Casa en Miranda del Castañar. @cac. |
Desciendo
desde el Puerto de Béjar, entre dehesas de encinas y alcornoques por donde los
terneros se alimentan, limitados por cercas que son piedras irregulares de
granito.
Es un día soleado en estos primeros de
diciembre y, aunque en las zonas de sombra, en estas primeras horas de la
mañana, la rosada helada se mantiene en los solanos ya brilla la hierba alegre.
Quiere recorrer hoy, siempre con prisa,
estos pueblos del Castañar que rodean la Peña de Francia. Es buen momento para
caminar por ellos. Ha pasado el puente de la Constitución y no ha llegado aún
la Navidad. Son unos días de silencio, de soledad por estos lugares. En Miranda
es día de mercado. Los ocho o diez puestos que han instalado los ambulantes no
tienen más que un par de mujeres mirando unas zapatillas caseras para el
invierno. En invierno por estas zonas reside poca gente. La economía se ha
reducido, o mantenido quizá, en torno al turismo y a la chacinería. Por eso las
casas, casi todas, están cerradas, esperando residentes de otros lugares que
pasan aquí sus vacaciones estivales. Hacía muchos años que no volvía por estas
tierras. Hoy tengo estas calles estrechas, desiertas, todas para mí. Treinta
años atrás encontré calles terreras con piedras sueltas sobre ellas y regatos
que recogían aún aguas fecales por entre las mismas tratadas con zotal. Hoy todas están empedradas, todas las casas
han sido remozadas, los balcones lucen esbeltos, la argamasa de piedras y
maderas sostiene las fachadas y las ventanas y puertas trabajadas y repujadas
protegen el silencio. Respiro este silencio soliloquiando por las calles que
camino, con recuerdos literarios de Unamuno, con los restaurantes cerrados escritos
con sus nombres a la espera del turista, con una casa de antigüedades que ofrece
sus enseres hoy a nadie, con sus gentes entradas en años apoyados en sus bastones
recibiendo el sol, con estas calles estrechas entre pasadizos protegidos por
pilares de troncos de los castaños que dan lugar a su nombre, con su silencio y
mi silencio.
Plaza e iglesia de San Martín del Castañar. @cac. |
Esta zona del sur de Salamanca es para
caminarla con calma, para pensarla y sentirla y gozarla. No la siento, ni la
pienso ni la gozo como un turista sin más. La pienso y la siento y la gozo como
un viajero con prisa que quisiera ser caminante y dialogar con las gentes que
supieron mantener estos lugares, sufriendo en su economía diaria ante el
abandono y la emigración de muchos, hasta que llegaron mejores tiempos y
volvieron, de fuera y de adentro, gentes más pudientes que remozaron sus casas,
y otros que instalaron sus comercios hacia los visitantes, y algunos, con bríos
y aun riesgos, instalaron sus pequeñas industrias chacineras que son las que en
estos días tienen más actividad, empaquetando sus embutidos y jamones que
llegarán a lugares muy distintos y distantes, todos con el marchamo de sus calidades
ibéricas criadas en las dehesas del sur de Castilla.
Casa en Mogarraz. @cac. |
Vivirá plácida hasta San Antón. @cac. |
Aún así el pueblo es hermoso y desde un ventanal abierto al este en un hostal taurino toda la sierra de Béjar, ya nevada, se ve a lo lejos reluciente mientras recibe el sol de mediodía. Al salir, justo en medio de la plaza mayor, delante de puerta de la iglesia, una puerca ibérica, sí una puerca ibérica, yace tendida, despatarrada, dormida recibiendo los rayos del sol. Ni se inmuta con nuestra presencia. Es la reina del lugar durante toda su vida. Irá engordando, libre por todo el pueblo, hasta que por San Antón, a mediados de enero, le llegue su San Martín. En este hostal taurino nos ofrecen números para la rifa de ese día.
