martes, 28 de septiembre de 2010

Consulado de España en Santo Domingo. Crónica de un suplicio.

                                                                 

Grajas en las tripas.-



                        Me desperté cuando los rayos del sol entraban de lleno por el ojo semicerrado de la ventanilla del avión.
                         El gordo del asiento de al lado dijo algo así cómo vaya dormida o yo qué sé. Ya había refunfuñado cuando llegué para ocupar mi asiento y le solicité si podía retirar un par de bolsas negras que había dejado en él. Vestía un pantalón corto, graso en la bragueta, y camisa despechorrada. Se había quitado los zapatos sin calcetines y los había apartado hacia la puerta de emergencia, en donde estaba el asiento de la azafata. Fue ella quien le dijo que los retirara de allí. Frunció el entrecejo y ya roncaba cuando aún nos estábamos elevando sobre la costa para tomar la ruta y cruzar el charco. Y ahora me decía no sé qué de la dormida.
                        Yo había necesitado un par de somníferos para coger el sueño. Las últimas dos pastillas que me quedaban. Me las tomé con el bizcocho achocolatado que sirven como postre en la monótona comida del pollo amaizado de todos los viajes. No comí nada más. Me eché la manta sobre la cabeza y me la quité, ya digo, cuando entraba el sol por el ojo medio abierto de la ventanilla del avión. Había conseguido dormir unas cinco horas seguidas. Las primeras sin turbulencias en los últimos diez días. Las primeras sin grajas en las tripas.
                        Las grajas se instalaron diez días antes de esta mañana del cuatro de septiembre, cuando desperté, por fin sin sobresaltos, un par de horas antes de llegar a Madrid, aunque el runrún había comenzado muchos otros atrás.
                        Las tripas comenzaron a revolverse cuando llamé a Reina el 29 de junio por saber cómo le había ido en la Embajada de España en Santo Domingo. Fue entonces cuando me dijo lo de la huelga y que no sabía, como dicen allá.
                        Era viernes. Por suerte una voz con acento caribe me indicó el lunes siguiente que la huelga había terminado.
                        El martes tres de julio a las nueve de la mañana ya estaban en la cola Yissel y Reina, con todos los documentos que un año y otro presentan renovados.
                        Dos horas después de la espera que desespera la funcionaria de turno les dice que no, que el pasaporte no sirve, que tiene que ser digital. El pasaporte de Yissel tiene validez hasta el dos mil nueve. Faltan dos años para que caduque y nadie nos ha dicho nada de eso del digital, ni figura para nada en la relación de los documentos que el Consulado señala para obtener el visado. Tiene que ser un prieto que está en la misma cola quien les indica que sí, que lo hacen en Macorís, que tarda unos dos meses y que cuesta dos mil pesos.
                        Reina, la madre de Yissel, ya es veterana en esta brega. Son cuatro años seguidos y todos la gaita suena como les da la gana. Menos mal que la Western Union es eficaz y los euros depositados en Correos de España se convierten de inmediato en los pesos dominicanos que nos sacan del apuro una y otra vez.
                        Ciento cuarenta quilómetros otra vez y vuelta a La Romana, para al día siguiente llegar a Macorís. El negro, como llaman allí al pasaporte digital, se obtiene a los dos meses, pero siempre aparece una mano que por mil pesos te lo consigue en un par de días.
                        Y el mismo cinco de julio, jueves, vuelta de nuevo a la Embajada, y de nuevo paga cincuenta pesos para que algún espabilado te guarde el celular que no te dejan pasar en el control del Consulado. El mismo conchavado con la misma espabilada que en la misma puerta tampoco te deja pasar un botellín de agua. Aquí todo el mundo se la busca. Luego repartimos, los de dentro y fuera, cuando termine la jornada. Este negocio tiene un buen sueldo.
                        Otra la vez la cola y la misma funcionaria que se niega a recibir los veintinueve folios que contienen la documentación necesaria para el visado de todos los años. Ahora que las dos fotografías no sirven, que son antiguas. Pero si sólo tienen dos meses. Que no y que no. Que en el pasaporte no lleva trenzas y que en estas sí. Y vuelta a la calle y al trajín por Independencia atiborrada de guaguas y carros de concho. Y paga lo que quieren cobrarte porque necesitas esas fotos y las necesitas ya.
