Al fondo aparece la Peña Palomera y
aquí, en primer plano, la masada del mismo nombre.
Nunca sé por qué, de cuando en
cuando, me pierdo por estos lugares limítrofes de las aguas, escasas, que
vierten hacia el oeste al Jiloca y hacia el este al Alfambra.
Cuando uno viaja en coche por la A-23
y toma la carretera en el desvío desde Santa Eulalia a Camañas o Alfambra
encontrará, después de recorrer unos tres kilómetros, en una elevación del
terreno, después de pasar el pozo que dio de beber a sus gentes, los restos de
lo que fue la masada de Peña Palomera.
Son los primeros días de junio cuando
camino por estos lugares. Mayo ha sido un mes de perros para la agricultura de
estos pagos y no hay otro medio de vida. Al principio unos calores de verano,
luego fríos por San Isidro, vuelta al calor y este comienzo de junio que ni se
sabe. Truena por aquí y por allá pero sigue sin llover. Los trigos y las
cebadas andan ralos y en algunos bancales no levantan ni un palmo. Hubieran
querido beber pero se están poniendo pajizos sin aún espigar. Los labradores ya
saben que este año se quedarán sin cosecha. Estas son las tierras que rodean a
esta masada.
Antes de llegar a lo que queda del edificio,
en lo más hondo abancalado, me encuentro con los restos del pozo. Me asomo por
entre las piedras desmoronadas y los palos garciados que protegen a algún
imprudente que se asome y compruebo que aún tiene agua.
Estos restos no me producen añoranza ni
lamentos. No soy ningún urbanita que llega aquí pregonando el menosprecio de
corte y alabanza de aldea. No. Estos lugares fueron abandonados porque no había
más remedio, porque no se podía seguir aquí dándole y dándole a la labranza
con los mulos un día y otro, y otro y otro, y el que viene también. Porque
aquí, en estos lugares, no se eslomaba sino el mediero, el aparcero masovero
que llegaba con su mujer, algún hijo pequeño y los que iban llegando. El dueño
del edificio y de la tierra aparecía de cuando en cuando por ver si estaba la
tierra sembrada, por recoger la lana de las ovejas y, ya en el verano entrado,
vigilaba la trilla y ataba los sacos de los granos. Aquí trabajaban el hombre y
la mujer y los hijos que iban llegando. Ningún zagal podía ir a la escuela que,
por lo memos, quedaba a un par de horas de camino. En cuanto se podía valer,
así decían, cuando llegaban a los ocho o diez años, ya salían con una punta de
ovejas o daban de comer a los corderos, o sacaban la mierda del gallinero.
Cuando llegaba el momento, en la era, no bajaban del trillo dando vueltas y
vueltas “tocando el par” sobre la parva. Eso si antes no se habían quedado en
el camino porque la sanidad era la que era y la mortalidad infantil abundaba.
Con doce o trece años ya enganchaban los mulos y ayudaban en la labranza y en
los veranos le daban a la hoz, que aquí dicen corbella, y tendían los vencejos
los más chicos para que el padre o los hermanos mayores ataran los fajos y los
llevaran hasta la hacina, levantada en la era para iniciar la trilla.
Y las ovejas había que atenderlas
todos los días y amamantar los corderos cuando parían refugiadas en los
corrales de tapias de adobe protectoras de los vientos que aquí siempre
sacuden. Heladores cuando ya en los otoños había que llegar hasta las carrascas
cercanas para cortar la leña que no podía faltar, para comer y para calentarse.
Iban creciendo los hijos y los padres
se sentían contentos porque tenían brazos para el trabajo. Y al mismo tiempo
estos progenitores advertían que ellos ya habían hecho su vida pero sus hijos
debían comenzar la suya y no sabían dónde. Los varones marchaban obligados a
hacer su servicio militar en aquellos dolorosos años de posguerra. Algunos ya
no volvían, se quedaban en los suburbios industriales de las ciudades. Los
demás iban poco a poco siguiendo a los hermanos. Y las mujeres, aisladas y
temerosas de las gentes, hacían todos los trabajos igual que los hombres y aún
traían el agua desde el pozo, y mantenían la casa limpia, y lavaban la ropa de
todos, y mantenían el fuego siempre encendido. Con la matanza del cerdo acudían
gentes de otras masadas y entonces se
arreglaba algún noviazgo que crecía imaginado en la distancia lejana. No
faltaban odios ni amores apasionados. Era la vida del día a día en estas
tierras duras, inhóspitas y sin embargo de gente hospitalaria, aunque tuvieran
el ceño arisco que no era más que un disimulo de su timidez por encubrir un
afecto que no sabían cómo expresar.
Si las alcobas guardaban algún secreto joy queda al descubierto. @cac. |
Aquí se cocieron amores y odios impoesibles. @cac. |
Llegaron los sesenta del siglo pasado
y el tractor sustituyó a los mulos. Sobraban ya los brazos y el hambre era la
misma. Las ciudades acogieron a los emigrantes y luego la urbe se los fue
tragando. Quedaron los padres hechos unos viejos. Los que no murieron entre
estos muros de adobe fueron acabando en los apretados pisos de las ciudades,
algunos sin adaptación posible a aquel mundo que no era el suyo. Las tierras de
la masada las empezaron a cultivar quienes se entramparon por años en la
mecanización ya residentes en Santa Eulalia, Camañas o Alfambra.
Algunas masadas utilizaron tan sólo la
paridera para el ganado. Otras, como esta, perecieron poco a poco bajo el
efecto de la desaparición voluntaria de las tejas de la techumbre. Hoy ya sólo
queda este esqueleto roto, abandonado, en medio de la tierra aún labrantía.
El esqueleto roto de la masada. @cac |
Lo contemplo sin más ánimo que
aprender del tiempo. No sé si fue mejor cualquier tiempo pasado. El presente es
hoy y el mañana no ha llegado. El camino se hace al andar. La vida es el camino
de cada quien, con los que fueron y con los que somos. El camino de la vida
tiene vaivenes, pero el agua que pasa no mueve molino.
Sin nostalgia, sin falsedades
urbanitas, mi mirada a estas paredes y al agua de este pozo es mi homenaje a
las gentes que aquí vivieron. Por ellos vivimos nosotros.
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