sábado, 9 de mayo de 2015

La escuela franquista



           

 Notas a vuelapluma después de visitar la exposición “Cuarenta años con Franco”

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Esta escuela aún tenía armario. La mía tampoco. @cac.


                                  La escuela franquista


   A mi generación la atravesó desde el primer día.

En ella juntamos las primeras letras. En aulas como la de la fotografía y, sin dudas, mucho peores, aprendimos a sumar, a restar, a multiplicar, a dividir, y cuando ya nos pasaba el maestro a problemas nos echaban el zurrón al hombro y, con el hatajo de las ovejas vacías de preñez, subíamos al monte en primavera y recogíamos las patatas en los otoños. Y ya se acabaron las cuentas en la pizarra mal pintada sobre el aljez de las paredes, y los fríos del invierno junto a la estufa dándole y dándole al ábaco y los cantos helado cara al sol con el brazo levantado a la romana. Y luego, mientras nos salían los sabañones con los hielos, nos acordábamos de la primera cartilla donde aprendimos a leer, y del Catón que sabíamos de memoria, y algunos hasta leyeron “El libro de España” y recordaban las últimas lecciones de la Historia Sagrada y de las gestas del Cid y del Generalísimo de todos los ejércitos y salvador de la patria que se llamaba Francisco Franco Bahamonde.
   El mismo que nos miraba todos los días junto al mártir de la Cruzada de Liberación Nacional del que sabíamos vida y milagros, aquel José Antonio Primo de Ribera y Sáenz de Heredia. Y entre los dos el Cristo crucificado que tapaba sus vergüenzas con una sábana.
  Eran tiempos del final del racionamiento y del comienzo de la emigración a las ciudades desde el medio rural que nuestros padres avistaban sin futuro. Llegamos entonces a las ciudades a vivir en chabolas o en pisos alquilados y realquilados con derecho a cocina y sin baño. Y con suerte asistimos a la sección de pobres de algún colegio religioso donde con misa diaria, doble sesión los domingos y bendición por la tarde, tuvimos acceso al cine gratuito.
   Así aprendimos y nos hicimos bachilleres. Y con aún  diecisiete años tuvimos un título de Maestro del llamado plan de 1950. Y no sabíamos nada. Nada de nada. La misma validez tuvieron materias llamadas Matemáticas, Psicología Lógica y Ética, Geografía, Historia Universal y de España, Formación del Espíritu Nacional, Educación Física o Religión. Y al final de curso, en Literatura, cuando alcanzábamos la Generación del 98 nos decían que Baroja no había que estudiarlo porque era ateo.
 ¡Qué manuales aquellos! ¡Qué bien dijo Don Julio Caro Baroja que más que manuales eran pedales!
    Y con aquellos pedales movimos la bicicleta de nuestras vidas. Y reprodujimos sin darnos cuenta lo que habíamos aprendido sin saber. Hasta que comenzamos a pensar por nosotros mismos mientras nos querían hacer celebrar fragarosos los veinticinco años que llamaron de Paz. ¿De qué paz? Y nos tuvimos que espabilar para poder acceder a unos estudios universitarios hasta entonces vedados a clases sociales menos pudientes. Y después de aquel mayo francés, ya en 1968, cuando al poco llegó la Revolución de los claveles portuguesa, ya éramos algunos profesores en la misma Escuela del Magisterio donde recibimos un título sin más. Y la Dirección nos prohibía reuniones de tres colegas porque más de dos era reunión ilegal. Y luego, cuando dejamos de ser Profesores No Numerarios (Penenes nos llamaban) y pasamos a ser Numerarios, en los Institutos éramos denunciados por padres que habían marchado a defender no sé qué en la División azul, porque leíamos textos en clase de gente que se llamaba Sender, Lorca, Alberti o Miguel Hernández y aquello sólo lo podía hacer “ese rojo de mierda profesor de Literatura”
    Y cuando fuimos a otra ciudad, y ya el que siempre estuvo al frente de los intereses patrios bien grabados en las monedas llamadas pesetas, aquel Caudillo de España por la gracia de Dios, quedó cubierto por una piedra de granito en su valle, seguían las aulas presididas por el agonizante Cristo y los retratos del de la camisa azul, con su escudo rojo de tentacular araña y del de bigote astifino que nos seguía vigilando.
   En Institutos de esta augusta Zaragoza nos las teníamos tiesas con Inspectores de Educación que impedían dirigir los centros a aquellos catalogados de rojos todavía en los años ochenta del siglo pasado. Y hasta cuando se quiso poner nombre a los Institutos de nueva creación, llamados mixtos, instalados en viejos edificios destartalados adueñados por las ratas, los Fernández Aguilar y Rocatallada de turno pedían un informe y una semblanza de aquel, quién era, que se llamaba Luis Buñuel. Y en el Servet seguían las chicas con las chicas y en el Goya los chicos con los chicos, pasados ya los ochenta. Y el Instituto de Teruel seguía llamándose José Ibáñez Martín, el Ministro casi eterno del franquismo, el gran Inquisidor de la Depuración de todos los docentes desde 1939. Y así se llamó hasta el año 2007. Cuando se fueron los cristos y los retratos quedó su estela blanquecina estelada sobre la sucia pared, cuando la capilla del último Orona o Enguídanos se convirtió en sala de exposiciones y la placa de la inauguración con el nombre del generalísimo, a la vuelta de unas Pascuas, quedó para siempre cara a la pared umbría del jardín.
  El santo laico Sanz del Río y la Institución Libre de Enseñanza seguían siendo el apocalipsis vivo de la encarnación diabólica. Y en todos estos años la rémora, el miedo, el gran calado sociológico franquista, el no pensar, el reaccionarismo sin más, los colegas que miraban a otro sitio, la comodidad del puesto de trabajo fijo, el dame pan y dime tonto, las mamás y los papás que se escandalizaban con algunas páginas que leían sus hijos tomadas de La Regenta, el Quijote, La Celestina o el Pichula Cuéllar vargallosino, junto al examen de acceso universitario llamado de Selectividad, dejaban un poso triste, dolorido a algunos maestros y profesores que tuvieron que hacer su camino del desierto con el obligado brazo en alto saludando al frío del sol hasta la libertad que ofrecieron a sus alumnos a través de lecturas.
   Algunos alumnos, ahora adultos, recuerdan a sus ya viejos profesores y hasta les agradecen sus timideces, sus temores, sus silencios, sus valentías en las aulas, la búsqueda de alguna verdad por sí mismos, y su deseo de libertad.

