo habla sin ningún problema. Junto a otras mujeres, también
musulmanas, todas veladas con su pañuelo, puso verbalizar en ocasiones las
dificultades que tiene su familia para salir adelante. En alguna ocasión le
saltaron las lágrimas. Se avergonzó de su lloro y luego sonrió y sonrió como
siempre, cuando comprendió que, por fin, después de tantos años pudo expresar
ante otras personas los llantos que llevaba dentro.
Hadjia
y yo descendemos en la misma parada. Ella acudirá con su hija anémica a que la
traten en el hospital. Yo caminaré por el parque con mi nieto Miguel.
Hadja
me choca la mano, me dice “gracias por su ayuda” y sonríe, sonríe. Hadja
siempre sonríe.
Miguel,
mi nieto, duerme. Y mientras duerme yo camino y camino. Hadja y miles de hadjas
se me aparecen una y otra vez entre los miles y miles de gentes que tengo en mi
mente. Se me aparecen una y otra vez gentes de todas las etnias y de todos las geografías.
Me asedian por todos lados la falta de trabajo de familiares, de amigos, de
desconocidos emigrados y huidos en busca del refugio que se les niega. Mientras
los sinvergüenzas se han inflado y siguen sebosos de dinero porque sí, porque
son los amos, porque pueden, porque han traficado y lo siguen haciendo con todo
lo que se pueda traficar y aunque no, porque el hambre es un gran negocio con
se compra y se vende lo que se quiera comprar y lo que se quiera vender. Lean
si no el trabajo del maestro Martín Caparrós y, al menos, sonrójense. Aquí del
Rey abajo ninguno es más honrado que García del Castañar. Aquí y allí y allí y
allí.
Miguel,
mi nieto, sigue durmiendo y yo camino y camino y rememoro estas imágenes que
les dejo ahí. Huídos de las guerras, de la miseria, de las hambrunas, en medio
de la nada, protegidos por unos plásticos que no quitan el frío.
Llega
el invierno europeo. Morirán aún más de los que han muerto hasta ahora. De hambre
y de frío. Los niños que consigan salvarse, llenos de espanto, atrapados por el
pánico, sufrirán de por vida traumas insalvables.
Chingados para siempre por los hijos de la gran chingada.
Hadjia
sube las escaleras del hospital con su hija. Me saluda y sonríe, sonríe como
siempre.
Vergüenza.
Frío y hambre. En medio de la nada. |
¿A dónde voy? Ni siquiera tengo rostro. Ni siquiera me ves. |
Ya está aquí el invierno. Juguemos mientras podamos. |
A la espera de la nada. |
"Contigo a no sé dónde, Aquí no hay sitio". J.A. Labordeta. |
Sin ni siquiera rostro. Camina o revienta en el camino. |
Los niños son niños. El juego entre la nieve y las alambradas del campo de concentración. |
Sí, sonrío. ¿Y tú? |
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