domingo, 13 de septiembre de 2020

Crónicas de un extraño verano. 6. Desde Aliaga hasta la Hoz Mala.

 

 

 

 

La central térmica de Aliaga, esqueleto roto varado sin remedio. @ cac 2020


 

 

     El esqueleto roto de la central térmica de Aliaga semeja un barco varado gritando sin voz a los cinglos horadados por bocaminas agónios en el embalse del Guadalope.

             Una pareja, mujer y hombre, ya jubilados tiene dificultades para descender por las pedrizas resbalantes junto a la presa que sirvió para refrescar las turbinas movidas por el calor del carbón extraído de estas cuencas mineras. Van calzados con unas zapatillas no muy apropiadas para estos lares. Se acompañan de sendos bastones. Me preguntan cómo regresar a Aliaga. Han venido delante de nosotros por el sendero y dicen que no quieren volver pisando barros. Les indico que tomen el camino rodeando el embalse y así saldrán a la carretera. Que pueden descender hasta la abandonada central, que tengan cuidado si entran baso sus muros por el peligro de desprendimientos. Me doy cuenta de que no conocen la zona, de que no saben el uso que tuvo el edificio ni los descargaderos cercanos del carbón. Les va a caer el sol de firme en su regreso por la carretera, al menos hasta que alcancen por el ella la orilla del Guadalope. Por allí hace un par de años el río se puso farruco y se llevó por delante buenos bocados de de esta carretera que asciende hasta el puerto de Majadinos.

            La vegetación de este puerto también quedó destruida hace siete u ocho años cuando ardió entera su pinada y alcanzó más allá, hasta Ejulve y sus masadas y amenazó a todo el Maestrazgo. La pareja no ha querido pisar el camino algo embarrado porque hace un par de días una tronada aumentó el caudal y el cauce muestra sus restos. Es el  camino que se inicia junto a la ermita de la virgen de la Zarza, llamativa e histórica ermita. Conserva en buen estado restaurado una decoración en toda su cúpula y sus muros. Aquí viene hoy en día a casarse descendientes de gentes que en tiempos fueron escribientes, mandamases y aún mineros de estas industrias que fueron. Y herederos también algunos de aquellos emprendedores que a comienzos del siglo pasado invirtieron sus dineros en una industria relacionada con la fuerza motriz de las aguas del Guadalope río y del Pitarque. Hoy sólo quedan restos de edificios destruidos, azudes que derivaban el agua, torres metálicas herrumbrosas y alguna garita que protegió a los vigilantes de estas industrias que, con frecuencia, fueron asaltadas por la guerrilla del maquis que operaba en esta zona.

            Justo por el ojo del viejo puente que une el lugar de Aliaga y la ermita comienza el sendero. Bien señalado está y bien acondicionado. Pasarelas repuestas después de las riadas hacen posible y seguro el caminar y hasta pueden producir vértigo a alguno de estos dos exploradores adolescentes que me acompañan. Tienen dieciséis y catorce años y haciendo honor a los mismos tienen sus altibajos. Hoy es un día de bajos remolones y cuando llegamos a superar el repecho desde el que se domina el embalse y la central dicen que están cansados y que hace mucho calor, que parada y fonda de la que llevamos en la mochila.

            En los primeros ralos pinos junto al agua del embalse se detienen y quieren dar cuenta de su comida. El abuelo sigue adelante y es entonces cuando encontrará junto al desaguadero a la pareja embarrada. Les doy tiempo y por medio del teléfono les digo que cuando tomen fuerzas sigan adelante, que merece la pena llegar hasta esta deslizante cascada por donde el sobrante de agua sigue su cauce. Entonces el sendero se hace más abrupto, desciende y vuelve a ascendente entre cortados por los que se esconde y aparece el río. Se eleva el camino hasta que desde un mirador se observa el desfiladero de la Hoz Mala, hasta el que se puede descender y amorrarse hasta los costados que llegarán ya sin camino hasta la Boca del Infierno, una cascada en cuyo vado estos mismos intrépidos exploradores, cuando han querido en otras ocasiones se han bañado tirándose desde las rocas y buscando el camino que lleva hasta Montoro.