                        Y de nuevo en la cola. Y ya casi a la hora de cierre, que espere, que la tienen que entrevistar. Y Yissel con doce años aguanta la entrevista a ella y a su madre. En años anteriores la acusaron de mala madre, que qué era eso de que con nueve años la dejara ir para España. Que en La Romana también podía estudiar. Y ahora siguen con la misma vaina, y que quiénes son esos tan potentados que pagan los viajes y la estancia y los vestidos. Y que mire usted. Pero Yissel aguanta con su dura fibra mientras Reina la mira con el apoyo de sus silencios. Y entonces la funcionaria admite que es verdad, que acaba de terminar su último curso de primaria, que sus calificaciones tienen esa D mayúscula de destaca, que la mano del tutor de sus dos últimos cursos ha escrito que es una alumna extraordinaria, que sí, que conoce los ríos de España, que es cierto que ha estado en el Pirineo, que ha visitado junto a sus compañeros Albarracín y Cantavieja, que el curso anterior estuvo en Sos y una semana por el parque de Cabárceno, que sí, que ya veo que estás aprovechando el tiempo. Que vuelvan en un mes.Y sonríe.
                        Y un mes más tarde, el tres de agosto, viernes, Reina recibe una llamada en el celular que siempre lleva consigo, por si acaso. Que tiene que volver de nuevo al Consulado, que el Jefe de Visados tiene que hablar con ella, que faltan papeles, que no sé qué del seguro.
                        Y ya las tripas me entran en runrún. Ha presentado el pasaporte, el negro, el digital, las fotografías sin trenzas, la solicitud en donde aparece bien claro que el motivo del visado es por estudios, el preceptivo informe positivo del Gobierno de Aragón, la reserva de plaza escolar para el curso siguiente, el certificado médico que indica que no padece enfermedad infectocontagiosa alguna, el seguro de responsabilidad civil, la autorización notarial que ella hace todos los años, la firma ante notario que nosotros trazamos una y otra vez por el mes de mayo con nuestro compromiso de cargo de viajes, estancias, mantenimiento, cuidados y la aceptación por nuestra parte de ser introducidos en el programa Vigía de la Interpol. ¿Y ahora qué falta? Pues que no aparece el nombre de la niña en el seguro. Que sí aparece, que mírelo bien, que ustedes se quedaron la copia, que yo tengo el original. Ah sí, sí, es que son tantos papeles. Claro, claro, aquí está. Bueno, pues ahora a esperar, que hay que enviarlos a España, que unos dos meses. Pero, oiga, que el curso escolar comienza el diez de septiembre, que no va a poder comenzar. Sí, sí, ya, ya, pero hacemos lo que podemos. Y…además, me tiene que traer un acta de nacimiento de su hija. Y Reina, veterana en estas lides, saca de la carpeta de plástico azul, donde lleva todos los documentos para protegerlos de los aguaceros caribes, el papel del acta de nacimiento, que en los tres años anteriores nadie le pidió, y se la entrega. Y el jefe de visados la agarra y la pone encima del montón de documentos donde aparece la fotografía de Yissel, esta vez sin trenzas.
                        Algo me huele mal. Más de un mes y los papeles siguen dormidos, abandonados por la indolencia de unos funcionarios que se escudan en que hacen lo que pueden. El mismo seis de agosto escribo al Consulado. Contéstenme, por favor. Les expongo los hechos ocurridos hasta hoy, les reitero mis ruegos, espero que me contesten. Nadie contesta. Toda la semana esperando. Escribo a la Embajada. En el mismo edificio que el Consulado. Les envío el mismo texto y me remiten al Consulado. Es éste quien se encarga de los visados.
                        Es ya el diez de agosto, viernes. Estamos en plenas vacaciones en España. Sospecho que el tiempo nos quiere agarrar este año. En la sección de extranjería de Zaragoza hoy hay menos cola. El funcionario me dice que Exteriores no les ha remitido ninguna solicitud para confirmar el placet de acogida. La Jefe del servicio, amable y sensible al caso, revisa el expediente de años anteriores en su ordenador, intenta contactar con Exteriores en Madrid, nadie recibe su llamada. Le pido y me extiende un documento como que hoy he estado aquí y no consta que el Consulado haya solicitado ningún documento. Vuelvo el viernes día diecisiete. Estamos en pleno puente de mediados de agosto. Hoy está de guardia un alto jefe. Me indican que presente una solicitud por escrito y que exponga las causas de mi visita. Sólo se trata de que revisen entre la docena de folios si alguno hace referencia al placet solicitado. En todo caso que vuelva el lunes.
                        La semana próxima Encarna y yo tenemos que viajar a la isla. Tenemos el billete reservado desde marzo, cuando compramos el de Yissel. El lunes veinte abro mi correo. La agencia de viajes me comunica que nuestro vuelo del sábado veinticinco ha sido cancelado. Comienza la agitación telefónica. Es posible viajar el veintiocho, o quizás el veintitrés. Aceleramos los trámites, cambiamos billetes de autobús. Estamos en Madrid el veintitrés a las doce de la mañana. Nos presentamos en el mostrador de Air Europa. Somos los primeros. Nos adjudican nuestros asientos. Pero miren el avión tiene cuatro horas de retraso. Ya empezamos.
