viernes, 3 de noviembre de 2023

De cuando le raparon la cabeza a la madre de Moñigo.

 




            Tampoco yo podía con aquella tía, decía Moñigo mientras Saturnino encendía el cigarro de siempre. Entre ella y el cura me amargaron la existencia en aquellos años con lo de la primera comunión y la hostia consagrada. Que me tenía que saber de memoria la doctrina aquella de los cojones. Si yo apenas sabía leer y que a vomitarla de memoria. Aún me acuerdo de que mi madre se tuvo que gastar un duro para comprarle a ella misma, a la de las tetas gordas, aquella cartilla que ella misma vendía en el mismo lugar del tabaco, del vino, de las sardinas y del poco azúcar que decían que había. A mí lo que más me gustaba era el chocolate aquel más duro que una piedra que nos cortaba a trozos con un cuchillo bien grande a mazazos, que lo deshacían como esquirlas y que buscábamos por el suelo. Rara vez trajo mi madre a casa una libra entera como la vendían envuelta en un papel que ponía Muñoz o no sé qué.

            Casi sin saber leer y la cartilla, hala, de carrerilla, repetida y repetida todas las tardes durante tres meses hasta el día aquel en que llegaba la primera comunión  y para mí la última, ya te digo. Y venga y venga a repetir cantando aquello de quién es Dios, que estaba en el cielo, en la tierra y en todo lugar. Y otra vez con el padre nuestro y el Dios te salve y no sé qué de aquello que si concibió sin pecado. Yo no sé qué quería decir aquello de que concibió. Nadie me lo explicó nunca. Tampoco me dijeron nunca qué era aquello de virgen hasta que un día la Perijuana me dijo que no me preocupara que ella hacía mucho tiempo que había dejado de ser virgen y que acabara pronto, allí, así, mientras le daba que te pego detrás de la puerta en el corral de su casa.

            De lo que sí me acuerdo es que el día de antes de aquel circo que montaron las beatas capitaneadas por la estanquera esta, la de las tetas gordas, que de eso sí me acuerdo, nos juntaron a todos, bueno a los zagales por un lado ya las muchachas por otro. No sé qué les dijeron a ellas y tampoco me acuerdo de lo que me dijeron a mí. Lo que sí te dio es que hablaron de los pecados capitales y también los veniales. Qué iba a saber yo de lo que eran los unos y los otros. Sólo sabía que capitales cercanas no teníamos ninguna y que El Alcamín estaba aquí y ni siquiera nunca habíamos salido de él. En fin que ni me acuerdo si aún llevaba pantalones cortos o el sastre de la risa me había hecho algunos largos cuando me calzaron las primeras albarcas, y de las tetas gordas que la estanquera apretaba con su camisa azul bien abotonada de los días de las fiestas.

            Sí me acuerdo que cuando ya era de noche encendieron unas velas y en la iglesia casi no se reconocían nuestras caras y empezamos a pasar de uno en uno hasta aquel cajón donde estaba metido el mosén y que si a confesar los pecados. Fue la única vez que no me hicieron mal las manos del cura cuando me cogió la cara con las dos manos a la vez, ya te digo. No me acuerdo lo que me dijo si es que dijo algo cuando me preguntó por los actos impuros. Mecagúen su madre. ¿Y qué era aquello de los actos impuros? Le dije que no sabía qué era aquello. Y él que si me había tocado, que si me había tocado entre las piernas y me había crecido lo de en medio. Yo le dije que sí, que cuando me tocaba me se ponía pita, así le dije. Levantó la mano. Creía que me iba a sacudir una hostia como tantas veces. Y resultó ser que enderezó los dedos de su mano y me echó como una bendición y me dijo que rezara un padrenuestro.

            Por lo que hablábamos después sentados en aquellos bancos en la escuela donde nos sacudíamos patadas a todos les había dicho el cura más o menos lo mismo. Fue al poco de entonces, como ya llegaba la primavera, cuando salíamos de la escuela nos íbamos al ribazo grande, aquel que había detrás de los sauces, algo más allá del lavadero, nos sacábamos la pirula y le dábamos al manubrio. Aún tardamos un año o más, cuando también venían los de otras quintas anteriores a la nuestra y, entonces sí, cuando nos la cascábamos ya salía como un chorritón de algo que parecían mocos. Y así hasta que la Perijuana cuando me dijo que yo con ella tampoco era virgen. La madre que la parió.

            Saturnino sigue dándole al cigarro que no consigue encender mientras me dice que Moñigo es de su quinta y que hoy anda con la lengua suelta. A ver si te dice que aquel año la estanquera se encargó de echarle a la cara al mosén que Manuela la Tuerta y Moñigo no podían comulgar. Nosotros no sabíamos por qué los dejaron sin pasar a los bancos delanteros cuando la misa y el pontifical y la biblia en verso que organizó el cura. Moñigo no tenía más que unas alpargatas rotas que las llevaba atadas con cuerdas que se encontraba entre las femeras. En la tienda en donde vendía las albarcas  y las alpargatas ya a su madre no le daban nada al fiado porque sabían que ni siquiera en su casa tenían algún conejo para venderle al pollero cuando llegaba con su camioneta y así, con aquellas cuatro perras, comprar algo.

            La estanquera dijo que no y que no era posible y que en la fila que se formaba para que nos dieran la hostia se notarían mucho las alpargatas rotas al lado de las demás y de las sandalias que llevaban tres o cuatro.




A este Moñigo, sigue Saturnino, tampoco es que le importara todo una mierda. Él entonces ya iba a la dula recogiendo alguna oveja de aquí, una cabra de allá y hasta algún toro modorro de aquellos de los navarros. Lo que quería Moñigo es que no le cortaran nunca más el pelo a su madre y que a su padre se le pasara aquella tos que sacudía y sacudía mientras se ahogaba cuando llegó del penal y no tenía fuerzas ni para andar.

           


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