martes, 12 de octubre de 2021

De cuando el maquis se acabó y se acabó.

 

Eran siete, Juan Rulfo, eran siete.

 

Frío, hambre, miedo. El maquis. Restos de la nada. @cac.



Eran siete, Juan Rulfo, eran siete.

   Diles que no me maten. Rulfo, tú y tus cuentos. Tú y tus muertos. Tú y tus vivos muertos. Por tus llanos ásperos, en llamas, en los planos altos de El Alcamín, te he encontrado una y otra vez.
   ¿Y quién mató a estos muertos que encontré aquí mismo, a mi lado, bajo ese escarpe de tierra? Fue cuando la sepultura del tio Rufo. Era una mañana que había salido fea. De esas de mala raza que atraviesen la tierra baldía algunos días de febrero. Amaneció oscura y se añilando. Por eso nos dimos prisa en cavar la fosa. Con José el Novato, que era el yerno, me vine hasta este lugar. Nos dimos una buena soba, porque sabíamos que se nos podía echar encima la ventisca. Y no nos pudimos salvar de ella. Pero había que cavar la sepultura y nos dimos fuerte con el pico y con la pala. Y bien mal que entraba el pico, que la tierra de primeras estaba helada y no se hundía ni a la de tres. Luego, después de las primeras tongadas, aquello ya se empezó a poner patas arriba. José era quien le daba al pico y yo el que paleaba. Y fueron saliendo los restos de las primeras botas y luego un montón de huesos y a la que nos dimos cuenta ya llevábamos siete calaveras.
    Chico, qué cosa tan rara, decía de cuando en cuando José, a quien llaman el Novato. Y a mí me dio por amontonarlas en la barda, junto al camino. Primero pensé si tirarlas derecho a la gusanera, donde van a parar todos los huesos que han ido saliendo cuando se cavan unas y otras fosas. Allí, al pudridero. Los huesos, sí. Que las costillas partidas que fueron apareciendo los tiré derecho a la gusanera. Pero las calaveras, no. Qué cosa más rara, volvió a decir de nuevo el Novato. Siete hemos sacado, ¿verdá tú?. Y eran siete, claro que eran siete, que bien que las venía contando. Y todas tenían un agujero. En la parte de abajo, la que se juntaba con el espinazo.    
    Al final nos agarró la ventisca. Con las prisas se nos vino abajo un morrón de la fosa. A José se le quedaron enganchados los pies embarrados por la tierra que cayó. Entonces le di la pala y acabó sudando la gota gorda mientras tiraba la tierra hacia arriba. Mojados. Más él que yo. Así acabamos. Porque la nieve nos había calado y porque, aun con el frío, nos había entrado la sudadera de tanto darle y darle con las prisas por acabar pronto.     
    Ya por la tarde, después del entierro, hablé con Forestal y me dio razón de los agujeros junto al espinazo. Fue después dejar en la tierra, con un palmo de nieve, el cuerpo del tio Rufo que ya hacía años se había ido de este mundo, desde el día en se enteró que el alcalde había vendido el pueblo por hacerlo barrio de Larroya. Locura senil le llamaban los médicos. Y preguntaba de vez en cuando que dónde estaba su casa y que por qué no lo llevaban a su pueblo. Cuando subíamos con el cajón y su cuerpo dentro por esa cuesta que llega hasta la cancela de entrada casi nos vamos los cuatro que lo llevábamos hasta el cerrado de Molinero. La nieve se había helado sobre el ralo verdín que siempre se agarra en los hoyos aljezares. Resbalones de unos y otros y para, que me caigo. Pero acabó en el agujero, como todos.  