                        Si se cumplen los plazos por muy pronto llegaremos pasadas las diez de la noche a Santo Domingo. Ya no podemos llegar hasta La Romana. Tampoco tenemos hotel para esa noche. Andrea y Diego, desde Toulouse, nos consiguen una habitación en Santo Domingo. Desde Madrid se lo comunicamos a Reina. Le pedimos que acuda con Yissel mañana viernes a las nueve a la Embajada.
                        Casi a las diez llegan. Han tenido que salir temprano. El carroconcho destartalado ha rasgado el pantalón de Yissel y tuvieron que esperar la salida de otra guagua. Colas en la puerta de la Embajada, celulares que guardan los muchachos conchavados. A los españoles nos los permiten. No se atreven a plantearnos el negocio. Guardo el de Reina en mi bolsillo. Cincuenta pesos cada vez, más el precio de la guagua desde La Romana, y el concho hasta la Embajada, se meten en los ochocientos pesos de cada viaje que sólo se obtienen con los envíos por la Western Union.
                        Dos horas esperando ante la puerta del Jefe de Visados. Las personas que van saliendo de la entrevista tienen el rostro ensombrecido. Es el no al visado. Por fin entramos. Ah, sí, la recuerdo, usted estuvo aquí hablando conmigo. Dígame su nombre. Pero no hay nada, mire, en el ordenador no hay nada. Exteriores no nos ha contestado. Le indico que ya estamos a veinticuatro de agosto, que el curso comienza el día diez de septiembre, que tenemos el billete de vuelta para el día cuatro. Y una y otra vez me corta con el que hacemos lo que podemos. Le enseño el certificado de Extranjería de Zaragoza. Y me dice que ese día envió un fax él mismo para solicitar el placet.
                        Ha tardado cuarenta días en diligenciar el papel. Me lo trago. Sólo que yo también sé lo que es estar al otro lado de la mesa. No quiero decirle que a los documentos nadie les ha hecho caso durante ese tiempo. Es un diplomático con habilidad para no dejar hablar a nadie. Me dice que el Cónsul conoce el caso. Es entonces cuando solicito una entrevista con el Cónsul. Entra y sale. Otra vez entra y sale. Se lleva mis documentos de identidad. En todo caso el Cónsul nos recibirá el veintinueve, miércoles. El Cónsul adjunto, me subraya, que el titular no está.
                        Las grajas se han instalado de nuevo. El húmedo sopor caribe me sacude un primer latigazo ya de nuevo en Independencia. Tenemos que ir a la Junta Central Electoral, para legitimar el Acta de Nacimiento de Yissel. Una firma que cuesta setecientos pesos y es el único sitio del país donde la ponen. El edificio está en obras. Las oficinas instaladas en cuatro barracones protegidos por un toldo insuficiente para proteger a quienes esperan la misma firma. Cae un aguacero que nos empapa. Protejo los papeles en la carpeta azul. En otro barracón, ya en la calle, un muchacho ensopado en sudor nos hace fotocopias de uno y otro papel que necesitamos presentar en Migración.
                        Tenemos euros, pero no disponemos de pesos suficientes para llegar hasta la Procuradoría y luego regresar a  La Romana. Nos acecha un hombre con abundantes pesos en sus manos. A cuarenta y seis, les cambio a cuarenta y seis. Cien euros a cuarenta y seis. Maneja los billetes con rapidez. Cuenta. Veo que faltan veinte. Los vuelve a contar. Y mire, guárdelos, que está la policía. Y que la policía. Y me empuja. Los guardo en mi bolsillo. Le pago a cuarenta y siete por doscientos. No, sólo cien. Guárdelos. Ahí está la policía. Reina le dice que no empuje. Caminamos y sigue empujando. Me dice que suba al motoconcho y que su amigo nos lleva hasta Migración. Todo ha ido muy rápido. Reina le dice que ya vale. Y entonces sube él al motoconcho. Miro en mi bolsillo. Me ha dejado el menudo. Me ha dado el cambiazo en mis propias narices doblando los billetes. Nos ha timado. Un asalto como aquí dicen.
                        Asfixiados caminamos cuatro cuadras más allá hasta la Pocuraduría General de la República. El año pasado no me dejaron entrar aquí porque llevaba sandalias. Este año, la culona sentada que abre los bolsos le dice a Yissel que lleva la falda demasiado corta. Oiga, que sólo tiene doce años. Entran y salen los abogados con toga y una pareja de policías custodian a una trigueña esposada.
