Le llamaban el Noi
porque tenía una cara en la que no se le marcaba nunca la barba. Sólo una
filigrana de bigote como un arco parecido a una ceja que cuidaba con esmero y
en ocasiones relucía cuando lo acariciaba con sus dedos impregnados de vaselina
entremezclada con el tizne de sus uñas amarillentas saturada por el pringue de
la nicotina.
Nadie sabía a qué se dedicaba el tal Noi para poder pagarse
aquellos trajes de tela gris con su chaqueta cruzada y abotonada sobre la que
se marcaba la curva henchida de la corbata, sujeta con un bucle que el Noi
mantenía como de oro. Un pañuelo de color amapola asomaba su cresta por el
bolsillo de la solapa.
El Noi solía acercarse cuando los sociales se reunían para
echarse las copas de coñac después de haber entregado a los guardias los
cuerpos torturados de quienes habían sido conducidos hasta los sótanos húmedos
de aquel siniestro lugar de la calle Samaniego, donde iban a parar para las
diligencias ordenadas por el juez especial militar conocido como El Sapo.
Era en la mañana de los jueves cuando se dejaba ver por los
corros formados por los tratantes y chalanes gitanos, con sus varas y sus
cayados de adornos arabescos, debajo del puente de madera, junto al cauce
famélico del Turia, cerca de las torres de los Serranos.
Cuando descendía pavoneándose, apoyada su suave mano marcada
en su dedo anular por un anillo salpicado por una perla que él llamaba su
diamante, ya los gitanos más veteranos, los de los bigotes gruesos indicadores
de su rango, marcaban entre ellos las señas secretas que señalaban su lenguaje.
Sabían que el Noi presumía en su cadera izquierda aquella pistola que siempre
insinuaba cuando era el momento de la dentellada en forma de mordida dineraria
bajo amenaza de denuncia, de cárcel o de paliza cuando se le terciara,
ejecutada por sus secuaces que no eran más que los subordinados de aquellos
sociales con los que compartía sus copas de coñac.
El Noi presumía de chulapo y echaba su cuerpo hacia atrás
mientras saludaba a los chalanes con un gesto altanero como aviso previo del
regreso al final de la mañana cuando los tratos hubieran terminado y los duros
arrugados en los bolsillos le iluminaran los ojos.
Cercano al puente de la Trinidad tenía el Noi su refugio,
estrecho, largo y paralelo a la defensa de piedras marcadas defensoras del
cauce sin agua. Allí recibía sus órdenes secretas y los sobres con el pecunio
que se le ofrecía a quienes como a él, sin figurar en ningún registro,
formaban parte de lo que ellos mismos se llamaban como la guardia de Franco.
En aquel refugio tenían lugar la prácticas de tiro que
efectuaba con sus colegas a quienes los provocaba con su chulería presumiendo
del revólver que siempre manipulaba mientras levantaba el seguro del disparo.
Les hablaba de la media docena que tenía en lo que fue lugar de los aperos de
labranza ya en desuso, en una casa entre los huertos de Rocafort, en donde se
había apropiado con el cuento embaucador de amores a una moza madura a quien
chantajeaba con un noviazgo estirado en el tiempo que nunca llegaba al casorio.
Les decía a sus secuaces que aprendieran a limpiar y a tener
bien dispuestas sus pistolas como él mantenía su revólver y que mirasen cómo
circulaba el cargador al que hacía girar y los intimidaba con la amenaza del
juego a la bala perdida de la ruleta rusa.
Entre los chalanes aparecían algunas de las jovenzanas que
vendían cacahuetes y altramuces y hasta alguna rosquilla preparada por ellas
mismas con harina de estraperlo. Con las artimañas de siempre el Noi las
amenazaba sibilino, con la arrogancia sin disimulo de su mano al revólver, el
cigarrillo puesto a encender con aquel utensilio del que salía chasqueando una
llamarada, los dedos tiznados por la nicotina y el aderezo del retoque en su
bigote suavizado con vaselina en su cara barbilampiña.
Las mozas ya sabían que tenían que coger su canasta, entrar
en el largo pasillo donde él practicaba el tiro de pistola, levantarse las
faldas y poner el culo a disposición del Noi que disfrutaba baboso.
Andaban por allí también las hijas de las mujeres presas en
la cárcel de santa Clara por entregar algún trozo de pan y sacar la ropa para
lavar de sus madres.
El día aquel, jueves, dejaron en la calle a Rosario,
cuando las mismas monjas de las Claras la echaron a rastras y la dejaron en la
acera, junto a la puerta de entrada, desde donde se arrastró hasta el puente de
madera se remalió de gusto el Noi. Ya Dámaso y Simón el carbonero estaban en el
manicomio perdidos en su catalepsia causada por los sociales con los que el Noi
echaba al cuerpo sus colpazos de coñac. Ya a Rosario la habían dejado tan
baldada y tan en los huesos en que se había quedado por las cagaleras causadas
por las dosis de ricino que le daban entre paliza y paliza. Ya entonces las
monjas carceleras dijeron al director de la cárcel que ni un día más los olores
y los restos entre los que resbalaban dejados por aquella mujer que ya ni podía
andar y no llegaba nunca hasta las letrinas colectivas. Y que a la calle y que
la limpiara su hija si es que pudiera, que ya tenían bastante con los piojos,
con la sarna y con el pus purulento que salía de las heridas de las demás
presas, que a la calle, que al fin y al cabo aquella tullida no se podía
escapar. Y que se apañara como pudiera con su hija entre las piedras y bajo los
puentes del río, que algo le darían los gitanos, los chalanes y los arrieros.
El Noi ya llevaba tiempo detrás de aquella aun casi
adolescente que llevaba a su madre alguna patata asada y algún boniato del
espigoleo por los campos de Rocafort. Llevaba ya tiempo observándola y había
visto cómo se le fueron llenando sin remedio las tetas a la hija de aquella
Rosario a quien ya sabía que llamaban la Tripera. Una adolescencia sin remedio
estallaba en ella día a día y las caderas redondeadas se iban convirtiendo en
lascivia desatada en el Noi.
Fue cuando la hija de la Tripera recogió a su madre y la
cobijó limpiándola con el agua escasa del cauce del río cuando apareció el Noi
y le enseñó el revolver de cachas niqueladas, cuando le dijo aquello del cañón
corto, negro y reluciente de su pistola, cuando más chulo que un ocho llevó la
mano a su entrepierna y le dio a elegir entre el tiro a su madre o llegarse
hasta el refugio donde los de la guardia de Franco practicaban sus disparos.
Antes, delante de su madre, tirada en el suelo, le dijo aquello de que le
enseñara las tetas que se le marcaban
tiesas con sus pezones como dos capullos a punto de reventar.
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