martes, 2 de marzo de 2021

De cuando Íñigo me dijo que su padre tosía y tosía por las noches.

 

 

 

Original en ATJMZ

 

Original en ATJMZ.

 

      

  

 

 

        Me había dicho el verano pasado que un día volvería por hablar conmigo. Para que le contase de su padre. Que él me diría también.

            Llegó con una garrafa de aceite del Bajo Aragón y una botella de vino de un recio Cariñena.

Íñigo de acordaba de mí de cuando nos vimos en Zaragoza, de cuando habíamos tomado un café juntos al poco de que ambos arrumbáramos por allí.

            Apenas cumplió los dieciséis años Íñigo entró como pinche de cocina en el hotel Corona de Aragón. Ni se acordaba del número de las perolas que tuvo que fregar y rascar la grasa que dejaban los guisos  preparados para la gente que allí se hospedaba.

            Eran entonces los buenos tiempos del hotel cuando el jefe de cocina, José Dobón, aceptó, porque pudo, a unos cuantos jovenzanos de aquellos alrededores. Chavales de Villalba, Orrios, Escorihuela y Perales se hicieron hombres entre aquellos perolos y sofisticados guisos y se pudieron ganar la vida que no podían ofrecerles sus padres, atrapados aún en aquellos años finales de los sesenta del siglo pasado en lugares sin presente y aun sin futuro.

            Íñigo recordaba aquella tarde de nuestro encuentro. Yo tan sólo de otras tardes de un verano alfambrino sentados en el poyo de la puerta de los carros en la posada de la tia Amalia, donde distraíamos nuestros cuerpos adolescentes mientras veíamos descender de aquellos desvaídos y renqueantes autobuses a quienes se fueron a las ciudades y volvían para pasar los días de verano. Eran las primeras gentes de la primera hornada de los que habían marchado a las ciudades. Antes había llegado la peonada con sus zoquetas y corbellas alertadas para la siega de los trigales.

            Íñigo quería hablar de su padre. Y me trajo un papel arrugado que dijo que yo le había entregado el verano pasado. En él alguien había escrito con cuidada letra unas líneas a un juez para que le permitiera a quien aquello firmaba, que no era otro más que el padre de Íñigo, algún beneficio y así poder superar aquella tuberculosis que le habían traído sus años de cárcel.

            Íñigo conservaba aquel papel porque era el único que había visto referido a todos los años que había tenido que pasar antes de que él le conociera.

            Fue entonces cuando llegaron a mi memoria de nuevo las tardes del verano con los pantalones cortos zurcidos y las alpargatas llenas de agujeros y aquel temblor de sus manos y esas sus palabras renqueantes cuando comenzaba a hablar. Y aquel mote, Moñigo, escupido por algunos zagalotes que Íñigo aceptaba sin chistar.

            Eché mano de mis apeles mientras volvíamos a tomar muchos años después aquel café olvidado del que Íñigo tan bien recordaba.

            Su padre, Íñigo también, tenían entonces treinta y ocho años y ya llevaba seis sin salir de la cárcel, llevado de Teruel a San Miguel de los Reyes en Valencia y después en la de Torrero, en Zaragoza. Había sido condenado a muerte en diciembre de mil novecientos cuarenta y tres después de un proceso revolcado de aquí para allá mientras seguía preso. Íñigo no entendía muy bien aquello de “adhesión a la rebelión” y por qué lo de la “justicia al revés”.

Sentencia. Condenado a muerte.Original en ATJMZ.

 

            Íñigo sabía que cuando él nació y aun después su padre tenía que ir todos los meses a echar una firma en el Ayuntamiento porque seguía en lo que llamaban preso en libertad vigilada.

            Íñigo había nacido a finales de finales de mil novecientos cincuenta y recordaba a su padre muchas veces tosiendo y despertándose por la noche. Y sobre todo me recordó lo mal que lo pasaba él cuando veía por las calles del pueblo a la Estanquera y se escondía de ella desde el día que se enteró que, cuando llegaron su padre y su madre a Alfambra en abril de mil novecientos treinta y nueve, recién acabada la guerra y como evacuados que habían sido hasta Segorbe y otro lugares volvieron sin nada en las manos, cansados y con hambre y se encontraron con las ruinas de su casa desvalijada de lo poco que allí hubiera podido haber. Y comenzaron los insultos y que si rojos y que si ladrones. Y fue entonces cuando a su madre y a otras mujeres les cortaron el pelo las peinadas a rodillo capitaneadas por la Estanquera. La misma que cuando Íñigo comenzó a ir a la escuela le negaba el vaso de leche y la porción de queso que entregaba a los demás porque los hijos de rojos mejor que se murieran.

            Su padre no duró en casa más que aquel verano del treinta y nueve porque ya se encargó bien el guardia civil del tricornio ladeado de pedir informes a las gentes de Escorihuela en donde, con deficiente caligrafía, se decía que había sido alguacil cuando los rojos llegaron al lugar y que bien que se pegaba alguna comilona con algún cordero, dicen que robado a alguno que por entonces fue fusilado, en los mismos días en que unos milicianos se llevaron por delante también a una docena de alfambrinos tirados por caminos y barrancos.

