miércoles, 9 de septiembre de 2015

Mi familia paterna



Familia Alonso Minguijón. Orrios, 1945.






El tiempo se detuvo cuando el fotógrafo ambulante y anónimo apretó la perilla de su cámara negra transportada y grabó para siempre la imagen de la familia.
Aquel verano de 1945 apareció por Orrios y fue dejando la imagen impresa de los grupos familiares que quisieron guardar las caras de sus gentes en un momento de aquella España, en blanco y negro, que vivía en la dureza de los años de plomo inmediatos a la posguerra fratricida.
Era el verano y acudió el alquimista de la magia instantánea por los días de las fiestas, aquellas de Santa Beatriz, recordada desde el púlpito por el mosén de turno, como siempre virgen y siempre mártir. Por eso las familias posaban con sus mejores galas. Iba el fotógrafo de casa en casa y les hacía posar con el fondo de una pared o de una puerta. La familia Alonso Minguijón lo hizo con la puerta del corral por la que entraba el carro y los animales de labranza. Aún hoy esa puerta resiste frente al paso de los tiempos y aún cierra el corral por el que todavía campan gallinas y una docena de ovejas.
Estas son mis gentes, mis abuelos, mis tíos paternos y mi padre.
El abuelo Mariano se había quitado la gorra que usaba todos los días mostrando la blancura de su frente desprotegida, junto a su rostro castigado por los soles del trabajo labriego y pastoril de todos los días. El abuelo, del que tan sólo tengo media docena de recuerdos, no había podido acudir a la escuela nunca. Decía que no sabía leer, pero mi padre me contaba que lo corregía a él y a sus hermanos cuando deletreaban la cartilla de las primeras letras y el “Catón” donde se soltaban ya de carrerilla. Había ido y venido durante muchos años en los inviernos hasta “el reino”, como llamaba a las tierras secanas de Valencia y Castellón, en busca de los pastos que aquí no existían, castigados por las nieves y los hielos. Siempre traía algún recuerdo para sus hijos y recordaba con precisión las marcas precisas sobre las orejas de las ovejas de unos y otros pastores, y calculaba sin hacer ni siquiera un número las libras que pesaban una y otra suspendidas en la vieja romana, y los reales que podían valer en su venta o trueque por la sanmiguelada de septiembre en la feria de Cedrillas. Y casi no hablaba, silencioso como era.
La abuela Novata, siempre con sus manos dispuestas al trabajo, mira hacia la cámara sin olvidar quizá en ese momento a las dos hijas que había perdido siendo aún muy niñas y de las que se acordaba un día sin otro.
El hijo más pequeño, Gregorio, sonríe pícaro con su gorra encasquetada mientras se apoya en el hombro de su madre como le ha indicado el fotógrafo. Él fue quien heredó con el tiempo el apodo de “repoyo” con que se conoció a esta familia. Le vino dado porque su padre nació cuando ya casi nadie le esperaba, como un tardano pequeñajo que no alcanzaba ni a ser un poyo en el que apoyarse, tan chiquitín nació que se quedó en “repoyo”. Hoy está grabado ya para siempre, impreso en su lápida del cementerio el nombre que se llevó a la tumba, “El Repoyo”.
Mariano, el mocetón alto y rubio, dallero como ninguno, trabajador de tajos y destajos, fuerte y duro como las carrascas de estos lugares, volvió de su mili obligada tronzado para siempre. Ocultó a sus gentes, mientras pudo, que un experimento de armas químicas le quemó los pulmones para siempre y se fue quedando sin fuerzas. Cuando quiso poner remedio lo ingresaron en el hospital de Portaceli, junto a la cartuja de su nombre, en los pinares de Bétera y arrastró a su madre muerta de pena a la tumba. Al poco él también se fue con ella.
Juan, mi padre, con su camisa blanca arremangada y la corbata del día de su reciente boda, sonríe resignado el vaciado de su ojo derecho por causa de una infección cuando estalló la tralla en el aire por arrear a los mulos en labranza de un otoño estéril.  En los primeros años sesenta se marchó en busca de una vida mejor para sus hijos hasta Valencia. Después de dos años sólo consiguió llevar a su mujer y a sus hijos. Trabajó días y noches en una fábrica de sacos esparteros y con el tiempo acabó siendo escribiente, como él decía, en el Ayubtamiento de Valencia. Siempre tuvo el apoyo de su mujer, mi madre, quien fregaba arrodillada suelos de una casa y otra y, cuando volvía a la suya, cosía y cosía prendas de vestir en la economía sumergida que permitió a sus hijos acceder a los estudios a ella negados.
José, el único que queda en pie sobre la tierra hoy, con sus ochenta y seis años a cuestas, sigue un día y otro sacando esa docena de ovejas que aún conserva en ese mismo corral. Abre un día y otro esa puerta que  sirve de fondo fotográfico y es feliz en su bondad de siempre yendo y viniendo por los caminos de toda su vida, llevando a las rasas que se quedó cuando vendió el rebaño hace unos meses, diciéndonos a todos que no puede quedarse quieto y que no sabe caminar sin una oveja detrás.
Gracias al fotógrafo ambulante y anónimo los recuerdo para siempre.
        

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