lunes, 22 de noviembre de 2010

Pastores. 1.- José

Por el Campillo, buscando el pasto.
               

Va camino de cumplir los ochenta y dos años. Todos los días sigue sacando su punta de ovejas . Así desde que apenas tenía diez años. Entonces aún iba a la escuela porque en su casa, para sus padres, la escuela era sagrada.
                Pero en cuanto salía de ella ya tenía preparado su tajo en la paridera, que si limpiando las comederas, que si sacar la sierle, que si extender la paja, que si destajar las crías para amamantarlas, que si ayudar en algún parto mal dado. Luego, en cuanto venían los días más largos y cuando terminaba el curso con los veranos ya le esperaban el zurrón con el hatajo pequeño del rezago parturiento. Sólo en las solinas del mediodía algún refugio  a la sombra de los chopos, junto al río, donde las ovejas se amodorraban.
 
Debajo de la noguera, en las Suertes.
        
No hubo más descanso que los casi dos años de servicio militar obligatorio por la Zaragoza de Torrero, donde aún hoy los pinos de Venecia saben de la mano que los puso. Luego otra vez ovejas y tierras áridas y mulas de labranza y venga y dale a la azada, que aquí dicen legón, por matar las hierbas del duro cultivo de la remolacha, o los surcos de patatas, o, en los inviernos, tornear el fiemo para que bien fermentara y sazonara las siembras del centeno, la avena o la cebada.
                Tiene las orejas llenas de sabañones reventones y dolorosos, acuchilladas en las mañanas de hielos esperando las primaveras que harán verdear los trigos para que luego lleguen los veranos de la siega, antaño con corbella o con la feroz boca de la dalla. Sin encontrar tampoco el descanso de las noches porque le toca regar en los Cuadrones y el agua ni espera ni se pierde. Mientras, los hijos han ido llegando y dando más trabajo y más alegría a la casa que se mantiene cada día con la mujer tan esforzada, tan dura y tan tierna como él.
                Se le ha ido pasando la vida. El tiempo no se detiene para él ni para nadie. Sigue adelante la sonrisa de este hombre y el abrazo de siempre cuando te ve de nuevo y el preguntarte por tu vida, el compartir contigo la comida que contiene su zurrón y el puñao de  nueces que te ofrece, recogidas por esa mano de piel tan suave recién lavada en el Regajo, sazonada con la placenta, que él dice raidera, que tuvo que extraer hace un rato durante el último parto algo mal dado de la oveja.
                Ahí lo tienes, más tieso que un ocho, me dice cuando señala al cordero que aún tiembla sobre sus patas, mientras se agarra con fuerza a las tetas de su madre moviendo la cola en la primera mamada.
Ya ves, vuelve a decir, todos los días, la vida. Es así y no hay más. Hay que saber llevarla.
 

En su casa, a la sombra.
           

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