                        Otra vez la espera de todos los años para que nos pongan el sello en el documento firmado por el abogado notario de La Romana, en el que Reina nos autoriza que Yissel pueda pasar el curso escolar con nosotros. Cola y pago de ochocientos pesos. Y espere para recibir el documento. Media hora después nos llaman. Que el abogado notario ha cambiado de firma y que esta no es la autorizada. Pero mire, si es la misma que la del año pasado, aquí tiene esta fotocopia, mírela. Pero es que hace mucho que no viene por aquí. Otra vez Reina demuestra su veterana eficacia. Le ha llamado a su celular. Me lo pasa. Le señalo el problema. Quieren impuestos. Pasa de mano en mano el celular y nos estampan la firma.
                        De nuevo en carroconcho hacia la oficina de Migración. Ya conocemos los lugares de todos los años y hasta a los funcionarios. Bombones que hemos traído de España. Ah, sí, les recuerdo del año pasado. ¿Y cómo les fue?  Y otra vez fotocopia de pasaporte y autorizaciones del notario de aquí y de allá y acta de nacimiento y setecientos pesos o mil quinientos si lo quieren VIP y lo tienen hoy mismo.
                        Estamos ya en el hotel para recoger nuestras maletas y marchar a La Romana. A Reina le reconforta un café negro que le aplaca la tensión que acumula un año y otro con estos trámites. Cambiamos de nuevo euros por pesos en una garita frente al hotel. Esta vez sin timo. Comunicamos con España. David ha estado en Extranjería, el expediente se ha dormido de nuevo en Exteriores, la oficina del Defensor del Pueblo ha comprobado que nadie levantaba el teléfono en el Consulado, que era cierto lo de los cuarenta días de indolencia, que todos los documentos estaban en regla, que no faltaba nada. Y ha conseguido que el expediente sea informado en Zaragoza y de inmediato, confirmado, remitido a Madrid.
                         Casi dos horas después estamos en casa de Felicia, donde su madre, La Doña, nos deja una habitación al fondo del patio bajo el mango y las manzanas de oro.
                        Díganme, y cómo les fue. Es la bienvenida de todos los años de la mujer sabia que nos acoge en el fondo de su patio, en el barrio de Savica.
                        A las ocho de la tarde ya ha caído toda la noche en La Romana.Y es entonces cuando comienza el apagón. Puede durar varias horas. O toda la noche. La perra, amarrada, gruñe a los ratones, como conejos, que corren por la tapia.
                        La mañana del sábado veinticinco. Caminamos hacia la guagua por llegarnos a Bayahibe. Diez años ya desde el primero que llegamos. Patanas cargadas con sacos de azúcar sujetos por cuerdas, autobuses de oscurecidos cristales que transportan turistas hacia Punta Cana y Altos de Chavón, motoconchos que van y vienen, carros de concho que suenan bocina una y otra vez reclamando viajeros, puestos de comida señalados con caligrafía temblorosa, colmados y puestos de carne enjambrados de moscas, y al final de la calle el supermercado a la europea de Jumbo, junto al monolito de los rosacruces donde esperan las guaguas para Bayahibe, en las que siempre cabe un viajero más.
                        Tomamos una habitación en el sencillo hotel de otros años, junto a la pequeña bahía donde embarcan los turistas que llegan desde Bávaro y Punta Cana para pasar el día en la Saona.  Sol, mar y ron. Es la imagen que se traen de estas tierras. Aquí, en Bayahibe, paran pocos turistas. Algún despistado de Europa que tiene su negocio de venta de tabacos al asalto de turistas, una pareja de italianos que prepara unas pizzas, una cubana amable que ya no sirve comidas de su país, el par de puestos con guisos de arroz, tostones y el pescado frito, las más de cien barcazas y catamaranes que llevan y traen a los turistas a la Saona. Y las bocinas a todo volumen del centro cervecero que abre cuando los muchachos del lugar que vuelven a sus casas después de servir en los barcos y catamaranes a los turistas.
                        El único espacio de playa que les queda a los dominicanos, aunque ya vendida, es un centenar de metros entre el cementerio y el límite de uno de los hoteles, por donde un guachimán te impide pasar si no llevas la pulsera de la dichosa barra libre.
                        Debajo de la uva de playa nos protejemos del sol. Huele a lodo podrido. La semana pasada un ciclón barrió parte de Jamaica y los latigazos de su cola sacudieron estos lugares. Están los fondos removidos. Las rocas donde se refugiaban los peces arcoiris no están en el lugar de otros años. Sólo se repiten los italianos de distinta cara y mismo cuerpo seboso, babosos tras los esbeltos juveniles de lindas trigueñas apretadas. Ahí les saquen todos los hígados.
