martes, 12 de marzo de 2024

Pepe el tonto.

 





Fue cuando aquello de la cátedra ambulante y de la sección femenina de la falange y el y venir de la estanquera que no paraba de un lugar a otro cuando Pepe el tonto comenzó a decir que el mosén jode y jode. Nosotros creíamos que lo soltaba porque siempre le iba diciendo que se apartase de un lugar a otro, que se metía en las casas para escuchar lo que decían allí dentro, que se atascaba cuando le acercaba las cruces de la iglesia a Celestino el sacristán con el que se entendía sin decirse entre ellos ni una palabra, que no era capaz el mosén de darle ni una miserable propia, que siempre le decía cuando le importunaba con aquel cigarro, cigarro que el mosén liaba y le sacudía aquel hala pa casa, a cuidar a tu madre.

         Por eso creíamos que a Pepe el tonto le jodía un día y otro el mosén. Pero en aquellos tiempos en que las gentes forasteras no paraban de llegar por Larroya,  Elcamorro y Manzanal le entendimos que el mosén respondía a aquel jode y jode de otras maneras.

         Cuenta, cuenta le decía el más trasto de todos nosotros, aquel volantinero y medio titiritero que era Remigio el cojo, quien siempre nos ganaba cuando jugábamos a las chapas y que con el tiempo se especializó en ganarles también a las gentes que jugaban al guiñote y aun al subastao y se quedaba, como él decía, con todas las perras que apostaban.

         Remigio el cojo engatusaba de cualquier manera a Pepe el tonto y entonces nos decía con aquella voz a medias, entrecortada y como que parecía que chiflaba en vez de hablar y nos decía que la estanquera entraba muchas veces en casa del cura, que luego, cuando las otras beatas, después de rezar el rosario de todas las tardes, ella se quedaba enredando en la iglesia limpiando los candelabros y hasta sacudiendo las vestimentas del nazareno que se llenaba de telarañas y que luego se metía en la sacristía y casi siempre salía de allí sofocada, con los colores de su cara más relucientes que los que marcaba las venas cuando le daba al morapio en su estanco.

         Y que el mosén salía de allí por el hueco que había hecho en la pared de la iglesia que mira al mediodía, donde por sus santas partes, como todo lo que se le antojaba, había abierto y puesto una puerta aportillada por la que accedía directo a la sacristía que fue antes refectorio de los frailes sanjuanistas.

         Antonio el cojo le sonsacaba a Pepe el tonto y todos sabíamos ya lo que quería decirnos cuando hablaba de el mosén jode y jode y yo he visto y he visto.

         Nosotros aún nos acordábamos por entonces del corte en cruz que les sacudió el mosén a dos mujeres que se le habían metido entre ceja y ceja. Una era la que se había casado por lo civil antes de la guerra con aquel alcalde que puso en manos de los falangistas aquel cura Pumareta que luego fue alférez y capellán entre los legionarios. La otra era la madre de Moñigo quien se había convertido en el capazo de las hostias que repartía el mosén cuando los zagales no se sabían la doctrina y la estanquera siempre con la máquina preparada para raparles el pelo.

         El mosén jode y jode y a cargar con los sacos de patatas y de trigo. Porque al mosén, unos años antes de la endiosada locura que le dio cuando levantó el santocristo sobre los restos del antiguo castillo, le dio por salir a pedir patatas y trigo y hasta huevos cuando era la temporada y sabía que las gentes llevaban tiempo acumulando los que ponían las gallinas porque el pollero no había llegado aún con su camioneta. Y los zaquilotes de trigo o de patatas se los hacía llevar al hombro a Pepe el tonto hasta su casa, la del cura, y nunca nadie supo qué pasaba con aquello que decía que quien sirve a la iglesia de la iglesia ha de vivir.

         Y no me da nada, no me da nada, decía Pepe el tonto.

         La única persona que le daba algo era la madre de María la Miguela cuando tocaba en su puerta y le decía pan, pan. Le daba algo más que pan. Sabía que Pepe el tonto era muy laminero y le guardaba siempre unas magdalenas que tenía en el arca. Entre otras cosas porque Pepe el tonto andaba desdentado con tan sólo un par de quijales que le sobresalían de su boca belfa y una lengua llena de llagas casi tan azules y aún moradas como las que le saturaban de pus las piernas de las que no paraba de rascarse.

         Antonio el cojo decía que no sólo se rascaba las piernas, que también se rascaba otras partes escondido detrás de la puerta del corral de la Pirijuana, cuando los mozos andaban por allí  a encasquetársela a la hija del seronero, siempre con hambre, en los momentos en que el mosén de los cojones, según Antonio el cojo, se sofocaba con la estanquera después del runrún rosariero de todas las tardes, que bien que lo sabía Pepe el tonto con aquel ya te digo el mosén jode y jode.





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