Para mi amigo el historiador Serafín Aldecoa Calvo que estos días pasados nos habló y recordó las construcciones de piedra seca, arcilla y paja con que se construían, entre tapial y adoba, los pajares por los que muchos de nosotros comenzamos nuestras vidas
Era cuando entonces. Hace ya más de sesenta
años. Los tres cobijados por una jabeda. Era entonces. Cuando los últimos días
de la trilla. Cuando las últimas parvas. Cuando ya comenzaban a llegar las
tronadas y el abuelo apuraba los días con los últimos fajos de la hacina. Eran
las parvas del centeno y alguna con los de la avena segada y amontonada sin
más. Ya el rubión y el morcacho estaban en el granero. Ya eran los últimos días
del correteo de los zagales por las orillas de la parva, medio molidas entre
los cañotes con espigas. Los metieron debajo de la jabeda y les hicieron un
retrato. Alguna vez los llevaron los mozos de la casa dentro de la misma
jabeda. La que ahí está. La que servía para transportar la paja después del
aventeo. Hacían falta dos fuertes brazos delante y otros detrás para llevarla
hasta el pajar. Allí quedaba la paja volteada y al regreso los zagales se
metían dentro y los mozos los llevaban como si fuera la paja y los tiraban
revolcados entre la que quedaba en la era. Ya digo, después del aventeo. Y
aquella tarde les hicieron el retrato. ¿Quién sería aquel que hace más de
sesenta años tenía una cámara fotográfica por estas tierras perdidas en los
veranos del venga y dale a las fatigas de la siega, del acarreo, de la trilla,
del trabajo y más trabajo sin más, del cansancio de la labor de todos los días?
No lo sé. Pero ahí está la fotografía. El retrato como decían. Para el recuerdo
del hoy. Con el tiempo ha aparecido entre los cajones de la guarda y los
recuerdos avivados de la memoria. Son niños, están felices, como vestidos bien
pinchos para el retrato. El más pequeño, contento, risueño, como rascando el
picor que le producen los restos de los cardos en sus pies descalzos, sin
sentir el picazón de los pinchos en su afán de conocer el mundo que aún no
entiende. El del centro muestra ya una picaresca algo somarda atrapada con sus
ojos y sonrisa y sus manos entrelazadas. El otro escrutina con sus ojos
castigados por el sol al mismo fotógrafo. Acuclillado sobre sus alpargadas
recién estrenadas muestra por su bragueta sin botones, sin saberlo, el pispajillo
incipiende de aún su niñez. Los tres contentos. En el final del verano. Con las
últimas parvas del verano. Metidos en una jabeda. Hace más de sesenta años. Era
cuando entonces.
Aquí dejo algunas fotografías de pajares de antaño y hogaño.
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