viernes, 10 de noviembre de 2023

De cuando Moñigo era "el capacico de las hostias".

 


foto de autoría desconocida.


Moñigo se acuerda de cuando Cascarrias y Barrastras lo maltrataban, cuando se reían de él, cuando le despreciaban, cuando ya su padre no podía con su alma y no le quedaba más remedio que aguantar en la cama tapado con una manta y aún así  con tembladeras y sin parar con aquel tose y tose de todos los días.
            Entonces, siempre con sus alpargatas rotas, cuando llegaba la tarde y aún la noche, a la vuelta con los animales de la dula, iba de un corral a otro y entraba en las cuadras de quienes tenían alguna vaca. Les ayudaba a ordeñar y llevaba las cántaras hasta la casa de Sarretas quien se encargaba de meter en los pucheros de metal un tubo algo sucio con el que medía los grados de grasa y comprobaba si alguien le añadía agua al perol lechero.
            Con aquello conseguía medio jarro que le daba el Sarretas cuando dejaba en su casa la leche recogida. Se lo llevaba a su madre y tenían para toda la familia, para su padre, para su hermana y para él mismo y así tener un almuerzo con un pan duro que ahora era ya unas gachas que calentaban el cuerpo y sanseacabó.
            El Cascarrias y el Barrastras, zagalejos como él, le decían siempre sus picardías y sus risas con aquello de qué bien almuerzas con nuestra leche que tú ni una vaca tienes y que si ya verás cuando llegue mayo y el señor cura te diga que ni comunión ni hostias, que no te sabes la doctrina y hasta casi no sabes leer atontao que no eres más un atontao.

            Tres días a la semana, a la salida de la escuela acudía la zagalada hasta la puerta de la iglesia y allí en filas bien guardadas porque si no les caía un buen sopapo del mosén entraban en la iglesia y aprendían la doctrina venga y dale una y otra vez.

            Llevaban aquella escuela como militaras veteranas en el cuartel de los muros de la iglesia, bajo los santos protectores Isidro y su perro y Sebastián el de las flechas clavadas en su pecho desnudo las dos beatas más beatas entre todas las beatas del lugar. Las dos moñonas con su pelo enrollado sobre unos tronchos de mazorca de maíz envueltos en un fieltro de tela negra, como dos zurutos iguales que los dejaban los perros de los aparceros de la masada del Salobral entre los chopos linderos del barranco Piazo. Su cabeza, la de las dos, semejaba una pala como la que servía para remover el barro en los tapiales para levantar las corralizas del monte. Tieso el peinado sobre la frente y con dos moñotes a los lados, encima de las orejas. Más chulas que un higo chumbo decía Moñigo entre sus dientes cuando dejaba el tartamudeo de siempre.

            La Zaumada, medio metro mal medido lleno de rasmia criticona contra cualquier bicho viviente de El Alcamín, beata mala como le decían sus hermanos, adoradora del mosén en sus confesiones semanales, corroída de envidias y deseos reprimidos aumentados por el baboseo sabio del voraz dominador del mosén, sacaba todas sus rabias acumuladas contra aquellos que iban a la doctrina y no la aprendían y aún se reían de ella.

            Entonces era cuando acudía a la guardiacivilona estanquera, la de las tetas gordas y la cara avinagrada, la que rapaba a las malnacidas, ama y señora y delegada para todo del mosén en aquel cotarro entre los bancos de madera de la iglesia por donde correteaban sin remedio los zagales de la doctrina para la primera comunión.

              El Cascarrias y el Barrastras corrían por encima de los bancos de la iglesia, el Moñigo tartamudeaba mientras sus amigos ya sólo le decían aquello de que pareces el capacico de las hostias.


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