lunes, 1 de febrero de 2021

Orrios. 1941. El cura Basilio, Marcelino el alcalde, el guardiacivil y Chirchala que pagó la multa.

 

Restos de la antigua iglesia de Orrios. foto cac.

 

Original en A.H.T.

Original en A.H.T.

 

            Cuando encontré el documento se me apareció Chirchala.

Doscientas cincuenta pesetas le sacudieron. Por bocón. Por rojo. Entonces entendí las llamas del fuego en el yugo y las flechas.

            Fue al poco de que nos hicieran subir bien de mañana hasta el alto de la carretera. Habíamos estado quince días antes dale que te pego con los papeles de los colores de la bandera. Y que si amarillo y que si gualda, igual da o no sé qué. Buscando mimbres para que hiciera de palo, asta le decían. Los hombres y los mozos cortaron ramas jóvenes de los chopos, las trenzaron y cubrieron con los sarmientos y flores del saúco. Cruzaron un arco de un lado al otro de la carretera allá arriba, por donde iba a pasar. Y le leyenda con letras grandes y negras FRANO, FRANCO, FRANCO.

            Casi un par de horas andando para allá arriba. Ya cansados de esperar, hacia el mediodía, cuatro motoristas pasaron tan veloces como permitían los baches salpicados de la zahorra que había puesto el tio caminero. Detrás un coche negro achaparrado y dos motoristas más. Nos dijeron de pronto que ya había pasado cuando bajamos los zagalotes corriendo por el sembrado. Y hala, enseguida hacia abajo y si te he visto no me acuerdo.

Cuando ya llegamos a la revuelta aguda del camino y ya se veía el pueblo fue Lorenzo quien dijo del fuego y de las llamas.

Lorenzo había ayudado a Marcelino a clavar el tronco con el yugo y las flechas bien pintadas de rojo sangrado. Marcelino era el alcalde recién nombrado y Lorenzo el destripaterrones sin tierra y con tanta hambre en su cuerpo como el que más. Los dos bajaban la camina azul aquel día planchada para festejar el paso de Su Excelencia el Generalísimo. Arrearon a correr y ya pasado el puente sobre el río vieron cómo ardía la madera en el ribazo de las tierras del marqués.

Lo recordé cuando encontré el documento. En el archivo de hechuras modernistas de la ciudad turbetana de los mansuetos.

Chirchala era el hermano pequeño de Marcelino. Le llamábamos Chirchala porque siempre, cuando comenzaba a hablar, soltaba un chischido gutural que se enredaba en su garganta, Tenía una voz cascada y aún más rota cuando cruzaba los charcos helados del camino junto al río y soltaba su hilera de copones, vírgenes santísimas y hostias como trallazos.

            Le gustaba el morapio y andaba siempre medio enfadado con su hermano, el alcalde Marcelino. Era el único hermano soltero de la familia Liasdau y estaba algo harto de trabajar sin jornal. Dos de sus hermanos ya se habían ido ni se sabe dónde. Uno hasta vendió los esquilos con su badajo de espinillo de los que presumía con su veintena de ovejas. El otro desapareció un día sin dejar rastro. Quedaron en el lugar Marcelino y Chirchala.

            El nombrado alcalde se había casado con una moza de Larroya alta y seca como una tabla que resultó ser machorra. Con ese mote se quedó para siempre. Marcelino y su Machorra esperaban que el Gobernador de turno les concediara una portería en una casa en Valencia donde ya se habían largado algunos. Clavó con la ayuda de Lorenzo el yugo y las flechas como le habían mandado y esperó con ese mérito el regalo de la portería.

            Todo se fue a cascala cuando los maderos ardieron como una enorme yesca encendida.

            Fue entonces cuando entendí la multa que avinagró a Chirchala. Allí tenía el documento. Doscientas cincuenta pesetas eran muchas pesetas de cuando entonces. Por lo que fuera soltó un par de hostias por su boca con el trago del morapio y el cante de las cuarenta en el guiñote. Y el gurdiacivil y el cura que estaba prohibido blasfemar y que si rojo y medio tartaja. Y denuncia al canto. Y al poco a su hermano, por falangista y soldado en el lado que tocaba, lo nombraron alcalde. Y el arco de triunfo victorioso con ramas de chopo y saúco y a la espera de la portería que con el tiempo nunca llegó.

            Así que Chirchala dijo que a cascala a Luco que dan reales y un currusclo, que aquello tenía que arder. Y ardió, ardió. Nadie dijo nunca quién encendió la pira. Chirchala bajaba con todos los hombres después de los vivas y arribas cuando ya el coche negro achaparrado de Franco había desaparecido.

Siguió hablando con sus chischidos cada vez más atorados. Desde aquel día Marcelino y Chirchala, cada día más tartaja y escocido con los cincuenta duros,  no se hablaron. Cuando la Machorra espichó Chirchala no fue al entierro.

           

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