Consiguieron
llegar.
Nacieron, abrieron los ojos y les
deslumbró un sol de fuego, mamaron hasta dejar en puro pellejo dolorido y
quebrado de arrugas las tetas de sus madres. Algunos atraparon los pezones
estirados de unas cabras tan famélicas como ellos.
En el trance de aquella niñez se
quedaron huérfanos de hermanos, de padres, de abuelos, arrastrados en los
clanes protectores de familias sin tierra, sin animales nutricios, sin agua.
Tan sólo hambre y muerte, hambre y muerte.
Sol
a dentelladas y, en otros lugares selva y aguaceros y fusiles y delirios de
alcohol y alucinógenos para escapar de la miseria en las explotaciones mineras,
donde ya de niños eran sumergidos como libres en sus caños de asfixia y de
muerte –siempre la muerte- para obtener unos gramos de oro, o unos diamantes
asesinos, o sulfatos o petróleos o volframios o plomos venenosos o coltán
vitriólico, siempre entre barro y muerte y muerte, con hambre y hambre, y
miseria y miseria cansada en las explotaciones negreras de blancos, y ellos negros negros
y moros moros sin esperanza.
Y dispuestos a morir, a intentar vivir muriendo.
Mujeres
y hombres, siempre jóvenes y niños. Y humillaciones violentas en las
violaciones de las hembras un día y otro, y otro y otro, castigadas y siempre
llenas de vida, llegando hacia el camino, un camino sin rumbo donde los
vientres parieron sin remedio.
Sed, hambre y muerte. Desde el
primer día, a pie, a rastras, en camiones abarrotados previo pago en especie de
braceros extenuados, en dineros obtenidos ni se sabe, en chantajes y muertes
mientras el sol del Sahel causa estragos y alimenta las negras arrugas del
desierto, las alimañas de hienas humanas agazapadas a la espera
después de meses y meses, y más meses, y un año y otro y otro.
Y, por fin, el Norte. Y más negreros
en el control y venta de viajes en cayucos condenados al fracaso. Y más muertes
aún, y el embarque desesperado y los vientres que se hinchan en la misma
barcaza antes del naufragio y el arribo a costas que dicen son la Europa
española, a las arenas que semejan colchones que amortiguan las heridas
infectadas de las afiladas cuchillas ceutís o melillenses, en el desesperado
intento roto una y otra vez, porque qué más da si entre la muerte y la vida no queda más una desesperación
en estos niños que no saben qué edad tienen, ni quiénes son, ni conocen las
fronteras que hace años trazaron los antecesores, blancos blancos, de estos que
hoy mismo les han escrito en la puerta de la que pudo haber sido su casa de
acogida MENAS,
NO
.
Allí mismo donde hubieran podido estar protegidos de aquellos mismos centros
convertidos, aun sin querer, en muros carcelarios separadores de las mujeres y
hombres, adultos y jóvenes, con los que quisieran integrarse, acudir a la
escuela y aprender a leer en una lengua que hubiera acabado siendo la suya. Y
vivir, convivir con los demás blancos, rubios, negros, mestizos de todas las
historias desconocidas de todos estos patrioteros de banderitas que saben
grabar con colores de fuego en este lugar que pudo ser su casa y que les dice
bien fuerte MENAS, FUERA.
Lanzo mi grito de dolor y de rabia
a cien metros de mi casa donde están grabadas estas palabras por manos
ejecutoras de cabezas descerebradas, pertrechadas para apalear a quienes
quieren ser como otros cualesquiera.
Estos españolitos o españolitas que
blanden banderas de bandos dicen que no
puede ser, se queden en su tierra, que les den por el culo, que se
jodan, coño, que a ver si se enteran de
una puta vez, estos putos negros y moros de mierda, que esto España y España es de los españoles.
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