                        Lunes veintisiete. Es día de llegar a la escuela San pedro, de dejar pagado el curso escolar a los niños que alcancen nuestros dineros y los de mis cuñados. El curso comienza hoy. Va y viene el trajín del primer día y apenas tenemos tiempo de abrazar a las maestras con quienes años antes trabajamos en este mismo lugar. Nos comprometemos a volver días después si nuestro trajín consular nos lo permite. Una vez más dejaremos a la gente en la espera.
                        Nos llegamos hasta Villaverde, siempre con el carroconcho para arriba y para abajo  en el sistema de transportes de La Romana, apretujados en los carros destartalados, como sacados siempre de una chatarrería, con el cristal delantero siempre astillado, con las puertas sujetas las más de las veces con cuerdas, con los bajos por donde se filtra el agua cuando los aguaceros. El abrazo a Cobi y Miguel Ángel, los hermanos pequeños de Yissel, que van creciendo todos los años y ya andan por los nueve y siete. Intentan buscársela poniendo en una olla a la puerta de la casa unas chinolas a dos pesos la unidad, o llevando el botellón de agua a una y otra casa por el que obtienen cinco pesos. La mirada vivaz y generosa de Cobi, la dulce y vergonzosa de Miguel Ángel. Llegamos con diez libras de arroz y otras cinco de habichuelas, y las dos docenas de huevos, y el salami, y el café y muchas menos de las cosas que un día y otro se necesitan en esta y otras casas, a un precio europeo con unos sueldos de miseria. Sueldos que nunca alcanzan en una y otras casas en donde siempre aparece una nueva boca y en donde a nadie se le niega un cuenco de la comida que haya.
                        La escuela de Cobi y Miguel Ángel ha subido de precio y Reina, pudorosa, no se atreve a decírnoslo. Nos llevan de la mano como en años anteriores los niños. En el patio que es la escuela donde tratan de levantar dos pizarras metálicas que servirán también para proteger de los aguaceros lo que quiere ser aula. Han cambiado también el uniforme y son nuevos los polochés. Nos alcanza nuestra reserva dineraria y los niños acudirán a la escuela todo el año. Al menos la tienen cerca, tan sólo a cien metros de este cajón azulado a quien, en parte, han renovado la uralita, el cinc, que es la casa donde habita Reina, madre protectora, para soportar los aguaceros. El patio es pedregoso, aunque amplio, y por él corretean los nietos y sus amigos y unas gallinitas pintas que los niños no quieren sacrificar, y en medio, una pileta que acumula el agua cuando llega, y donde acuden unos y otros del vecindario, por echarse encima unos cuencos y disfrutar del sabroso baño de todos los días.
                        De nuevo hemos conectado con el abogado notario para que mañana tenga preparada la autorización renovada de todos los años, la que tendremos que presentar en España para iniciar de nuevo los trámites del visado. A mil pesos papel. Porque somos nosotros y porque sabe cual es el objetivo, y él es cristiano. Imposible todo para la economía de Reina. Sin lamento porque ha sido nuestra opción y sabemos que esto cuesta lo suyo todos los años. Pero es nuestra opción. No hay lamento, sólo preocupación, angustia, que se transmite en nerviosismo a la hora de precisar un término u otro en los papeles.
                        Con Gertrudis. La asistente social que lleva más de veinte años trabajando en el centro micaelino que las madres Adoratrices tienen en el centro de La Romana. Nos dan ganas de demostrar que Yissel fue la hija fruto de una relación extramatrimonial mía, que hasta tenemos testigos y la Corte Suprema tendría que aceptarlo, otra cosa fuera el Consulado de España. Y Gertrudis también se lamenta de la nueva situación del lugar donde trabaja. Le han reducido el sueldo, o mejor, no le aportan ya el suplemento que le daban. Está allí todo el día orientando a las mujeres de la prostitución, procurando que las gentes de los negocios cumplan con las revisiones médicas obligatorias de quienes ejercen el oficio, entregando condones, siendo crítica con las gentes que quieren que estas personas acudan a formarse en un oficio cuando están descansando después de una noche violenta en los prostíbulos. Difícil la salida cuando en una sola noche obtienen más jornal que durante un mes fabricando pan o velas. Aunque valora el trabajo de las cuatro monjas ajadas ya por el castigo de los años caribes y por lo que hacen con sus hijos acogidos en la guardería y escuelas. Cuando nos despedimos de Gertrudis siempre se me recuerda Santica, la niña que conservo en una fotografía, junto a otras mujeres de un batey perdido por Guaimate, ya atacada entonces por la vorágine del sida, marcada en su triste cara, niña de siete años, muerta de inmediato, hace ya diez años.
