Fue cuando aquello de la
cátedra ambulante y de la sección femenina de la falange y el y venir de la
estanquera que no paraba de un lugar a otro cuando Pepe el tonto comenzó
a decir que el mosén jode y jode. Nosotros creíamos que lo soltaba
porque siempre le iba diciendo que se apartase de un lugar a otro, que se metía
en las casas para escuchar lo que decían allí dentro, que se atascaba cuando le
acercaba las cruces de la iglesia a Celestino el sacristán con el que se entendía
sin decirse entre ellos ni una palabra, que no era capaz el mosén de darle ni
una miserable propia, que siempre le decía cuando le importunaba con aquel cigarro,
cigarro que el mosén liaba y le sacudía aquel hala pa casa, a
cuidar a tu madre.
Por
eso creíamos que a Pepe el tonto le jodía un día y otro el mosén. Pero en
aquellos tiempos en que las gentes forasteras no paraban de llegar por Larroya, Elcamorro y Manzanal le entendimos que el mosén respondía a aquel jode y
jode de otras maneras.
Cuenta, cuenta le decía el más trasto de todos nosotros,
aquel volantinero y medio titiritero que era Remigio el cojo, quien siempre nos
ganaba cuando jugábamos a las chapas y que con el tiempo se especializó en
ganarles también a las gentes que jugaban al guiñote y aun al subastao y se
quedaba, como él decía, con todas las perras que apostaban.
Remigio el cojo engatusaba de cualquier manera a Pepe el
tonto y entonces nos decía con aquella voz a medias, entrecortada y como que
parecía que chiflaba en vez de hablar y nos decía que la estanquera entraba
muchas veces en casa del cura, que luego, cuando las otras beatas, después de
rezar el rosario de todas las tardes, ella se quedaba enredando en la iglesia
limpiando los candelabros y hasta sacudiendo las vestimentas del nazareno que
se llenaba de telarañas y que luego se metía en la sacristía y casi siempre
salía de allí sofocada, con los colores de su cara más relucientes que los que marcaba
las venas cuando le daba al morapio en su estanco.
Y que el mosén salía de allí por el hueco que había hecho en
la pared de la iglesia que mira al mediodía, donde por sus santas partes, como
todo lo que se le antojaba, había abierto y puesto una puerta aportillada por
la que accedía directo a la sacristía que fue antes refectorio de los frailes
sanjuanistas.
Antonio el cojo le sonsacaba a Pepe el tonto y todos
sabíamos ya lo que quería decirnos cuando hablaba de el mosén jode y jode y
yo he visto y he visto.
Nosotros
aún nos acordábamos por entonces del corte en cruz que les sacudió el mosén a dos
mujeres que se le habían metido entre ceja y ceja. Una era la que se había
casado por lo civil antes de la guerra con aquel alcalde que puso en manos de
los falangistas aquel cura Pumareta que luego fue alférez y capellán entre los
legionarios. La otra era la madre de Moñigo quien se había convertido en el
capazo de las hostias que repartía el mosén cuando los zagales no se sabían la
doctrina y la estanquera siempre con la máquina preparada para raparles el
pelo.
El mosén jode y jode y a cargar con los sacos de patatas
y de trigo. Porque al mosén, unos años antes de la endiosada locura que le
dio cuando levantó el santocristo sobre los restos del antiguo castillo, le dio
por salir a pedir patatas y trigo y hasta huevos cuando era la temporada y sabía
que las gentes llevaban tiempo acumulando los que ponían las gallinas porque el
pollero no había llegado aún con su camioneta. Y los zaquilotes de trigo o de
patatas se los hacía llevar al hombro a Pepe el tonto hasta su casa, la del
cura, y nunca nadie supo qué pasaba con aquello que decía que quien sirve a la
iglesia de la iglesia ha de vivir.
Y no me da nada, no me da nada, decía Pepe el tonto.
La única persona que le daba algo era la madre de María la
Miguela cuando tocaba en su puerta y le decía pan, pan. Le daba algo más
que pan. Sabía que Pepe el tonto era muy laminero y le guardaba siempre unas
magdalenas que tenía en el arca. Entre otras cosas porque Pepe el tonto andaba
desdentado con tan sólo un par de quijales que le sobresalían de su boca belfa
y una lengua llena de llagas casi tan azules y aún moradas como las que le
saturaban de pus las piernas de las que no paraba de rascarse.
Antonio el cojo decía que no sólo se rascaba las piernas, que
también se rascaba otras partes escondido detrás de la puerta del corral de la
Pirijuana, cuando los mozos andaban por allí
a encasquetársela a la hija del seronero, siempre con hambre, en los
momentos en que el mosén de los cojones, según Antonio el cojo, se sofocaba con la
estanquera después del runrún rosariero de todas las tardes, que bien que lo sabía
Pepe el tonto con aquel ya te digo el mosén jode y jode.
No hay comentarios:
Publicar un comentario