Entre los documentos de mi desordenado archivo encuentro esta vieja fotografía. Es de 1977. En ella, junto a José Antonio Labordeta, aparecen algunos de quienes entonces profesábamos en el Instituto de Almassora.
No hacía aún dos años que había muerto Franco y en los claustros de profesores nos movíamos entre el pasado y los deseos de futuro. Quienes teníamos que explicar a nuestros alumnos el pasado histórico, la Literatura y la evolución de las ideas, teníamos que ir venciendo la rémora acumulada en las aulas de tantos años de opresión de las conciencias. En aquel entonces, los alumnos, con el sarampión de su adolescencia, participaban en acciones después de su fijado horario escolar. Teníamos nuestra revista en donde quienes querían publicaban sus primeros versos o sus primeras prosas, discutíamos en charlas más o menos improvisadas, levantábamos nuestros aparejos teatrales en cualquier rincón y caminábamos entre los campos de naranjos, por donde algunos midieron las acequias de riego entre las risas después de las fraternales comidas entre docentes y alumnos.
Se nos ocurrió invitar a José Antonio Labordeta para que viniera a hablarnos “con su voz a cuestas”. De inmediato nos dijo que sí.
Antes hubo que vencer la rémora de algún profesor en el Claustro. Que si qué tenía que decir el bigotudo ése, que lo que cantaba era muy triste, que cómo le íbamos a pagar. No teníamos ni un duro para actividades culturales. Todas las que se hacían dependían siempre de la iniciativa del profesor que se responsabilizara.
Llegó el día anterior a la mañana festiva de febrero. Estuvo con nosotros en el Instituto. Pudo ver el manzano silvestre en flor, junto a la escultura de la ninfa esculpida por Álvaro Falomir, el entonces profesor de Dibujo y ahora titular del nombre del Instituto, y nos dijo que no nos preocupáramos de ningún dinero, que no había ningún problema.
Habíamos decidido que cantase en el teatro Avenida, en el centro de Almassora. El propietario, padre de uno de los alumnos, nos dijo que nos lo cedía. Una semana antes habíamos llenado algunos muros de Castellón con carteles anunciadores pegados con el engrudo que nosotros mismos habíamos preparado, pero un circo se anunció detrás de nosotros y se los llevó por delante.
Acogimos a José Antonio en nuestra propia casa y con algunos amigos estuvimos cenando en el puerto de Castellón. Con su socarronería de siempre nos comentó que él tenía la voz muy mala para cantar por las mañanas, pero que lo haría a las doce de la mañana del día siguiente como estaba anunciado.
A las once se abrieron las taquillas cuando ya teníamos cola esperando para entrar. Se llenó el teatro. Le pagamos, a él y al grupo que le acompañaba, doce mil pesetas, no recuerdo cuánto le entregamos al dueño del teatro y nos quedaron aún dos mil pesetas que utilizamos para comprar materiales para el grupo de teatro. Con los alumnos que pertenecían a él representamos por distintos lugares “El retaule del flautista” y una adaptación que preparamos de la biografía de Lorca a través de sus propios versos. Al final de curso con aquel grupo de alumnos subimos, por Cantavieja, hasta el puerto de Cuarto Pelado y allí, acampados, cantamos durante tres estrelladas noches su “Canto a la libertad”.
La foto está tomada cuando, para despedir a José Antonio Labordeta, varios profesores nos juntamos en una comida. Al año siguiente me incorporé como profesor a un Instituto de Zaragoza y, sin entender cómo, quien nos acaba de dejar, puso en mis manos todos los papeles que había dejado su hermano Miguel cuando murió en 1969. Imposibles gracias.
Cuando el domingo pasado nos abrazamos Juana y yo, como a tantos otros amigos, se me quebró la voz. Ahora nos queda “cantar y callar” como dijo en su primer disco.
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