                        Allí estábamos, a las diez en punto de la mañana, como nos habían dicho. Mejor que entre yo sola, me dice Encarna, que tú siempre andas con tus papeles para arriba y para abajo y que te crees que todo se resuelve con argumentos y razones.
                        Y entra. Y al poco ya está en el patio del Consulado y Embajada. Y todo la tristeza en su cara y las lágrimas a punto. Que no hay nada que hacer. Me ha recibido de pie, con una actitud altanera, soberbia, que no conformes con lo que nos había dicho el jefe de visados, acudíamos al Cónsul, que estábamos recibiendo un trato de favor, que qué era eso de hacer intervenir al Defensor del pueblo, que él no podía hacer nada, que si tanto interés teníamos por qué no pagábamos los estudios de esa niña aquí en el país, que hay muy buenos colegios, que aquí al lado tienen uno, y que si no en los cursos de Altos de Chavón si tan válida es la niña para las artes, que mucho interés teníamos, que además nos iba a costar más caro uno y otro año, que si seguro que no era familiar nuestro. Treinta y seis mil casos tenemos. Buenos días señora.
                        David desde Zaragoza nos comunica que los informes desde Extranjería han salido a Exteriores y desde aquí han sido enviados al Consulado de Santo Domingo. Hoy mismo día veintinueve. Aún no son aquí las once de la mañana por tanto han tenido que llegar. Ya son las cinco de la tarde en España. De nuevo en la cola del visado. Y vuelta. Que no, que el fax o el correo electrónico no han llegado. Oiga que me han dicho que sí. Que de este mismo número de teléfono que le señalo. Y otra vez entra y sale. Mire que no ha llegado fax ni correo. Y, bueno, sólo vale que llegue por vía telemática. Vengan el lunes. Es posible.
                        Se nos acaba el tiempo. El martes, cuatro, a las cinco de la tarde tenemos nuestro vuelo a España. Debemos actuar. Me entra el sofoco de la presión Caribe. Me tengo que tumbar en la acera y recuperarme después de la fría sudadina que me derumba. De nuevo para Migración, con los papeles que guardaba para el año próximo porque autoricen a Yissel a viajar sola, si fuera preciso, con una azafata de la línea aérea. Otra vez por la vía del VIP. Agarra de nuevo un taxi después de averiguar con el móvil en contacto con Internet dónde están las oficinas de Iberia. Lejos y con el tráfico del centro de Santo Domingo. Sacude el sol del mediodía. Dentro, en la oficina de Iberia, el frío del aire acondicionado. Están todos los vuelos completos hasta el diecisiete de septiembre. No tenemos más remedio que reservar un billete para ese día, por si no tenemos el visado antes del cuatro. Confirmaremos por teléfono y abonaremos los cuatrocientos euros de más.
                        Sólo nos queda aguantar la espera. Entramos en un supermercado de corte europeo. No siento ningún apetito a la hora de comer. El plátano acaramelado frito que me recuerda los trabajos en Venezuela levanta mi presión arterial. Reina está preocupada pero disimula tras su escuálido esqueleto. Sólo sus ojos a veces la delatan. Yissel guarda el tenso silencio manifiesto repitiendo una y otra vez la misma palabra en la servilleta de papel.
                        Aguantamos la espera el viernes, cuando se nos ha olvidado que teníamos que acudir donde Ruth, la maestra que se casó hace unos meses y nos quiere obsequiar en su casa. Lo recuerdo cuando a las nueve de la noche llega de nuevo el apagón de todos los días. Acudimos, aunque tarde, sin poder olvidar las palabras altaneras y soberbias del cónsul. Pero es que esta mañana hemos tenido que llegarnos de nuevo a la capital. Para repetir de nuevo los trámites. Primero en guagua hasta la zona colonial, allí un carrito de concho nos lleva hasta la Procuraduría. Aguardamos la cola mientras un barrenado traspasado por la fiebre conversa nos intenta vender no sé qué publicación para la salvación eterna. Nos entregan el papel compulsado, la misma funcionaria que no reconocía la firma del abogado notario. Tenemos que ir de nuevo a la oficina de Migración para que autoricen a Yissel a viajar con una azafata de líneas aéreas en caso de que no tenga visado para el martes. Pasan los taxis atiborrados de gentes. Viene uno vacío. Duda. Luego dice que sí sabe y arranca por el Malecón arriba. Pasamos por el helipuerto y luego por el edificio de la policía nacional. Le digo que no es allí, que dé la vuelta. Por un momento pienso en el individuo del timo de los billetes. Le digo que dé la vuelta. Acelera por el Malecón abajo. En una esquina cercana a la Embajada de España le digo que se detenga. Un carro de la policía está allí apostado. El policía se llama andana. Ni se inmuta cuando le digo. Vocifera el taxista, que él ha hecho una carrera y que le demos sus cuartos. Nos metemos en otro taxi. Migración estaba a dos cuadras. Llegamos con el tiempo justo. Ya nos conocen. Esta vez nos dicen que nos dan dos por uno. Tenemos autorización para que Yissel viaje con nosotros y también con otra azafata.
