El agua alcanzó casi dos metros. Patio interior. Calle Milagrosa 22. Alboraya.@cac. |
En ocasiones aparecen momentos que son
instantáneas retratadas de tiempos recordados por la memoria selectiva.
Así
me ocurrió hace unos días ante una señal encontrada en un patio interior de una
vivienda situada en el centro de Alaboraya, al lado del Ayuntamiento, en la
calle de la Milagrosa.
La
madrugada de aquel 14 de octubre de 1957 sorprendió a las gentes de este pueblo
de la huerta valenciana, como de la misma forma atrapó a la ciudad entera de
Valencia, anegada, embarrada y hasta sepultada por las aguas desbordadas del
Turia.
Una
nube plomiza, negra como la misma noche que la envolvía, descargó con su furia
huracanada sobre la sierra Calderona. Los barrancos arramblados en las
poblaciones de Liria, Bétera, Náquera y Serra se juntaron revueltos,
descontrolados, donde el Turia se encauza en Ribarroja y ya, desde allí,
enloquecidas las aguas arrastraron todo lo que encontraban a su paso. El lecho
encauzado por barbacanas pétreas protectoras fue desbordado cuando aún no había
llegado la amanecida. Los barrios de Mislata, del Carmen, de la barriada de
Sagunto, de la Alameda, quedaron anegados por las aguas y los lodos
asfixiantes. La gente no tuvo tiempo ni para salir de sus casas, quedó muerta
entre las paredes humildes de sus viviendas o fue llevada pareja con los
muebles a la deriva hacia la desembocadura del río sobre el puerto, en un naufragio
de objetos y animales depositados desde la Malvarrosa y los poblados marítimos
hasta el Saler y la Albufera.
El
barranco que no desagua sobre el Turia, el Carraixet, inundó Almácera, Meliana,
Tabernes Blanques y Alboraya, así como toda su feraz huerta situada como mano
abierta extendida a la misma altura que el mar.
Es
aquí, en este patio interior de esta casa que aún mantiene la antigua
disposición con espacio para los carros y aperos de labranza, donde he
encontrado la inscripción sobre un mosaico vidriado.
Han
pasado cincuenta y ocho años, que son muchos, pero la memoria selectiva me ha
llevado hasta aquellos once años que yo tenía cuando la viví.
No
acudimos a la escuela aquella mañana del 14 de octubre de 1957. En nuestra
calle del barrio Torrefiel, aún no asfaltada, estábamos acostumbrados a los
charcos y a los barros en cuanto caían cuatro gotas, y las estrechas y
maltrechas aceras no nos libraban de la mojadina.
Corrían
de amanecida las voces, los lamentos y los llantos. Teníamos el agua a
trescientos metros, la calle de Sagunto estaba inundada, el agua se había llevado
por delante puertas, mesas y sillas y había dejado hasta en sus camas a gentes
dormidas para siempre ahogadas por el barro. Justo al final de la calle de
Sagunto, en la confluencia con el camino de Tránsitos limitado por los carriles
de hierro por donde volteaban las ruedas de los carros, donde comenzaba la
salida de la ciudad, junto al fielato de los pagos impuestos a los productos
que los labradores llevaban a diario hasta el mercado, se encontraba el colegio
de los Salesianos, donde yo había comenzado hacía un mes los estudios de
segundo de bachillerato.
Estuvimos
un mes sin clases y mientras tanto, entre lamentos y respiros porque en nuestro
barrio, en nuestra casa, no habíamos tenido ninguna desgracia personal, hicimos
colas para cargar el agua con olor a gasolina que nos habían traído en cubas
del ejército, o para recoger el pan que también nos suministraban, y veíamos
pasar de un lado a otro los helicópteros del ejército americano que no
acertábamos a saber de dónde habían salido, y caminábamos hasta las torres de los
Serrano entre los lodos acumulados por donde se había abierto un camino por el
que tan sólo circulaban los tranvías 6 y 16, encajonados entre el barro, y nos
llegábamos hasta la calle de las Barcas con el teatro Principal inundado y los
bajos del Banco de España entre el olor de los documentos de papel fermentado
que duró unos cuantos años.
Así
estuvimos un mes hasta que pusieron en funcionamiento un viejo pozo perforado
en un rincón del patio de recreo y, allí, aunque nos decían que tuviéramos
cuidado con el agua y que no gastásemos mucha, nos saciábamos con los juegos
como niños indefensos e ignorantes ante las desgracias familiares de la ciudad.
Luego
supimos del plan Sur, de los 25 céntimos supletorios en el franqueo de la correspondencia
postal, del aprovechamiento de los espabilados de siempre en la construcción
ladrillera, de los archivos perdidos, de la gente que se quedó escombrada para
siempre.
Con el tiempo el río fue desviado, el
cauce se convirtió en largo paseo arbolado y zonas deportivas y hasta surgió una
ciudad nueva de arquitectura e ingeniería calatrava en el estallido de los últimos
años de un franquismo que dio paso a la llegada democrática.
Aquellos
años se llevaron consigo edificios y archivos vivos en la arramblada del dinero
fácil del corta y pega , y hasta se quiso llevar el cauce con el barro, ahora
cocido, del ladrillo acumulado en la avaricia lujuriosa del tira palante que
aquí todos roban.
Menos
mal que en algunos lugares retornaron las buganvillas y los jazmines de
sabrosos olores junto a la señal de más de dos metros de alta donde se lee “hasta
aquí llegó la riada”.
La buganvilla y el jazmín en el patio inundado en 1957. @cac. |
El teatro Principal y el Banco de Valencia inundados. Calle de las Barcas. 1957 |
El Banco de Valencia, 58 años después. 2015. @cac. |
Sellos emitidos con motivo de la riada de 1957. Uso obligatorio en la correspondencia postal. |
Calle de Sagunto. 14 octubre 1957. |
Calle de Sagundo. ¡A ver si salvamos algo! Octubre 1957 |
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