viernes, 26 de febrero de 2016

Con Rulfo, sentados en el poyo.






                            Con Rulfo, sentados en el poyo.

Juan Rulfo.

         Hace poco tiempo que un hijo suyo se llegó hasta aquí. Subió por el camino de las Suertes y luego torció por debajo del brazal de la acequia del Cubo. Yo ni sabía quién era. De su padre sólo me queda un aire de la cara, un cuerpo sostenido por dos piernas zambas, como cojitranco. El día de la explosión le vi venir por la cuesta del horno. Ya era mediado julio. Ya la escuela estaba cerrada. Andábamos dándole a la pelota, en el trinquete, metiendo el relleno con las vetas del cáñamo, bien áspero, sentados debajo del buzón de las cartas.
 Venía metido en el rebozo de una manta a cuadros y con la gorra calada. Con toda la chicharrina. Nos echamos a reír cuando le vimos la facha.
Arremetió de un tirón las escaleras que nos llevaban hasta la escuela, por donde la casa de Tremedal, y ya se metió en la suya, umbría hasta en verano.
Se corrió la noticia por todo el pueblo. Con la aguareda de la mañana andaba Chichorro a la busca de vaquetas enriscadas en los tomaros. Chichorro le pegaba a todo en lo de la busca. No se enganchaba al entrecaveo ni se metía en ninguna cuadrilla de segadores cuando el abatir de los trigos. Por tener no tenía más que un arreñal junto a la fuente de Val de Peral. Recogía un hilo de agua desde la poza del abrevadero y luego, de a pocos, regaba algunas matas de judías. Andaba siempre por allí. Que si ponía lazos para cuando entraban las liebres, que si hilando cuerdas por si picaba la perdiz, que si a la espera del tajubo entre los panizos, que si a preparar la trampa para la caza de los topos. Por El Alcamín se decía que a Chichorro le gustaba poco el trabajo.
         Pensé en esto y en lo otro cuando el mozo canijo se sentó en las escaleras que dan entrada a mi casa. Aquí mismo, Rulfo, cerca de ese poyo que tú ocupas. No lo había visto nunca y me dijo que había venido a El Alcamín por traerle una lápida a su padre, metido ya en uno de esos nichos cuando el recinto de tierra se acabó.
Cómo voy a saber quién es si ni siquiera vino con nosotros a la escuela. Debió nacer un par de años después del día en que su padre apareció por la cuesta del horno. Se metió en su casa luego de subir por las piedras de la barbacana y ya se acabó. Luego vinieron las dijendas de las mujeres en el carasol y en el lavadero.
Aún se puede ver el agujero de la explosión. Cerca de los pinos ralos de la siembra empeñada de los ingenieros, encima de la balsa del Tormagal. Chichorro se llegó hacia allí por enganchar una lazada a la entrada de un caño de conejo, debajo de las piedras que limitan el barranco. Subió hasta el Plano por regresar al pueblo en los límites de la torrentera y le dio por enganchar un cabo de cuerda a un mortero a medio enterrar. De aquellos con que nos sacudieron cuando la guerra.
 Llevaba un tiempo en que vendía a Pellejero los peines de balas que encontraba y los cartuchos abandonados por los cazadores. Por los restos del obús le hubieran dado un par de duros, que eran perras tal como estaban los tiempos. Menos mal que la cuerda trenzada con cáñamo era larga. Se había escondido al otro lado de la barranquera por miedo a la explosión. Aún queda un buen agujero, Rulfo. Chichorro terminó abajo, casi metido en la balsa ahora desecada. Los juncos de la orilla le salvaron. Medio atontao dicen que se quedó un buen rato. Fue después cuando apareció envuelto en la manta de cuadros, cuando le vimos llegar con los ojos sin sentido, sin hablarnos ni hablarnos.
Medio año como tontusco de aquí para allá. Se sentaba en el café de Felipe y miraba cómo los demás echaban los cuartos al guiñote. Volvía a su casa y con la Chichorra se quedaba sentado en la banca de piedra, junto a la herrería, al lado de la salida de las aguas del molino. Los dos consumidos como un par de olivas resequidas. Al poco Chichorro dejó el lugar.
No sé muy bien por qué su hijo apareció por aquí. Me extrañó que me preguntase por mi padre, por Mariano, por los Repoyos y hasta por los Novatos. Él no sabía nada de este pueblo pero su padre le debió hablar de El Alcamín. Aún le preparé un café. Vi como una chispa en sus ojos mientras miraba las tapias del cementerio. Bajó más tarde hasta la calle Mayor por el camino escalonado de Las Calzadas y se escabulló sin más.
Me quedé parado sobre el verdín herboso nacido entre las grietas calizas de la era de Terrer y, al poco, ya por la revuelta aguda subía un coche y se perdía por los llanos de la Cruz de Santana.
No volverá nunca más. Aquí no se le ha perdido nada. Ya le puso la lápida a su padre. Ya cumplió.




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