El gran depurador del profesorado José Ibáñez Martín nació, casualmente, en Valbona (Teruel)



   

1 comentario:

  1. Cambia el nombre de los pueblos , pero el escenario es el mismo y los recuerdos similares. Este verano , vamos a reunirnos en Perales el día 1 de agosto los nacidos en el 55 para recorrer mentalmente las calles, las eras y los huertos. Por supuesto que la primera visita será a la escuela. Mi primera escuela fue antes una paridera, la paridera del “ tio” Lamberto. Nos llevaron allí porque iban a demoler el ayuntamiento que a su vez era también escuela porque el caritativo Caudillo de España había adoptado a Perales e iba a reconstruir todo lo que destruyó. Regiones devastadas se llamaba el programa. Era un paridera paridera situada en medio del pueblo. Tenía un corral inmenso, conejares done la maestra criaba conejos. Las escuelas era un edificio rectangular que ocupaban las plantas bajas y encima había dos graneros en los que criábamos pollos para una empresa de Zaragoza , Pigasa, a cambio de nada, pero con nuestro esfurzo patriótico contribuíamos a paliar el hambre de este pueblo que parece que quería olvidarse del hambre y de los piojos de los 40. Del cagadero, mejor no contar historia, sólo te digo que estaba en el mismo corral donde jugábamos. Sobre los libros te diré que tengo una colección de ellos porque los maestros de mi pueblo, hace como 10 años, los tiraron a la papelera que hay en el frontón. Yo los recogí y al verme que los recogía me dijeron que si quería más dentro en la escuela había muchos. Entre y me los llevé todos, incluido algún Quijote.
    Un abrazo .Chema

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