Vivirá plácida hasta San Antón. @cac. |
De cualquier forma el pueblo más conocido
de la zona sigue siendo La Alberca, con su plaza mayor porticada, con su
templete de columnas en el centro, con sus calles estrechas que se llegan hasta ella o de ella surgen, con su
ayuntamiento que aún conserva fuertes rejas en donde se lee en una que allí fue “cárcel pública”. Es
sin lugar a dudas pueblo hermoso, pero no puede ser aislado de todos los de
esta zona del Castañar, tan hermosos. La fortuna para ser visitado hoy radica
en que no hay turistas y, aunque se mantienen más comercios abiertos que en
otros lugares, puedo pasear entre sus calles y hasta observar el encofrado de
una casa cortada en sus paredes donde los desvanes viejos aún mantienen ruecas
de antaño, y a una niña que hace sus deberes sobre una mesa camilla mientras su
padre atiende la venta de alguna quesada y, a la entrada del lugar, o a la
salida hacia la Peña de Francia, según se mire, una mujer ataviada con sayas,
mantilla y pañuelo de antaño, toma el autobús hacia Salamanca portando un
capazo hecho con tiras finas de castaño. Lástima no haber podido pedirle
permiso para fotografiarla.
Un treintañero aguanta en una esquina de la
plaza ofreciendo sus turrones artesanos hechos por su madre. Hoy la venta está
floja y le compro una tableta para tomar luego el camino hacia la Peña de Francia.
La tarde es espléndida, el cielo está claro y el sol reluce ya hacia poniente,
no sopla el viento ni siquiera cuando estoy arriba. Me hubiera gustado tener
tiempo y a lo largo del día ascender por los senderos marcados hasta el
santuario. Llego a través de las curvas de la carretera que se enroscan en
torno a la peña. Un par de moteros portugueses con sus melenas y bigotazos
ponen en marcha sus máquinas y ya nos quedamos solos Encarna y yo. Todo el
santuario es nuestro en este día hermoso. Sólo tenemos la compañía de varios
grupos de cabras montesas que ramonean en torno a la iglesia y a la hospedería
que regentan los dominicos. Ni una gota de nieve, todos los pastos para estos
abultados rebaños dominados por las hembras. Los machos, con sus astas fuertes
y retorcidas, levantan sus hocicos por ver de cubrir a la manada. Estamos en
los momentos del apareamiento.
Machos de capra hispánica en la Peña de Francia. @cac. |
Manada de cabras hispánicas la Peña de Francia.@cac. |
Cuando llegue la primavera, ya por mayo vencido,
nuevos retoños seguirán por estos montes, teniendo el privilegio sin saberlo de
contemplar todos los pueblos allá abajo rodeando esta Peña que llaman de
Francia, los pueblos y las gentes que han sabido guardar sus esencias,
protegiendo la naturaleza que les ha dado la vida y el trabajo en forma de
oficios que son carpinteros, albañiles, comerciantes de tiendas ofrecidas al
viajero, caminante o turista, o guardadores del bosque en donde se nutren
animales que sustentan a las personas, por entre los ríos y regatos que van a
buscar sus remansos. Es la naturaleza respetada y protegida la que puede salvar
a las gentes una y otra vez. Como siempre.
Desde las almenas que rodean la
plaza que da entrada a la iglesia del monasterio tengo al Este la Sierra de
Béjar con sus cumbres nevadas, al Sur Las Batuecas en el límite con Las Hurdes,
al Oeste la Sierra de la Estrela ya en Portugal y hacia el Norte el campo que
me lleva hasta Salamanca, la ciudad de los saberes a donde siempre vuelvo por
acariciar sus piedras, por recorrer sus calles, por escuchar la lenguas
habladas en su plaza mayor, por escrutar en sus archivos, por subir a sus altas
torres, por entrar en Anaya y hablar en silencio con Don Miguel luego, bajando
por la Clerecía, hasta el convento de las Claras, donde el rostro afilado de
Unamuno esculpido por Pablo Serrano, mira la propia casa que habitó y en que murió
aquel último día de 1.936. “Venceréis pero no convenceréis” había dicho.
Atardecer sobre la Sierra de Béjar desde la Peña de Francia.@cac |
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