            El río siempre escoge su cauce en la forma que le impone la naturaleza. El hombre, para superar estos trances, no ha tenido más remedio que ascender el difícil, ragudo y hoy arrasado puerto de Majadinos, descender largo y retorcido hasta las puertas de Ejulve, serpentear de nuevo por laderas escurridizas y tomar el desvío ya otra vez en el Guadalope hasta la cara norte de este macizo de piedras en el lugar que dicen Montoro de Mezquita.

            El descenso hasta la Hoz Mala es abrupto. Las pasarelas sujetan los pasos. Las rodillas se resienten. Los cinglos pétreos acechan. Los buitres nos vigilan. Las cabras monteses desafían todos los peligros. La salvaje belleza hace retumbar nuestras voces en ecos sucesivos. Las aguas discurren salvajes.

Somos ya diminutos puntos humanos en la base de los peñascos. La hos se estrecha. El camino se hace difícil. El río se precipita en esta hoz con razón llamada mala.

            Es la hora de volver. Bordeamos el embalse. El esqueleto roto de la abandonada central térmica es la imagen muerta de esta tierra nuestra.

 


En el camino. @ cac. 2020


El desaguadero.  cac. 2020




Cruzando puentes. cac. 2020


Ruinas de un antiguo molino harinero. cac 2020



La Hoz Mala. cac. 2020





Ya estamos llegando. Luego habrá que volver subiendo. cac.



Agárrate fuerte. cac. 2020



Ya de regreso. El esqueleto sigue ahí. cac.



¿Quién está más cansado? cac. 2010




 

 

martes, 8 de septiembre de 2020

Crónias de un extraño verano. 5. Por los estrechos del río Ebrón.

 

 

 



Una pasarela sobre el río Ebrón. cac. 2020

 


   La tortura del viaje comienza en cuanto tomas la carretera a Cuenca a la salida de Teruel

            Los vecinos de Villastar, Villel y Libros están hasta más o menos ochenta centímetros del suelo, según su estatura, de tanta estrechez, curvas y más curvas de esta carretera. Años y años de venga y dale y aquí te espero con un gobierno u otro, u otro y otro más. Cada uno con sus voceros o parlanchines de turno. Da igual. Aquí sigue el camino, ahí siguen los atascos, de cuando en cuando llegan los accidentes.

            Teruel sigue existiendo aunque Teruel exista ahora en el Congreso de los disputados en donde según por qué se dice “el que más chifla capador” o a ver quién vocea más.

          Cuando uno llega a Torrebaja deja la provincia de Teruel y ya está en la de Valencia por esos azares de la distribución administrativa. Allí mismo comienza el camino que te lleva a pocos kilómetros a El Cuervo. El pueblo de este nombre no hace honor a sus malos presagios. Unos chorros de agua se vomitan en cascada en una deriva del río que algunos se preguntan por qué se llamará Ebrón si ni siquiera es Ebro. Estamos ya en la provincia de Teruel de nuevo. Entre unos cortados pétreos por donde discurre este río. Aguas arriba los bancales muestran el abandono de estos lugares por las gentes de aquí, que, como tantos, tuvieron que buscarse las judías o los garbanzos de los días dejando familia y casa hacia tierras valencianas.

            El sendero, parejo al río, está bien señalado. Durante un tramos hasta se indica mediante paneles informativos el tipo de vegetación que uno va encontrando. Chopos, manzanos, ciruelos, cerezos, escalambrujos de rosas silvestres, espinos, guillomos y hasta algún peral antes del comienzo de las carrascas.

