Copio
y comparto este texto del gran escritor Antonio Muñoz Molina
Defender la
cordura
Antonio
Muñoz Molina.7 OCT 2017 -
Nunca hemos vivido días así. Tenemos miedo a mirar las
noticias en el teléfono móvil y abrimos con alarma el correo electrónico.
Ponemos la radio con urgencia y con aprensión, con la certeza de que vamos a
recibir un sobresalto. Leemos artículos y escuchamos voces buscando
información, o algo de tranquilidad, o respiro, o esperanza, y rara vez
encontramos algo que no sea desolador, o alarmante, o fatigoso de tan repetido.
Desde los tiempos de nuestra juventud no ha sido tan incierto el futuro
inmediato.
Nuestros hijos viven ahora en primera persona incertidumbres
semejantes a las que nosotros les hemos contado: cuando nuestra vida entera
dependía de lo que pasara o no pasara al día siguiente, esa misma noche, al
cabo de unas horas.
Vamos por una ciudad alemana soleada y festiva en la
mañana del domingo 1 de octubre y sacamos a cada momento el teléfono del
bolsillo, aquejados por una especie de enfermedad secreta que a nuestro
alrededor nadie comparte, que a nadie le importa. Las desgracias de otros son
imágenes rápidas y truculentas que se repiten en bucle en los canales
internacionales de noticias. Nos da miedo mirar las pantallas en los lugares
públicos, en los mostradores silenciosos del aeropuerto. Como en los peores
días de la amenaza golpista, o la del terrorismo, nos sabemos a merced de
fuerzas virulentas y sin ningún escrúpulo que aspiran a la irrupción de lo
peor, a la espoleta de lo irreparable y de lo irreversible. Estamos a merced de
la estupidez, del fanatismo, de la ceguera, del desbordamiento del odio, de las
consecuencias imprevisibles y casi siempre desastrosas de la frivolidad, la
tontería, del fervor de las ebriedades colectivas. Un puro golpe de azar,
alguien que pierda el control, un accidente, puede desatar el incendio en un
ambiente que se parece a lo que los químicos llaman, sin metáfora alguna, una
atmósfera explosiva. Lo más grave no son las palabras, ni las grandes visiones
panorámicas de multitudes con banderas, el espectáculo siempre alentador y
gratuito de los sueños, o los delirios. Lo grave es siempre el daño a las
personas concretas, a los más frágiles, a los que están solos o en minoría, los
que no tienen la culpa de nada. Lo más grave es cuando la ideología se
convierte en pretexto para la agresión contra el que no puede defenderse. Lo
concreto es lo único real. Las cosas no suceden: le suceden a alguien. No es
lícito apalear a una persona indefensa. Es una crueldad inmunda señalar a un
niño en una escuela enfrente de sus compañeros porque su padre es guardia
civil. No se puede acosar a un futbolista y pedir su expulsión y llamarlo
extranjero con una xenofobia cobarde y simétrica a los que gritan insultos
idénticos desde el otro lado, esgrimiendo banderas en apariencia hostiles entre
sí pero idénticas en su utilidad como armas arrojadizas.
Aquí solo ganan los pescadores en
río revuelto, los corruptos que se mimetizan en el barullo de las banderas,
Hay que parar. Es urgente una tregua. A cualquier
precio hay que recobrar la cordura, o al menos dejar en suspenso tanta
vehemencia.
No conozco a nadie razonable que no tenga miedo estos días, que no sienta
vértigo, abatimiento, amargura.
Solo a los
exaltados les complace esta escalada que no sabemos en qué concluirá si
seguimos así, pero que ya está dando sus resultados desastrosos. Las personas a
las que conozco y con las que hablo estos días tienen ideas y aspiraciones muy
distintas, y a veces en apariencia irreconciliables, pero están unidas,
estamos, por este común abatimiento que ya no es solo político, porque invade
hasta lo más recóndito de nuestras vidas privadas.
Era desolador ver a la gente que
aclamaba a los policías y guardias civiles que iban a viajar a Cataluña al
grito bárbaro de “¡A por ellos!”. Da miedo esa consigna gritada ahora en
Cataluña, “Las calles siempre serán nuestras”. Provoca el mismo escalofrío que
aquel exabrupto de Manuel Fraga cuando era ministro de Gobernación: “La calle
es mía”.
No soy equidistante. No es equidistancia reclamar que
las calles sean de todos. No lo es darse cuenta y advertir de que todos vamos a
salir perdiendo con este gran desgarro. Ya estamos perdiendo. Ya está cayendo
el valor de los ahorros en los bancos más sometidos a la incertidumbre. Ya se
han abierto heridas y se han agrandado sin necesidad zonas de fractura que
ahora son abismos y que habrían podido aliviarse con un poco de buen sentido y
buena voluntad. Aquí solo ganan los pescadores en río revuelto, los corruptos
que se mimetizan en el barullo de las banderas, los partidarios de sustituir el
sistema democrático por tiranías populistas, de ahogar las libertades
personales en el pantano de las unanimidades colectivas, los alentadores de una
vana intransigencia española que a estas alturas, aparte de dañina, es
ridícula, aunque acabe dando algunos votos.
Pero nada de esto es importante ahora mismo. Ahora lo
urgente, lo imprescindible, no es pertrecharse cada uno en sus convicciones,
por muy de sentido común que le parezcan, por muy cargado de razón que se crea.
A estas alturas lo más probable en esta confusión es que solo escuchemos ecos
de nuestras propias voces que nos confirmen inútilmente lo que ya pensábamos.
Lo urgente es establecer, improvisar, un espacio de concordia, por precario que
sea, empezando por el logro mínimo de esforzarse uno mismo en no decir nada o
hacer nada que pueda agravar el encono. Si algo hay de sobra son incendiarios
voluntariosos. Salvo los más cerriles o los más iluminados, todos sabemos, cada
uno en el grado distinto y legítimo de sus diferencias, que aquí no va a haber
una victoria que no sea una derrota común. Pueden cambiarse las leyes
políticas, pero no la ley de la gravedad. Puede cambiar el trazado de las
fronteras, pero no la geografía. Estamos tan cerca y estamos tan mezclados
desde hace tanto tiempo que hasta con la separación más belicosa no dejaremos
de estar juntos, de hacer negocios, de comprar y vender cosas, de tener amigos,
socios, lazos familiares. De modo que en algún momento, los que mandan, los que
nos han arrastrado hasta aquí, tendrán que sentarse y tendrán que alcanzar
acuerdos. Los alemanes y los franceses lo hicieron después de más de un siglo
de guerras cada vez más espantosas y así dieron origen a la Unión Europea que
ahora nos ampara a todos. Alfredo Pérez Rubalcaba publicó hace unos días en
estas páginas un artículo lleno de sensatez y claridad que es también una
propuesta práctica de concordia. Lo peor solo es inevitable cuando ya ha
sucedido. Y que nadie se engañe: lo peor para los unos no traerá lo mejor para
los otros. Hay veces que una calamidad común vuelve irrisorias las diferencias
al principio menores que la desataron. Después de cada desastre y cada horror
de la historia, las partes implicadas no tienen más remedio que sentarse
sombríamente a negociar. No entiendo cómo puede no ser preferible hacerlo antes
de que el desastre suceda.
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