            Sí, Íñigo padre, como otros muchos que trataban de calmar su hambre en aquel verano del treinta y seis, se enrolaba como agostero en las siega de los centenos después de haber pasado la primavera entrecavando las remolachas de los dueños de las tierras y en los otoños fríos subía hasta la sierra para cortar la leña del Rebollar, a la espera que alguno le diera por levantar una corraliza para las ovejas y, entonces, amasar el pesado barro mezclado con paja y cascajo para armar el tapial.

            En su casa nunca hubo ni un macho ni un carro, ni siquiera una burra para cargar los fajos de avenas silvestres y mielgas lechecinas crecidas en los ribazos que llevaba a sus espaldas para que pudieran comer algo las gallinas y los conejos y aún algún año el puerco que habían comprado después del destete.

            A Íñigo padre nada le valió y ya en julio de mil novecientos treinta y nueve un tribunal, en un juicio de aquellos que llamaban sumarísimos, le condenó a un año de cárcel por aquello de haber sido alguacil con alcalde monárquico y con   los mismos cuando llegaron los milicianos. Y sin salir de la cárcel estuvo porque otro juicio más sumarísimo aún se lo llevó por delante junto a otros que cayeron de aquí por allá cuano los papeles se revolvían y los barrullos se anudaban. Y así hasta casi el momento en que nació su hijo.

Todos los meses a dirmar en el Ayuntamiento. Libertad vigilada. Original en Archivo municipal de Alfambra.

 

            Porque en octubre de mil novecientos treinta y nueve y después de una buena somanta de palos recibidos en los calabozos tuvo que declarar que había sido aguacil de Escorihuela, que perteneció a la U.G.T, que no votó a nadie n las elecciones de mil novecientos treinta y seis, que había servido cuando se lo llevaron voluntario a la fuerza en la ochenta y cuatro brigada mixta en el sector del Muletón, que fue herido en su dedo índice la primera noche de servicio y pasó todo el tiempo como ranchero, que no había tomado parte en las requisas y saqueos de que le acusaban, que conocía a otros de los que le citaban los repartidores de estacazos y que luego serían condenados con él por la muerte de un tal Victorino el mismo día en que andaba de comilona con la oveja que decían había robado.

            Fue llevado de un lado a otro entre calabozos y lugares carcelarios y el hambre, los piojos y la miseria de él y de tantos le condujo a una tuberculosis certificada por los médicos de la  prisión, que no sirvió siquiera para que le atenuasen la estancia en algún hospital cuando ya andaba el año cuarenta y uno y ya sus pulmones se ahogaban.

            Todo enredado por una sentencia en que fue condenado a la pena de muerte conmutada por la inferior grado por un delito de rebelión militar porque hizo guardias y requisas, intervino en la detención del señor Maicas, el que fue puesto en libertad a las pocas horas, el mismo día del asesinato de Victorino a quien delató ante un teniente rojo.

Acusación. Original en ATJMZ.

 

            Íñigo apareció de nuevo por Alfambra a finales de mil novecientos cuarenta y siete cundo, como a muchos de los hacinados en san Miguel de los Reyes les llegó un indulto. Fue caminado desde allí porque no tenía un real en los bolsillos y sin fuerzas, con sus toses cuestas, las mismas que le acompañaron en las noches y noches que recordaba su hijo.

            Su indulto decía que terminaría de cumplir su sentencia el ocho de septiembre de mil novecientos sesenta y nueve. Por eso todos los meses tenía que pasar por el Ayuntamiento por lo de la firma. Por eso recordaba su hijo aquellas humillaciones de la Estanquera, por  eso aquellas alpargatas con agujeros por donde asomaban los dedos, por eso aquellos guantazos que le sacudía el mosén de entonces porque no se aprendía la doctrina del catecismo cuando se le obligó a recibir la comunión en el banco de la última fila, por eso ese tartamudeo de entonces y de ahora que aún mantiene y que fue su identidad desde que nos volvimos a encontrar y recordamos el lejano café mientras era pinche y luego ayudante en la cocina del hotel  Corona de Aragón, hasta el día en que se incendió aquella cocina y el hotel cerró sus puertas. Y entonces Íñigo se llegó hasta las costas levantinas donde ya puso sus saberes en restaurantes y hoteles y con el tiempo recaló en Benidorm donde su bien hacer fue reconocido y hasta bien pagado, para así criar a su familia, poseer una vivienda espaciosa y con árboles como ahora me dice en esta tarde, cobijados por la sombra del manzano que le recuerda los suyos allá en la costa donde ya jubilado puede conseguir este aceite y este vino con que quiere compartir los documentos que le entrego referidos a los procesos y condenas de su padre y que llevará a sus hijos para que conozcan a quien fue su abuelo.

Libereación definitiva en 1967. Original en AJTMZ.

 

 

 

           

1 comentario:

  1. Gracias por traer esta historia, muy similar a la de tantos españoles a los que troncharon sus vidas.

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