                        Ya junto a las guaguas de vuelta, mediada la tarde, en el comedor de un colmado, damos cuenta de un pescado frito y un abultado plato de arroz que ejerce de pan cotidiano.
                        Ruth y su marido nos obsequian con su amable amistad mientras mi cabeza está en otros lugares.
                        Nos marchamos de nuevo a Bayahibe. A la misma habitación del mismo hotel. Sigue la mar revuelta, aún así Encarna se sumerge entre las aguas caribes que tanto disfruta y yo, debajo de la misma mata de uva, no consigo leer una línea del libro que me acompaña ni trazar una palabra escrita. Es domingo y llega una cuadrilla de mujeres y niñas haitianas con sus mejores galas para pasar una mañana de playa. Tres cooperantes europeos les hablan de orden de aquí para allá. Se despojan de sus ropas de fiesta. Muestran sus prietos cuerpos cuando se quedan en camiseta y un pantalón, resuenan sus risas salpicadas de blancas dentaduras ya dentro del agua.
                        Desde el balcón de la habitación observo cómo uno de los babosos del otro día atrae hacia sí a dos mulatas convertidas en cueros por unas horas. Quizás sólo obtengan una comida y poder bañarse en un cuarto aseado. Ojalá que les saquen los hígados.
                        Ni siquiera hemos podido llevar a los niños un rato a la playa. En la misma oficina del abogado-notario, arreglando más papeles, le indico a Reina si podemos llegarnos hasta Caleta, para que los niños pasen una tarde en el agua. Hacia las tres llegan a Savica. Caminamos hasta la parada de guaguas por delante del centro cervecero donde suenan duro las bocinas que marcan el merengue y la bachata. No cabemos todos en la guagua. Han venido con Reina, Cobi y Miguel Ángel, y Keren con sus dos hijas pequeñas, además de las gemelas Lisita y Masielita, nietas de Felicia y dos nietos más que son hijos de Edi. Los trece llegamos hasta los escasos metros de playa que llaman Caleta, donde vienen las gentes de La Romana, apretada entre el territorio que ocupa el Central Romana, dueño y señor de los intereses económicos que se mueven por estos lugares. No tengo ganas de baño ni me apetece jugar con los niños. Las grajas otra vez. Comienzo a caminar  solitario, pero al punto los niños me siguen, salen del agua, me dan la mano, quieren venir conmigo. No tengo humor. Nos paramos sobre una barca que acaba de llegar con pescado fresco. Ya volvemos. Recogiendo conchas y caracolas diminutas que seleccionan Keren y Yissel. Serán para Max y León. Es la hora de la vuelta. La guagua tarda en llegar. Ha caído de golpe la noche caribe. Un muchacho veinteañero, prieto prieto, descalzo, lleno de arañazos en brazos y piernas, tan sólo protegido por un pantalón corto deshilado, camina sobre las piedras y se introduce entre los yerbajos de un descampado. Los niños se arrumacan temerosos. Un carajito llega con un colgajo de peces de los que han pescado hace un rato. A cien pesos. Habrá cena abundante.
                        Nos deja la guagua en la esquina del centro cervecero. Duro y duro, la bachata y el merengue hacen el reclamo, junto a los cuerpos de prietas y trigueñas esbeltas que esperan el acecho de los tigres. Aquí mismo la tarde anterior a nuestra marcha, cuando volvíamos en un carroconcho desde el parque Duarte, con Felicia y Lisita y Masielita, nos sobresaltó la policía en una redada.  Tirado en la misma calle, un muchacho con pañuelo rojo anudado a la cabeza que se me antojó sangre, aullaba bajo la bota del soldado guachimán que le apuntaba en los mismos ojos, mientras los carros salían a toda velocidad persiguiendo no sé qué.
