viernes, 12 de noviembre de 2010

Pozal. Pozo. Agua.

Pozal desportillado. Altabás (Alfambra)


- Abuelo, esto qué es.
- Un pozal.
- Y esto.
- La pila donde bebían los mulos.
- Y esto.
- Un pozo.
- Ya lo entiendo, se llama pozal porque saca el agua del pozo.
- Abuelo, ¿tú sacabas agua del pozo? ¿Te bañabas en esta pila?
- Abuelo, tengo calor, saca agua del pozo y nos bañas en esta pila.

             Habían llegado hasta allí caminando por las viejas sendas, poco a poco, al paso que marcan los pequeños. Casi todos los días, de buena mañana, se echan la mochila al hombro y se marchan por los caminos que fueron de herradura y ahora ya de tractor. Muchas veces caminan por donde quieren llevarles sus mismos pasos. Se paran, preguntan una y otra vez sobre cualquier cosa,  se cansan, se sientan y juegan con las piedras del camino, se meten en cualquier cueva y dicen que son mineros y descubren no sé qué tesoros. Y preguntan y preguntan. Y el abuelo responde y sonríe y entorna los ojos castigados por el sol  y rememora tiempos y dialoga con esos nietos que ahora quieren bañarse en la misma pila donde abrevaban los mulos, con el agua fresca de espejo del mismo pozo de antaño. Y ríen y ríen mientras el agua discurre el cuerpo de los nietos.
                Ríen y ríen y el abuelo ríe y rememora. Mientras derrama el agua siente una punzada de antaño. Cae el agua por los cuerpos de los niños y para en la pila horadada en la piedra. Cuando él tenía, hace ya mucho tiempo, los años de sus nietos se llegaba hasta aquí y luchaba con un caldero que se le antoja es el mismo con que ahora baña a sus nietos. Pugnaba  por sacarlo lleno de agua con la soga enmarcada en la carrucha. Aprendió muy pronto a llenarlo justo con la cantidad y el peso que le permitiera subirlo hasta el brocal. Era en los mediodías de las sofoquinas de agosto, cuando las chicharras afilaban sus patas entre los rastrojos del trigo que entonces se molía en las parvas tendidas de las eras. Ahora tiene él la misma edad del que fue su abuelo. Y siente el paso y el peso de la vida que se convierte en historia. Su abuelo le mandaba a dar agua a los mulos cansinos ya de tantas vueltas y vueltas un día y otro en el redondel de la era, mientras los tallos del trigo se deshacían en paja y las espigas desgranaban. Era preciso al mediodía hacer un alto. El abuelo, el suyo, decía, que en los mediodías molían más el sol que los propios pedernales de los trillos. Y tenía razón. Mientras los mulos descansaban un rato y acudían cansinos hasta el pozo y luego posesos sorbían el agua derramada en la pila de piedra el abuelo retocaba las orillas y rastrillaba las espigas sueltas. Los hijos que eran mis padres, refugiados en el pajar, comían las patatas con grasa del último matapuerco, en aquel momento de descanso para ellos y para los mulos. El abuelo conocía aquella copla que cantaba para él mismo el que  quiera trillar bien, que vaya siempre corriendo, a los altos y a los bajos, a las orillas y al centro. Aunque él pocas veces hacía correr a los mulos. Movía el ronzal con suavidad y seguía el camino que una vez y otra rememoraba con la canta silenciosa. Luego, mediada la tarde, cuando el sol no calentara tanto, la parva molida, vendría la barrastrada, y el recoger los granos barriendo la era con las escobas por él mismo trenzadas de las ramas más jóvenes de los guillomos en el invierno anterior. Y a esperar que entrara una punta de aire que no solía faltar y separara el trigo de la paja, hasta que, con la puesta de sol, la noche caía de golpe y no había más remedio que refugiarse en la casa para atender entonces, a golpe de candil, que si un saco roto, o un collerón desmadejado, o el mango de un legón o la esteva rota. Mientras el niño entonces, ahora ya abuelo, jugaba con los hijos de alguna perra recién parida o en engolfaba haciendo rabiar al gato. Y hasta se llegaba a la cuadra, sosteniendo el candil, cuando su padre o su abuelo echaban a los mulos en el pesebre una brazada de paja y un par de puñados del mismo centeno trillado hoy en la parva tendida sobre la era. Les daba de comer a los mismos mulos a los que abrevaba en esta misma pila de piedra horadada donde ahora, abuelo a su vez, baña a sus nietos que no saben más que de calores, en este verano donde siguen y siguen otra vez las chicharras entre los rastrojos de otros trigos que son los mismos de antaño, el mismo pozo de siempre que conserva el agua saciadora de todos los tiempos, la misma pila excavada en la piedra y es posible que el mismo pozal, todo desportillado, con el que hace tantos años daba de beber a los mulos. Los mulos que ya no existen, la era que se quedó abandonada, la casa de la masada ya desmoronada y el silencio roto ahora por el gruñir de una cosechadora que está terminando de dar cuenta de todos los trigos tanto tiempo atrás segados a golpe de hoz y espalda tronzada en el dale y venga de todos los días de todos los veranos.
          El abuelo sonríe y se ríe con sus nietos y no tiene nostalgia de los tiempos pasados. Sólo rememora y siente la impotencia de no saber contar  la vivencia de su historia que es la misma de sus nietos que ahora comienzan en el ir y venir sin retorno que es la vida.
          Mientras, ríen y ríen los tres, jugando con el agua que refresca los cuerpos y calma la sed. 
          Sólo es el tiempo el que pasa.

Pozo de Altabás. En Alfambra.

               

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