Familia Alonso Minguijón. Orrios, 1945. |
El
tiempo se detuvo cuando el fotógrafo ambulante y anónimo apretó la perilla de
su cámara negra transportada y grabó para siempre la imagen de la familia.
Aquel
verano de 1945 apareció por Orrios y fue dejando la imagen impresa de los
grupos familiares que quisieron guardar las caras de sus gentes en un momento
de aquella España, en blanco y negro, que vivía en la dureza de los años de
plomo inmediatos a la posguerra fratricida.
Era
el verano y acudió el alquimista de la magia instantánea por los días de las
fiestas, aquellas de Santa Beatriz, recordada desde el púlpito por el mosén de
turno, como siempre virgen y siempre mártir. Por eso las familias posaban con
sus mejores galas. Iba el fotógrafo de casa en casa y les hacía posar con el
fondo de una pared o de una puerta. La familia Alonso Minguijón lo hizo con la
puerta del corral por la que entraba el carro y los animales de labranza. Aún
hoy esa puerta resiste frente al paso de los tiempos y aún cierra el corral por
el que todavía campan gallinas y una docena de ovejas.
Estas
son mis gentes, mis abuelos, mis tíos paternos y mi padre.
El
abuelo Mariano se había quitado la gorra que usaba todos los días mostrando la blancura
de su frente desprotegida, junto a su rostro castigado por los soles del
trabajo labriego y pastoril de todos los días. El abuelo, del que tan sólo
tengo media docena de recuerdos, no había podido acudir a la escuela nunca.
Decía que no sabía leer, pero mi padre me contaba que lo corregía a él y a sus
hermanos cuando deletreaban la cartilla de las primeras letras y el “Catón”
donde se soltaban ya de carrerilla. Había ido y venido durante muchos años en
los inviernos hasta “el reino”, como llamaba a las tierras secanas de Valencia
y Castellón, en busca de los pastos que aquí no existían, castigados por las
nieves y los hielos. Siempre traía algún recuerdo para sus hijos y recordaba
con precisión las marcas precisas sobre las orejas de las ovejas de unos y
otros pastores, y calculaba sin hacer ni siquiera un número las libras que
pesaban una y otra suspendidas en la vieja romana, y los reales que podían
valer en su venta o trueque por la sanmiguelada de septiembre en la feria de
Cedrillas. Y casi no hablaba, silencioso como era.
La
abuela Novata, siempre con sus manos dispuestas al trabajo, mira hacia la
cámara sin olvidar quizá en ese momento a las dos hijas que había perdido
siendo aún muy niñas y de las que se acordaba un día sin otro.
El
hijo más pequeño, Gregorio, sonríe pícaro con su gorra encasquetada mientras se
apoya en el hombro de su madre como le ha indicado el fotógrafo. Él fue quien
heredó con el tiempo el apodo de “repoyo” con que se conoció a esta familia. Le
vino dado porque su padre nació cuando ya casi nadie le esperaba, como un
tardano pequeñajo que no alcanzaba ni a ser un poyo en el que apoyarse, tan
chiquitín nació que se quedó en “repoyo”. Hoy está grabado ya para siempre,
impreso en su lápida del cementerio el nombre que se llevó a la tumba, “El
Repoyo”.
Mariano,
el mocetón alto y rubio, dallero como ninguno, trabajador de tajos y destajos,
fuerte y duro como las carrascas de estos lugares, volvió de su mili obligada
tronzado para siempre. Ocultó a sus gentes, mientras pudo, que un experimento
de armas químicas le quemó los pulmones para siempre y se fue quedando sin
fuerzas. Cuando quiso poner remedio lo ingresaron en el hospital de Portaceli,
junto a la cartuja de su nombre, en los pinares de Bétera y arrastró a su madre
muerta de pena a la tumba. Al poco él también se fue con ella.
Juan,
mi padre, con su camisa blanca arremangada y la corbata del día de su reciente
boda, sonríe resignado el vaciado de su ojo derecho por causa de una infección
cuando estalló la tralla en el aire por arrear a los mulos en labranza de un
otoño estéril. En los primeros años
sesenta se marchó en busca de una vida mejor para sus hijos hasta Valencia.
Después de dos años sólo consiguió llevar a su mujer y a sus hijos. Trabajó
días y noches en una fábrica de sacos esparteros y con el tiempo acabó siendo
escribiente, como él decía, en el Ayubtamiento de Valencia. Siempre tuvo el
apoyo de su mujer, mi madre, quien fregaba arrodillada suelos de una casa y otra
y, cuando volvía a la suya, cosía y cosía prendas de vestir en la economía
sumergida que permitió a sus hijos acceder a los estudios a ella negados.
José,
el único que queda en pie sobre la tierra hoy, con sus ochenta y seis años a
cuestas, sigue un día y otro sacando esa docena de ovejas que aún conserva en
ese mismo corral. Abre un día y otro esa puerta que sirve de fondo fotográfico y es feliz en su
bondad de siempre yendo y viniendo por los caminos de toda su vida, llevando a
las rasas que se quedó cuando vendió el rebaño hace unos meses, diciéndonos a
todos que no puede quedarse quieto y que no sabe caminar sin una oveja detrás.
Gracias
al fotógrafo ambulante y anónimo los recuerdo para siempre.
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