Tampoco yo podía con aquella tía,
decía Moñigo mientras Saturnino encendía el cigarro de siempre. Entre ella y el
cura me amargaron la existencia en aquellos años con lo de la primera comunión
y la hostia consagrada. Que me tenía que saber de memoria la doctrina aquella
de los cojones. Si yo apenas sabía leer y que a vomitarla de memoria. Aún me
acuerdo de que mi madre se tuvo que gastar un duro para comprarle a ella misma,
a la de las tetas gordas, aquella cartilla que ella misma vendía en el mismo
lugar del tabaco, del vino, de las sardinas y del poco azúcar que decían que
había. A mí lo que más me gustaba era el chocolate aquel más duro que una
piedra que nos cortaba a trozos con un cuchillo bien grande a mazazos, que lo
deshacían como esquirlas y que buscábamos por el suelo. Rara vez trajo mi madre
a casa una libra entera como la vendían envuelta en un papel que ponía Muñoz o
no sé qué.
Casi sin saber leer y la cartilla, hala, de carrerilla,
repetida y repetida todas las tardes durante tres meses hasta el día aquel en que
llegaba la primera comunión y para mí la
última, ya te digo. Y venga y venga a repetir cantando aquello de quién es Dios,
que estaba en el cielo, en la tierra y en todo lugar. Y otra vez con el padre
nuestro y el Dios te salve y no sé qué de aquello que si concibió sin pecado.
Yo no sé qué quería decir aquello de que concibió. Nadie me lo explicó nunca.
Tampoco me dijeron nunca qué era aquello de virgen hasta que un día la
Perijuana me dijo que no me preocupara que ella hacía mucho tiempo que había
dejado de ser virgen y que acabara pronto, allí, así, mientras le daba que te
pego detrás de la puerta en el corral de su casa.
De lo que sí me acuerdo es que el día de antes de aquel
circo que montaron las beatas capitaneadas por la estanquera esta, la de las
tetas gordas, que de eso sí me acuerdo, nos juntaron a todos, bueno a los zagales
por un lado ya las muchachas por otro. No sé qué les dijeron a ellas y tampoco
me acuerdo de lo que me dijeron a mí. Lo que sí te dio es que hablaron de los
pecados capitales y también los veniales. Qué iba a saber yo de lo que eran los
unos y los otros. Sólo sabía que capitales cercanas no teníamos ninguna y que
El Alcamín estaba aquí y ni siquiera nunca habíamos salido de él. En fin que ni
me acuerdo si aún llevaba pantalones cortos o el sastre de la risa me había
hecho algunos largos cuando me calzaron las primeras albarcas, y de las tetas
gordas que la estanquera apretaba con su camisa azul bien abotonada de los días
de las fiestas.
Sí me acuerdo que cuando ya era de noche encendieron unas
velas y en la iglesia casi no se reconocían nuestras caras y empezamos a pasar
de uno en uno hasta aquel cajón donde estaba metido el mosén y que si a
confesar los pecados. Fue la única vez que no me hicieron mal las manos del
cura cuando me cogió la cara con las dos manos a la vez, ya te digo. No me acuerdo
lo que me dijo si es que dijo algo cuando me preguntó por los actos impuros.
Mecagúen su madre. ¿Y qué era aquello de los actos impuros? Le dije que no
sabía qué era aquello. Y él que si me había tocado, que si me había tocado entre
las piernas y me había crecido lo de en medio. Yo le dije que sí, que cuando me
tocaba me se ponía pita, así le dije. Levantó la mano. Creía que me iba a
sacudir una hostia como tantas veces. Y resultó ser que enderezó los dedos de
su mano y me echó como una bendición y me dijo que rezara un padrenuestro.
Por lo que hablábamos después sentados en aquellos bancos
en la escuela donde nos sacudíamos patadas a todos les había dicho el cura más
o menos lo mismo. Fue al poco de entonces, como ya llegaba la primavera, cuando
salíamos de la escuela nos íbamos al ribazo grande, aquel que había detrás de
los sauces, algo más allá del lavadero, nos sacábamos la pirula y le dábamos al
manubrio. Aún tardamos un año o más, cuando también venían los de otras quintas
anteriores a la nuestra y, entonces sí, cuando nos la cascábamos ya salía como
un chorritón de algo que parecían mocos. Y así hasta que la Perijuana cuando me
dijo que yo con ella tampoco era virgen. La madre que la parió.
Saturnino sigue dándole al cigarro que no consigue
encender mientras me dice que Moñigo es de su quinta y que hoy anda con la
lengua suelta. A ver si te dice que aquel año la estanquera se encargó de echarle
a la cara al mosén que Manuela la Tuerta y Moñigo no podían comulgar. Nosotros
no sabíamos por qué los dejaron sin pasar a los bancos delanteros cuando la
misa y el pontifical y la biblia en verso que organizó el cura. Moñigo no tenía
más que unas alpargatas rotas que las llevaba atadas con cuerdas que se encontraba
entre las femeras. En la tienda en donde vendía las albarcas y las alpargatas ya a su madre no le daban
nada al fiado porque sabían que ni siquiera en su casa tenían algún conejo para
venderle al pollero cuando llegaba con su camioneta y así, con aquellas cuatro
perras, comprar algo.
La estanquera dijo que no y que no era posible y que en
la fila que se formaba para que nos dieran la hostia se notarían mucho las
alpargatas rotas al lado de las demás y de las sandalias que llevaban tres o
cuatro.
A
este Moñigo, sigue Saturnino, tampoco es que le importara todo una mierda. Él entonces
ya iba a la dula recogiendo alguna oveja de aquí, una cabra de allá y hasta
algún toro modorro de aquellos de los navarros. Lo que quería Moñigo es que no
le cortaran nunca más el pelo a su madre y que a su padre se le pasara aquella
tos que sacudía y sacudía mientras se ahogaba cuando llegó del penal y no tenía
fuerzas ni para andar.
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