Cuando
entonces el niño tenía siete años. Debía haber llegado ya la primavera. El
fotógrafo ambulante cargado con su armatoste y su caja negra había llegado andando
por los terreros entre un lugar y otro. Cada día en un sitio. De una escuela a
otra. Retrataba con su foto fija a todos y cada uno de los zagales de la
escuela. Las aulas de aquella escuela única y unitaria siempre estaban llenas a
rebosar, cuando entonces.
Pupitres de a dos, pizarras de yeso pintadas
de negro sobre las paredes, el ábaco en un rincón, el cristo y las imágenes de los
dioses guerreros a su lado presidiendo la mesa del maestro donde nos
acercábamos a juntar las letras y luego a leer en el Catón.
Sobre
esa mesa, en el mismo sillón que ocupaba el señor maestro se iban sentando uno
a uno los alumnos. Foto fija y caras diferentes.
El
niño que aparece en esta tiene siete años. Le han dicho que tome con sus dedos
una hoja del libro que allí tiene, que mire hacia la cámara, que se esté quieto
hasta que el fotógrafo ambulante saque su cabeza del lienzo que cubre aquella
caja negra.
El
niño viste un jersey tejido por su madre, tiene los ojos abiertos hacia la vida
y la señal marcada de algún golpe recibido a causa de los juegos escolares.
El
niño tiene una expresión feliz en su cara. Su vida se limita a acudir a la
escuela, a llevar el cepurro de leña todos los días para poder calentarse en la
estufa, a leer junto al maestro, a hacer las cuentas sobre la pizarra ayudado
por los compañeros más mayores, a jugar en la lonja que está debajo del aula
con una pelota que le ha hecho su padre con la lana hilvanada por su abuela en
la vieja rueca, a construir carros con una vieja lata de sardinas tirados con
una cuerda, a asomarse por el camino junto al río por ver cómo se esconden los cangrejos,
a malear la arcilla que extrae entre las vetas de las piedras húmedas, a
caminar por aquí y por allá, a aprender la vida mientras sus mayores van y
vienen con los mulos, con los arados, con las azadas dándole a lo que surge
todos los días en jornadas que nunca se acaban.
El
niño de cuando entonces es ya hoy un setentón. Le ha dado la vuelta a la
fotografía y ha encontrado al dorso una indicación que dice “10 pesetas”. Es el
precio que debió pagar su familia por ella. Ignora quién lo hizo. Quizás su
madre o su abuela vendieron alguna gallina o alguna docena de huevos y la
pudieron comprar.
El
niño de cuando entonces ha regresado al lugar de su infancia en la escuela,
lleva consigo los costurones con que le sacudió la vida.
El
niño de cuando entonces camina hoy por la ribera del mismo río, recorre sus
caminos de origen de nuevo con aquellos juegos, entre los colores de los
árboles en otoño reflejados en las aguas remansadas sobre el azud de siempre.
Contempla la caliza piedra que preside el mismo lugar de antaño donde se ha
posado una paloma como un símbolo, con los mismos ojos de siempre abiertos
hacia la vida, cuando entonces.
El precio: diez pesetas. De cuando entonces. @cac. |
El azud. @cac. |
La piedra llamada de Rodrigo. @cac |
Hoy, otro niño, el mismo chopo de cuando entonces. @cac. |
Los mismos caminos que cuando entonces. @cac. |
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