  
     Fue cuando volvíamos, a la altura de los pedruscos de las Calzadas cuando le pregunté a Forestal. Entonces me enteré de los maquis y de las últimas matanzas. Él estuvo en el asunto. Por eso sabía del entierro. A estos también les dieron la tierra, a paladas. Y aun gracias, me dijo Forestal. Que bien malos que eran, añadió. Y así le saqué lo de los tiros de gracia, por lo de los agujeros en la nuca, casi en el espinazo.     Eran siete. Justo eran siete. Cayó toda la partida. Los venían siguiendo desde la raya de Aguilar. Eran la última partida. Fueron los últimos en caer. Forestal bien lo sabía. Le habían hablado de que unos meses antes los guardias civiles habían hecho la última batida. Ya estaban deshechos y vencidos. Luego me dijo que si se habían retirado hacia Francia y que los rojos, bueno, él precisó que comunistas, habían dado la partida por vencida. Pero él sabía de un grupo rezagado y aislado que no consiguió pasar cuando buscaban el mar al otro lado de los cinglos de Villarluengo, por donde la masada en que dejaron al dueño con la aguja de hacer media atravesada de oreja a oreja.    Aquello fue lo que más encorajinó a Forestal. Y por eso fue a por ellos.
    El masovero ya se había hartado de tantos corderos entregados a la gente del maquis. Ya no quería seguir haciendo el mondongo para entregar su parte a la partida de Sardinero. Y un día se puso farruco. Por eso no le valió. Ya no tenían ni un cartucho. Balas hacía tiempo que se les acabaron. Las escopetas sólo las llevaban por eso de presumir, porque ya digo que ni un cartucho. Y Pozolero lo sabía de tiempo. Por eso les hizo frente. Pero no le valió, ya te digo. Y entonces se lo llevaron por delante a lo salvaje. La misma aguja con que su mujer tejía los piales de algodón les sirvió para dejarlo tieso. Me supo mal. Y con Cayetano y el Hostias los rodeamos una noche, cuando dormían en el granero de la masada del Pozuelo. No tuvieron tiempo ni de decir mu. Ya no ponían centinelas ni nada. Yo creo que se sentían vencidos. Los hubiéramos agarrado de todas maneras. Ni se lo dijimos a la cuardia civil. Pa qué. 
     El Hostias dijo de pegarles un tiro allí mismo. Pero la noche estaba muy oscura. Así es que decidimos echar hacia abajo, hacia el pueblo. Los atamos uno detrás del otro, como una reata de mulos, con las sogas de acarrear que había en la misma masada. Y a trompazos los trajimos bajando por los linderos del Plano y la cuesta aguda de Val de Peral. Cayetano se fue a su casa a buscar la pistola. Allí mismo, donde tú dices que te fueron apareciendo las calaveras, el Hostias les sacudía el escopetazo, luego Cayetano les ponía el cañón de la pistola en el pestorejo y ya ni garreaban.
     No te creas que has sido tú el primero que ha encontrado los huesos. Por allí, por el medio del cementerio, en la parte que mira hacia el Regajo, siempre han aparecido algunos huesos. De verdad que tú has sido el último. La gente los iba tirando a la gusanera. Por eso no te cuadran las cuentas de los huesos y las calaveras. Es que las calaveras a todos nos daban no sé qué. Y las fueron echando medio juntas. Cuando se cavaba una fosa las iban tirando hacia la parte de arriba. Pero acuérdate que la del tio Rufo fue la última junto a la pared y ahí quedaron todas juntas. Los huesos salían enseguida con las primeras picadas. No los íbamos a dejar sin darles tierra. Pero eran siete y siete agujeros no íbamos a cavar, que además ya se había hecho de día. Así es que cuatro paladas. Ni siquiera medio metro picamos. Y allí se quedaron. Con el tiempo… pues ya ves. Han ido apareciendo. No hablamos nada a nadie. Pa qué. Se acabó el maquis y se acabó. Muerto el perro se acabó la rabia.
      Ya sé, Rulfo. No vas a decir nada. Nunca hablas. Sólo tu silencio. Arden los ribazos.
Restos, tristeza, recuerdos. @cac.
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1951
ES/AHPTE - GC/001031/000009 - Aparición de siete supuestos bandoleros en Cañada de Benatanduz

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