... ... ... A Don Marcial no lo torturaron nunca. No sé por qué. Luego lo condenaron a
la pena de muerte y se la conmutaron por treinta años. El único pecado que
había cometido, porque los sociales también nos llamaban pecadores, era haber ejercido
como Maestro en ni sé cuántos lugares desde sus comienzos en las minas de
Utrillas hasta dirigir la escuela de Sueca y haber sido elegido concejal de
aquel Ayuntamiento justo en las elecciones anteriores al comienzo de la guerra.
Cuando acabó el curso escolar
de aquel año en que en julio les dio a toda esta tropa por llevarse tanto y
tantos por delante estaba con su mujer y sus hijas en El Alcamín, donde se
refugiaba durante los veranos, en aquel lugar en que había nacido, en donde no
faltaban sus alegrías componiendo jotas, construyendo piraguas con las gamellas
donde se sacrificaban y limpiaban los mondongos de los cerdos y, con ellas, recorrer entre risas alegres el cauce de un río en donde en ocasiones pescaba
truchas y hasta atrapaba con los niños del pueblo los cangrejos a zarpados con
sus ágiles manos.
Alguien de aquel lugar le enteró aquella tarde de mediados de julio que
unos disfrazados con una camisa azul y una araña bordada en rojo en el lado
izquierdo encima del corazón iban a por él llegados de no sé dónde. Así es que ya ni
volvió a su casa. Se echó por un barranco arriba y llegó hasta el paso del alto
de Castelfrío y por Cantavieja llegó hasta la Muela de Ares y luego, ya entre los
naranjos de la Plana, se incorporó como Maestro en la escuela Cervantes, junto
a las torres de Cuarte y muy cerca de aquel edificio de las monjas Anas en donde
aprendí a leer y a escribir con él, en aquellos días en que me sacaban y me
sacudían como si fuera un saco de boxeo, o me hacían que yo mismo la
emprendiera a bofetadas con aquellos a quienes nos habían metido en la misma
causa que dirigía aquel Sapo, hasta que conseguía que nos meáramos y nos entrara
la cagalera.
Yo sólo conocía entre aquellos a mi hermano Dámaso y a mi tío Ángel. Hacía
ya mucho tiempo que no los veía, desde aquel encuentro que tuve entre las
bombas y los ametrallamientos de las pavas alemanas.
Mi tío Ángel me enteró del fusilamiento de mi padre que era su hermano, de su
propia hija Pilar y de su mujer María, cuando él andaba cortando carrascas para
encender el fuego de las calderas de la Columna de Hierro.
Todos nosotros y muchos más caímos en las garras de aquel loco al que se salían los ojos de la cara, como a un sapo, cuando hacía que nos metieran la cabeza en los calderos llenos de orines y de mierda y que nos obligaba a que nos sacudiésemos los unos a los otros como si fuéramos boxeadores encarnizados. ... ... ...
/continuará/
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