Mi Maestro de escuela. 3
... ... ... Don Marcial me dijo que ahora
se llamaba Jesús Buj, que no se lo dijera a nadie y que sólo si un día
desaparecía que me pusiera en contacto con su familia de allí, en El Alcamín, y
que les contara de su vida como Maestro en aquella escuela destartalada en la
que poco a poco me fui recuperando y hasta encontré una novia con la que me casé.
Mi hermano Dámaso había visto
cómo se llevaban a nuestro padre en la madrugada aquella en que se encontraba
en la casa del Marqués de la Florida, en la que servía como jornalero para
todo. Ya no la volvió a ver nunca más.
Por eso él, aquel mismo día
se fue para Tortajada y Escorihuela y acabó metido en la compañía de Francisco
Galán donde estuvo toda la guerra. No sé de cuántas barbaridades, de cuántas
muertes, de cuántos asesinatos decían que había cometido mi hermano hasta que
lo dejaron por muerto varias veces y lo tuvieron que ingresar en el manicomio porque
decían que estaba loco. Loco lo dejaron, claro. Y bien loco con tantas patadas
en sus partes y en los riñones destrozados que ya sólo meaba sangre. Y sin
dientes en la boca y que si en el manicomio se pasaba los días en un rincón del
patio con los brazos levantados formando una cruz que no le podían deshacer.
Entonces entendí aquello de catatónico y también me tragué las palizas que me
daban y de que iban a cortarnos los huevos para que nunca pudiéramos
engendrar más hijos rojos.
Como mi hermano no les
contaba nada la emprendieron conmigo y luego en mi expediente se confundían las
declaraciones que nos obligaron a firmar a uno y a otro. Mi hermano no llegó a
salir del manicomio. Un día apareció ya muerto en el mismo patio al que lo
sacaban de noche porque en aquel cuchitril que hacía de dormitorio chillaba y
chillaba con sus brazos tiesos como los tenía cuando cayó muerto.
A mí también me dieron por
muerto cuando empecé a girar y a girar sobre mí mismo como si fuera una borrega
modorra. No sabía ya quién era. Los demás me hablaban y yo chillaba y chillaba
y hasta me echaba al suelo para morderles. Empecé a no sentir nada en mi brazo
derecho en el que cada día aparecían más manchas como de gangrena. Y entonces me
llevaron al hospital. La cabeza se me iba. Ya en Torrero se me acercaba mi tío
Ángel y yo chillaba y le decía que me dejara en paz y seguía y seguía dando
vueltas por aquel patio sin sentido. No sé por qué a mí no me fusilaron aquella
madrugada de mayo del cuarenta y tres junto a mi tío y a siete más.
Luego llegó una orden en que decía que nos dejaban en libertad condicional.
Tenían las cárceles a rebosar con miseria y más miseria. Y con hambre y con
hambre. Así es que sin saber cómo aterricé en Barcelona y el hambre me hizo espabilarme
aunque nunca me dejaron estos dolores de cabeza que siempre llevo conmigo. Por
aquellas calles del barrio chino me encontró un día Don Marcial y nos
reconocimos después de tanto tiempo sin vernos.
Me convenció para que
acudiese por las noches a recibir clases en un local destartalado al que habían
puesto un tejado y entre columnas de rasilla había montado una escuela en la
que enseñaba de todo. Me miró y se dio cuenta de que no tenía más que un brazo,
el que me quedaba, el izquierdo. Y cómo iba yo entonces a aprender a escribir así.
Pues Don Marcial lo consiguió
y en unos meses ya escribía con la letra girada al otro lado como hacía antes,
que así, me dijo él, se queda como marcada la caligrafía de quienes siendo
diestros han sido obligados a utilizar la mano izquierda sin tener más remedio. ... ... ...
/continuará/
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