lunes, 11 de diciembre de 2023

De cuando Moñigo volvió a El Alcamín.

 




  Era cuando nació mi hermana y va y me lo condenan a muerte ya bien entrado el año siguiente. Como no cabían tantos presos en las cárceles se inventaron un decreto y lo soltaron antes de que llegara el enterado aquel de los fusilamientos. Pero bueno, no lo mataron. Sólo que de cuando en cuando mi madre lo podía ir a ver allá en Torrero. Cuatro años después lo soltaron y cuando llegó aquí tenía que ir todas las semanas a poner la huella en el Ayuntamiento. Y, eso sí, tose y tose y arrastrao todos los días recogiendo berzas y girasoles terreros entre los rastrojos. Y menos mal que estos Reclusos tenían muchos corderos y le dejaron a él, a mi madre y a hermana en el caseto de la masada de Arriba para que los cuidara.
            Y al poco, un día nos lo encontramos tieso en el pajar, justo encima de la corraliza, entre los bálagos de la pajera. Tieso y bien tieso.
           Moñigo se convirtió en el capacico de las hostias el último año en que estuvimos en El Alcamín. A finales de septiembre se fue de aquí porque no sé quién se lo llevó para que entrara como pinche en la cocina de un hotel que tenía que estar a punto para las fiestas del Pilar. Recién cumplidos los dieciséis años porque si no los tenía no podía enganchar en el trabajo. Un par de años después volvió por aquí una semana, la primera y la única que había tenido de vacaciones desde que se fuera. No sé si antes estuvo por las navidades, no lo sé.
            Casi todo le daba igual porque aquí no tenía más que miseria y miseria. Me lo contó una tarde de aquellas de las fiestas cuando a ninguno de los dos nos apetecía estar allí viendo cómo los mozos presumían de cuatro tragos y los más espabilados trataban de encandilar a las mozas pidiéndoles el baile que iban a interpretar el acordeonista y quien le daba al tambor, los dos únicos músicos que formaban la orquesta que los quintos del año había traído para las fiestas. A ninguno de los dos nos gustaba aquello del chin pam pum del venga y dale y otra vez tanto de lo mismo. Así es que nos acercamos hasta el río, por ver si aún nos acordábamos de echar los reteles por si se enganchaba algún cangrejo que luego nos sabía a gloria cuando lo echábamos en la sartén con un puño de sal en la fritanga.
            Ni uno enganchamos y nos volvimos hasta la plaza del lavadero donde nos dejamos caer recostados en el poyo de entrada mientras los mozalbetes andaban y venían con sus canciones sin sentido. Fue Moñigo quien me contó lo de su padre, lo de las cagaleras de su madre y de la civilona a quien cada día le crecían más el par de pelos como de cola de puerco que le salían de la verruga que tenía en el morro.
            La tía marrana aquella, decía Moñigo con una voz entrecortada, algo así como la de un tartamudo que se enganchaba cuando decía aquello de la ci ci vilooona quería que mi madre se muriera. Si por ella fuera se hubiera muerto. Que la mujer y los hijos de los rojos, rojos son y que no los hubieran tenido, que si todo no se mata a tiempo vuelve a nacer. Menuda bruja la tía aquella, la madre que la parió. Lo que pasa es que yo ya ni me muero y ella ya ha cascao. Ojalá se hubiera ido del mundo antes.
            Moñigo casi nunca hablaba con nadie, ni cuando estábamos la cuadrilla de zagales de los años de antes ni ahora que ya no calzaba las alpargatas rotas por donde enseñaba los dedos de unos pies más grandes que el calzado que llevaba ahora, bien distinto del de entonces. Ahora presume unos zapatos nuevos que se calzó el día anterior a su llegada de estos días comprados, me dijo, en una de las calles estrechas junto al mercado del Lanuza descabezado.
            Así que a la cárcel después de haberse arreglado de pastor con los Reclusos y haberse ido a vivir a la masada de Arriba. Allí fue total.
            Y nos volvimos al pueblo y entonces la estanquera que si rojos y rojos, mi madre, mi hermana y yo. Fue cuando aquella ci ci vilooona, aquella tia marrana, rapó a mi madre y otras a quienes también decía que por rojas y por rojas.
             Que a mi padre lo condenaron a muerte. Cuando acabó la guerra, cuando los soldados y milicianos se fueron de El Alcamín  y sólo quedaban los sin nada y medio muertos de hambre, cuando mi padre a la sanmiguelada de aquel final  del verano se enganchó otra vez de pastor para estos de la Reclusa. Fue entonces cuando el alcalde, tonto perdido y analfabeto, un tal Rogelio, escribió una carta en la que decía con mala letra que mi padre perteneció al centro socialista local, que bien me acuerdo de esas palabras. No sé qué era aquello. Y que se fue voluntario a las filas rojas. Pero si mi padre no pegó un tiro en su vida, ni salió de El Alcamín, si hasta las liebres las cazaba a lazo. A lazo hecho con las crines y los pelos largos del rabo de los machos cuando esquilaba, que a eso se dedicaba a esquilar mulos y ovejas. Decía también la carta que hizo cuanto pudo cuando empezó a arder la iglesia y que si él amontonó a los santos para pegarles fuego.

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