                        El Jefe de Visados nos dijo aquello de “el lunes es posible”. Si el lunes es posible, el martes también. Decidimos jugárnoslo todo a una carta. Iremos el martes, pronto, a la hora en que abran la Embajada. Con las maletas preparadas. Incluida la de Yissel. Si tenemos el visado, se viene con nosotros, si no esperemos que esté para el diecisiete y que venga con una azafata.
                        Roberto es familiar de una prima de Yissel y hace la carrera del taxi con un carroconcho en La Romana. Nos trasladará al Consulado y luego al aeropuerto. Pedirá un carro a un amigo porque en el suyo no cabemos. Que no nos preocupemos.
                        A la seis y media ya nos despedimos de Felicia. Ya ustedes saben. Yissel sigue sin abrir la boca. Teme que le toque volver a La Romana. Roberto ha llegado con el mismo carro que ayer. Encarna y yo nos miramos en silencio. Salimos de La Romana, enfilando hacia la capital. En la cuesta que supera el río Blanco, antes de llegar a Macorís, el carro se ahoga. Ranquean las ruedas. Ya en el llano, parada. Encarna monta en cólera. Roberto, que te dije, que nos dijiste, que lo sabía, que tú sabes lo del Consulado y lo del aeropuerto.
                         De nuevo el celular de Reina. Felicia nos consigue otro taxi desde La Romana, que tarda y tarda. Otra y otra llamada. Que ya salió. Y de nuevo otra llamada. Que se devolvió porque no nos encontró. Y es que estábamos ya en el llano, superada la cuesta. Una hora después por fin acude. No sabe dónde está el Consulado. En silencio, ensimismado, no oigo que ha sonado de nuevo el celular de Reina a quien han enviado un mensaje que queda grabado. Que ya está el visado. La voz del Jefe. Me lo pone en el oido y no oigo nada. Tengo que dirigir al chofer. Siga por el puente levadizo sobre el río, debajo de la casa de Colón, luego por el Malecón, junto a los hoteles de lujo, más adelante a la altura del obelisco gire a la derecha, la siguiente cuadra, pare aquí, Embajada de España. José ha venido con nosotros y se queda en el taxi con las maletas.
                        Cola otra vez en el servicio de Visados. Asoma la cara por la puerta entreabierta el Jefe que nos dijo aquello del lunes es posible. Por encima de la cabeza de las gentes sudorosas que esperan y esperan. Nos entrega el pasaporte. Buen viaje.
                        Respiramos. En el último minuto. Hacia el Aeropuerto. Tenemos tiempo hasta las cinco de la tarde. Pero el taxi no va a esperar hasta entonces para devolver a Reina y Yissel. A ver si podemos facturar y se vuelven con el mismo taxi. Sólo quiere esperar media hora. Iberia no tiene oficina en el aeropuerto de Santo Domingo. Es preciso esperar. A las dos abren. Somos los primeros. El empleado, veterano y amable, nos da un buenas tardes, bienvenidos. La reserva de los billetes. Pero no, Yissel no puede viajar. Que no tiene billete. Pero, oiga. Y Encarna, ya rota en lágrimas, que no puede ser. Se nos agotan todas las reservas del celular de Reina llamando a la oficina de Iberia en Santo Domingo, que el billete ha sido vendido, que no existe a nombre de Yissel, que además el avión va completo. David desde Zaragoza habla con Madrid y también la misma historia. Que el nombre de Yissel no está entre los pasajeros. La veteranía del empleado. Acepta la propuesta. Me quedo yo en tierra y viaja con mi billete Yissel. Pero hay que cambiar el nombre. El servicio de policía no dejará pasar a Yissel. Conseguimos el cambio.
                        Sólo American Airlines dispone de pasajes dentro de unas horas a Madrid vía Nueva York. Reservo un billete. Me lo guardan hasta las cuatro. El funcionario de Iberia, que espere, que hablará con el supervisor de Air Europa. Que tiene que haber algún billete. Cuatro y diez minutos, abren la oficina de Air Europa. Soy el primero. Dígame su apellido. Sí, tiene una reserva. Fue el señor Delaville quien se la hizo. Treinta y siete mil setecientos pesos. No importa.
                        No llevo ningún equipaje y los de la cola de facturación me permiten el paso. Controles de salida. Relleno papeles. Rápido. En Internacional. En la fila de embarque aún llego a ver a Encarna y Yissel. Cuatro horas después saldré yo.
                                                …

                        Abrí los ojos cuando estábamos sobre la costa andaluza y me dijo aquello el de la camisa despechorrada.


                                                                                         Clemente Alonso Crespo.-  Octubre 2007


  La experiencia de este verano del 2010 aún ha sido más angustiosa. Algún día la contaré.
   Las fotografía corresponden a las viviendas de quienes nos acogieron.

                                           


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