            Río arriba la garganta domina el pedregal camino de los estrechos. Pasarelas no hace mucho tiempo incrustadas en las piedras causan vértigo a algún caminante. Altibajos con escaleras hacen flaquear las rodillas atacadas por la edad. En ocasiones veraneantes de tres al cuarto rodeados de perros sin bozal ni rienda alguna calzan unas zapatillas donde las piedras se les clavan. Presumen de bikini algunas valquirias que remozan michelines y prescinden de mascarillas mientras hablan palabras sin sentido a unos chuchos domingueros.

            Abundan las badinas en el río entre los recovecos de las piedras que quedan, estas, irisadas por los rayos solares que se cuelgan entre los cinglos carrasqueros. Se rompe el embrujo cuando los perros, que andan sueltos, demuestran las entendederas de sus dueños. Les dejan chapotear en el agua. Cuando salen se mueven sin parar y expulsan el agua de su pelaje lanudo. Entonces, el senderista, que se ha refugiado en una cueva porque conoce el percal , se jode con la mojadina perruna y el bípedo amo de los perros sigue a la suya. Ni disculpas ni perrico que le ladre. Su mujer o compañera o pareja o lo que sea les habla a los chuchos con una voz redondeada de un castellano modelado blandengue que a los de este lugar se les antoja algo gaire.

            Aún así, al cabo de dos horas de camino llegamos ya solos hasta donde la garganta  se estrecha aún más siguiendo hasta el lugar de Tormón. Una última badina remansada, limpia, irisada, hace las delicias de los exploradores que me acompañan.

            El regreso hace mella en las rodillas del más que setentón. Al llegar al llamado “Chiringuito de los Chorros”, que así se dice el lugar por donde vomita el río en forma de cascada, está ocupado por una cuadrilla de mozas y mozos que esperan su ración de paella mientras ya han vaciado las jarras de sangría. Están todos ajuntados. Nadie lleva mascarilla. Es mediado julio. Hablan a gritos. Nos impiden disfrutar de la frescura y el borbollonear de estos chorros que son cascada debajo de los gigantes olmos. 

 

Colores del Ebrón. cac 2020

Los exploradores se adentran en las frías aguas. cac. 2020

Pasarelas. cac 2020

El sendero se eleva. Camino hacia Tormón. cac. 2010

La roca irisada por los rayos del sol. Algunos ojos nos miran. cac. 2020


 

           

           

jueves, 3 de septiembre de 2020

Crónicas de un extraño verano.4. Por Javalambre.

 

 

Los exploradores se multiplican en el observatorio. cac. 2020

 




 

Camarena queda abajo, junto al río de su nombre. Los esqueletos de las pistas de esquí reciben un sol que refleja sobre los abandonados cañones fabricantes de la nieve artificial. Son las pistas de Javalambre. Este año se quedaron en nada porque el virus también atacó estos lugares.

            Hemos decidido llegar hasta el pico Javalambre. El camino es una pista forestal que arranca desde el embarcadero de los esquiadores. No hay más que guijarros de piedras con aristas que amenazan algún pinchazo. Si ocurre aquí nos quedamos hasta que un alma caritativa en forma de seguro nos venga a auxiliar en estos lugares que ahora y aquí están perdidos de la mano de un dios mefistofélico. No tenemos más vegetación que unos enebros rastreros que se agarran a los riscos deshechos de las piedras cuarteadas por  todos los hielos y los vientos.

            El camino se vuelve como serpiente en acecho hasta llegar a lo más alto. Un mojón nos indica que estamos en el pico Javalambre. Otro mojón elevado sobre una escalera enclaustrada en piedra recoge una hornacina que alberga una cruz pintada en negro y un vaso con agua donde parece beber un pájaro ni se sabe. Una plaza de mármol grabada indica no sé qué de héroes honoríficos imposible de leer porque alguna mano destrozó a golpe de martillo las palabras que quiso, en desacuerdo con el primer escultor escriturario.

            Tenemos  a nuestro alrededor un territorio inmenso desde este lugar en un día de calima que dificulta su visión. Al noroeste el Moncayo y al este la sierra de Gúdar. Más allá el Maestrazgo. Al sur los montes por donde los maquis se escondían y donde sucumbieron a las balas de los mandados por aquel general que fue Manuel Pizarro, virrey en tiempos franquistas en las tierras límites de las provincias de Teruel, Castellón, Cuenca y Valencia.

