Clemente Alonso Crespo: Mi maestro de escuela. 1
Clemente Alonso Crespo: Mi Maestro de escuela. 2
Clemente Alonso Crespo: Mi Maestro de escuela. 3
… … …
Don Marcial me dijo que ahora se llamaba
Jesús Buj, que no se lo dijera a nadie y que sólo si un día desaparecía que me
pusiera en contacto con su familia de allí, en El Alcamín, y que les contara de
su vida como Maestro con aquel nombre en aquella escuela destartalada en la que
poco a poco me fui recuperando y hasta encontré una novia con la que me casé.
Fue cuando se armó aquel lío en el año cincuenta y dos con el
congreso eucarístico, cuando al obispo de Calahorra le montaron el tinglado y le acusaron de putero y no sé qué más. Por haber dicho no sé qué el tal obispo del palio
con que Franco salía de la catedral. Y se armó la marimorena. El obispo desapareció
y no sé si se encerró en un convento de clausura en Italia o no sé en dónde.
En aquellos días Don Marcial, a quien ya todos llamábamos Don Jesús, andaba nervioso porque se estaban produciendo muchas detenciones y él temía que de nuevo lo encerraran. Que ya no quería volver a la cárcel. Que ya había estado unos cuantos años y cuando volvió con libertad provisional y bien vigilado en aquellos años en que las cárceles estaban abarrotadas y con los piojos y la miseria y el hambre cogidos a capazos lo volvieron a encarcelar. Ya entonces lo habían destituido y depurado y no podía volver a ninguna escuela y estaba desposeído hasta de sus títulos académicos. Con su familia malvivía por El Alcamín sin oficio ni beneficio alguno. A ver, con dos terrenos de secano que eran de su mujer y sin ningún animal de labranza más que sus manos y, además, con otra condena impuesta por el tribunal de responsabilidades políticas en la que le habían quitado hasta su casa. Se la había apropiado el nuevo Maestro que presumía de falangista.
¿Qué tenía que hacer?
Pues echarse al monte y andar con los del maquis que por
allí actuaban. Alguien de Larroya los delató a todos y la noche en que fueron a
detener a Don Marcial, cuando los civilones llamaron a su puerta, se escabulló
por una escalera hasta la cuadra sin mulos y se echó al monte. Conocía bien
aquel terreno y las masías y los barrancos y acabó estando casi dos años metido
en un pajar, junto a Utrillas, en la zona minera donde había comenzado como
Maestro.
No sé cómo llego hasta Barcelona, nunca nos dijo. El caso es
que dos o tres días después de aquel congreso en el que hasta cerraron las
escuelas, un periódico publicó la noticia del atropello de un tal Juan Buj por
un tranvía y que nadie se había hecho cargo de su cadáver en la morgue.
Fue entonces cuando, con mi mano izquierda, escribí una
carta a la dirección de El Alcamín que Don Marcial me había puesto en un papel.
Me tocó a mí reconocer su cadáver. Me hice cargo del entierro porque sabía que
ni a su mujer ni a sus hijas les iban a dar un salvoconducto para venir a
Barcelona.
No sé cómo conseguí pagar los gastos de aquel entierro pero
desde entonces Don Marcial está mirando todos los días el mar del que tanto nos
hablaba y que esperaba surcar algún día donde le recibieran en Argentina.
Y allí sigue, en Montjuic, varado, como el barco que nunca
llegó.
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