Morenito de Colocay ... y su bultito.
Le llamábamos
Morenito, aunque sólo sabíamos del cuento Ximo de Fuentesaúco y yo.
Muy pronto le añadimos lo de Colocay
como recuerdo a un torero colombiano que andaba por entonces por las plazas
españolas. Y es que nuestro Morenito tenía un aire botarga que parecía fuera a
desfilar haciendo el paseíllo inicial en una corrida sin beneficencia.
En ocasiones, en las parrandas, junto
al Xiquet de Dolç, cantaba aquello de “y no nos hemos d´ir” como reminiscencia
resaquil de sus tiempos jóvenes. Jugaba al golf las tardes de los sábados
mamando gallo con los jovenzanos nuevos ricos instalados en los altos de las
yeserías de Paterna. Pero lo que dominaba era el juego del truc. Era el amo en
lo que él mismo vino en llamar jornadas culturales entre los alumnos. Montó una
parranda cultureta en la que invitó a todos los docentes de la zona del
valenciano apical. Siempre presumió del trofeo autoencargado que expuso en las
vitrinas de su casa.
Morento era un tipo que, a no ser por
su pelo lacio, pudiera estar sacado de la imagen física, con bucles
empavonados, eso sí, que le puso Federico a su Antoñito el Camborio, aunque sin
vara de mimbre.
Vestía con frecuencia unos pantalones
ajustados de color tabaco vivo que le marcaban sus finas nalgas y un, tan sólo,
paquetito en la entrepierna. Sabíamos siempre cuando llegaba porque arrastraba
los zapatos pegándolos al suelo. Tenía los pies planos y semejaba un tanto
garroso. Peinaba un tupé negro lamido que apretaba con gomina chulesca a la
manera de los pijaitos falangistas de antaño.
En ocasiones, cuando llegaba por las
tardes, saludaba al personal de conserjería tirándoles una tufarada de humo
mientras manoseaba un veguero que él siempre llamaba habano, comprado a un
amigo en la plaza de El Negrito con quien parrandeaba de cuando en cuando.
Entraba silbando una melodía que él decía sánscrita. Llegaba recién afeitado
expidiendo un aroma a colonia campera enredada entre su cara aceitunada mientras
acariciaba una coleta pilosa incipiente. Se deshacía entonces en saludos
repartidos con suaves apretones de mano para no dañarse el dedo anular donde
presumía un sello de oro que engarzaba, decía, un diamante.
En los inviernos tocaba su cabeza con
un sombrero de fieltro negro con el que trataba de imitar los gestos de Bogui
en la pantalla. Saludaba llevando los dedos de su mano derecha hasta el ala
sombreril y lanzaba el capelo hasta la percha de brazos ovalados enclaustrada
en un rincón. Cuando quedaba colgado a la primera intentona daba dos peinetas
en redondo sobre sus propios pies y gritaba “sí señor”.
Era profesor de lengua inglesa. Sólo
había puesto los pies en el Reino Unido quince días, los mismos que duró un
viaje de estudios cuando celebraron el paso del Ecuador. Jamás aludía a la vida
y costumbres británicas y nunca le escuchamos una conversación en inglés.
Había sido profesor en la escuela de
maestros de Ciudad Real después de camelarse a un experimentado cátedro. Tras
disfrazarse casi de lord y contar una historia trágica inventada el gerente de
aquella Institución le concedió una plaza de profesor contratado. Allí, a lo
tonto modorro, trató de escribir una tesis doctoral en la que mezclaba las
ideas de Shakespeare con los corrales comedias de la época de Lope, pero como
el asunto se complicaba y le exigieron redactarla en inglés se echó para atrás.
Acabó como profesor de esa lengua dando tumbos por distintos institutos del
territorio español.
Alguna mañana llegaba a clase vestido
con un terno al estilo del príncipe de Gales, un clavel en la solapa y el
inefable puro. Llegaba con los ojos desorbitados y enrojecidos por el sueño y
la resaca y un olor a ginebra que tumbaba. No se había acostado en toda la
noche y había estado de picos pardos alternando con un pederasta que hablaba de
los poetas hiperbóreos mientras le miraba de reojo y, si podía, le tocaba el
bultito que nuestro Morenito marcaba en la entrepierna.
El tal sarasa dio un día con sus huesos
en la cárcel, seis años después que un efebo encabronado por la ruindad del
joto lograse su proceso y condena, acusándolo de monto sadónico en un aventura
que mantuvieron en Menorca camuflados al cobijo de una tanca.
En Ciudad Real, mientras se inventaba
la bibliografí inexistente que recomendaba a sus alumnos, conoció a una
granadina que ejercía de profesora de Educación física. La andaluza tenía su
gracia y su genio. Y, como tiran más dos tetas que dos carretas, nuestro
Morenito diz que se enamoró de la prieta de ojos rasgados y, al año siguiente,
por los festivales de Cádiz se casó y solicitó traslado a Huelva, la ciudad de
los puertos putrefactos, y le perdimos la pista. Se figuró que aquello era el
puerto de Santa María y acabaron traicionándole los vientos tarifeños, por los
que no podía salir hasta el mar pues los vapores nauseabundos del astillero le
invadían de jamerda sus delicados pulmones.
Ya por entonces le molestaba el bultito
que tan coquetamente marcaba bajo su pantalón tabaco cuando estuvo entre
nosotros y que allí, en Huelva, seguía almidonando entre sonrisas azarosas de
sus alumnas.
Aunque aprendió a cantar algunos
fandangos y se apuntó a una escuela de sevillanas se fue dando cuenta de que
sus facultades fallaban y que su atildado bultito se le hacía miásmico. Después
le acudieron los vahídos y mareos. Pensó que era el abuso del tabaco. Consultó
con varios médicos y se hizo no sé cuántos análisis de sangre y otros tantos de
orina. Llevó un régimen de alimentación que se le hizo bien gravoso pues le
impedía hacer su ronda de finos en las tardes onubenses y le entró por fin una
tristeza que le condujo a encerrarse en casa.
Su mujer seguía como un capullo de
rosa. Lo miraba con todas las zalamerías que una mora del Albaicín sabe labrar
para alzar aquel bultito del que tanto alardeó nuestro amigo.
Por fin le dijeron que había que
extirpar aquel dicho bultito.
El agonías tuvo que esperar un par de
meses con una comezón que le puso malhumorado y pusilánime hasta que lo
llevaron al Piramidón madrileño. Él siempre quiso ocupar una suite en una
clínica privada pero la técnica quirúrgica aplicada sólo se practicaba en aquel
hospital.
Hasta allí se llegaron la prieta del
Albaicín y Morenito, ahora quebrado de color.
Cuando lo embocaron al quirófano,
aterrado por la pavura, dio en pensar que el ínclito bultito que había sido
barbilindo entre sus piernas le había trasteado en su faena final.
Aún le dio tiempo de alisarse el pelo
lacio abatido por los flancos, destituido ahora de la gomina que antaño lo
amarraba.
Su mujer se quedó en nada tras los
cristales del aséptico lugar. De sus lustrosos ojos morenos y albaicinescos
discurría una lágrima envuelta en rímel.
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