            Queremos llegar hasta el observatorio de Física del cosmos que tenemos al sur, en el Pico del Buitre. Su cúpula central refleja en nuestros ojos. El camino no tiene más que cantos afilados por las piedras. Entre vueltas y revueltas alcanzamos los últimos metros en el enlace con una carretera asfaltada que nos lleva hasta el observatorio.

            Dos parejas de paisanos caminan por aquí. La mascarilla la han dejado en casa. Los vientos de aquí arriba alejan los microbios. El observatorio aún sin estrenar arroja dejación. Una bandera blanca, enorme, azotada por los vientos reclama a la empresa un convenio digno escrito en letras bien claras. Parece que es el único testimonio vivo en estos parajes. Estamos aquí junto a estas cúpulas cerradas en lo más alto del llamado Pico del Buitre. Bien puesto está el nombre. Una docena de estos carroñeros vuela en círculos sobre nuestras cabezas.

            El descenso lo hacemos por la carretera asfaltada que nos lleva a Arcos de las Salinas. La bajada es en picado entre curvas cerradas que obligan a la precaución. En algún tramo las barrancas de hace poco se han llevado un trozo de calzada. Ya abajo dejamos el lugar que alimentó de sal a muchos lugares cercanos en tiempos pasados y superado Torrijas nos refugiamos en el merendero de la fuente Gavilán. El rio baja límpido y algunas familias dejan que sus hijos más pequeños disfruten del frescor del agua. Abundan las mesas y los poyos para el descanso y la comida. Unos carteles indican que en los contenedores se depositen sólo los restos orgánicos y en otro los plásticos. Se señala también que no se tiren cenizas de las barbacoas. Detrás de un caseto papeles manchados por los restos de las mierdas humanas señalan  lo respetuosos que somos.

            Nos refrescamos la cara en el río. Es el momento de las preguntas de los exploradores. Sí, les digo que por aquí estuvo la Agrupación guerrillera de Levante y Aragón (AGLA). Que eran los maquis que por aquí sobrevivieron y por donde muchos de ellos dejaron su vida. Que se refugiaban entre los pinares, las barrancas, los pinares y las cuevas. Que pasaron unos inviernos bien crudos. Que en 1947 quedaron todos liquidados. Que los masoveros también sufrieron con unos y otros y que con ello se vieron obligados a dejar sus medianías en esas masadas de Manzanera, de Sarrión, de Cantavieja, de Gúdar, del amplio Maestrazgo, de las salidas desde Ademuz hacia las tierras de Utiel, de las represiones sobre las getes de Santa Cruz de Moya. Que las memorias del guerrillero José Manuel Montorio, conocido como Chaval, tienen que leerlas algún día para conocer la dureza de la vida que le tocó por estos lares. Que aprendan también a gozar de la belleza de estos lugares, con sus despejados cielos, sus barrancas, las estrechas riberas de sus regatos, las evidencias de una emigración masiva de los años sesenta del siglo pasado. No cesan en sus preguntas, mientras nos salpicamos la cara con el agua del río de Torrijas.

Aprieta el calor. Seguimos carretera adelante. La manta no nos hace falta en un día como hoy.

 

Javalambre desde el Pico del Buitre. cac. 2020

Viento, guijarros y enebros rastreros. Silencio. agosto 2020 cac

Los exploradores, asombrados. agosto 2020 cac


El índice geodésico de Javalambre. agosto 2020

Ojalá en invierno llegue la nieve. agosto 2020

¿A quién cantará este gallo? agosto 2020

Encima de la rústica escalera. Detrás la leyenda martilleada, la cruz y la botella de agua. agosto 2020  cac.

La cúpula del observatorio. Los exploradores deslumbrados por el sol a mil novecientos cincuenta y siete metros de altura.  agosto 2020. cac.