Haitianos dispuestos para el tajo. |
Fue en nuestra tercera estancia en la isla
llamada antaño La Española, hoy República Dominicana, cuando crucé el puente
sobre el río llamado de “La Masacre”.
La masacre la había dirigido el dictador dominicano Leónidas Trujillo
sobre sus vecinos haitianos. El río es quien marca la frontera, allá por
Dajabón. Ocurrió el 28 de octubre de 1937. Las crónicas hablan de 25.000
haitianos muertos a machetazos, empalados, quemados.
Trujillo estaba obsesionado por
blanquear el color de la piel de sus compatriotas y para él súbditos. Siempre
dijo, y consiguió que calase entre los dominicanos, que los haitianos eran más
negros que quienes habitaban al otro lado del río, donde él instigó y
desencadenó la masacre a golpe de machetazo limpio y húndete en el fango.
Era nuestra tercera estancia bregando
en escuelas de La Romana con niñas y niños y con las gentes de los bateyes de
alrededor en donde habitaban, es un decir, los trabajadores de los campos de la
caña de azúcar.
Trabajo duro llevado a cabo por los esforzados
emigrados, casi siempre indocumentados haitianos, marginados en muchos casos
por estos del otro lado del puente, ahora lleno de gente que viene de allá, de
la otra orilla del río. Sí, el de “La Masacre”.
Llegaban
cargados con fardos saqueros a la espalda, con descomunales vasijas repletas de
objetos colocadas sobre la cabeza erguida de las mujeres. Todos, ellas y ellos,
reflejando sobre sus rostros sudorosos los rayos de un sol del interior Caribe
que aplastaba su negritud de siempre.
Habíamos
llegado allí en un viaje apretujado dentro de una yipeta alquilada durante el
mediodía del sábado y hasta el domingo, después de nuestra jornada laboral. Nos
habíamos detenido en un batey donde atendimos a las gentes que hacían cola para tratar su
conjuntivitis. Nuestra medicina era bien simple: agua tomada en La Romana y sal
diluida en ella. Sencillo suero sin más, enseñado a preparar a las gentes que
ocupaban las desvencijadas casas de madera atacada por las humedades y los
ácaros, propiedad, por supuesto, de los accionistas de los extensos campos del
monocultivo de la caña, transportada luego al ingenio azucarero del Central
Romana, allí, cercana a la lujosa Casa de Campo, el lugar de las villas
lujuriosas, con sus hípicas privadas, sus campos de golf, sus helipuertos, sus
yates ofensivos, sus fiestas y sus devaneos de negocios, enclavada en su
exclusiva y excluyente propiedad privada de los Altos de Chavón.
Tan
sólo aplicábamos unas gotas de suero en los ojos y las gentes se iban contentas
sin señalar una mueca en su rostro. Volvían a sentarse en el suelo y seguían
mirando a quienes pasaban y pasaban por el suero que creían sanador.
Ninguno
de aquellos rostros, ninguna cara de aquellas gentes, mostró una mueca de
sonrisa. Nunca vi a ningún hombre, a ninguna mujer haitianos, sonreír. Como si
una tragedia hermética presidiera su semblante. Sólo aprecié un rictus de
relajo en los labios abundosos del viejo que tenían encerrado en una jaula
construida con ramas de ceiba en medio del poblado, desbordada su cara por unos
ojos desorbitados, encerrado allí por loco según decisión de sus propios
vecinos. Como un Quijote en medio de los campos sin límites del cultivo de la
caña.
Y
fue al poco cuando recabamos en Dajabón, en la misma frontera con Haití, en
aquel día de mercado en que acudían las gentes de un lado y otro, en este norte
de la misma isla que fue La Española y ahora son dos países separados y
marginados por este río que se llama, sí, de La Masacre.
Las
fotografías muestras bien a las claras este ir y venir de las gentes de un lado
y otro de la frontera. Ropas y zapatillas de la ayuda internacional, plátanos,
yuca, papayas, piñas, aguacate, mangos, frijoles, arroz y cuantos productos
necesarios para poder sobrevivir son comerciados un día a la semana en este
lado de la frontera. Acuden los haitianos, cruzando el puente, cargados hasta
los topes como mucho ayudados por un carretillo de mano, y a este lado les
esperan los dominicanos con sus camionetas llenas de arroz, de azúcar de
plátanos, de los frijoles cultivados en el valle de Constanza o en la Vega.
Cuando
se abrió la frontera entraron en tropel miles de haitianos, en ocasiones
latigados por los palos de los guardias tratando de calmar el sofoco y las
ansias que causan los estragos del hambre.
Nos
vimos atrapados por aquel mercado sudoroso, como perdidos autonautas de una
cosmopista saturada de gente donde se me presentó tanto y tanto dolor de este
pueblo haitiano, tan castigado por la vida a lo largo de la historia.
Fue
en la noche, justo cuando ocupamos una habitación en el mismo hotel “La
Masacre”, cuando rememoré la historia y pensé en aquellos años de 1791 a 1804,
cuando se produjo la primera sublevación de los esclavos negros y se abolió la
esclavitud en la tierra que vino a llamarse Haití. Sublevación que nunca le perdonaron las
naciones que dominaban las colonias y parece que marcaron para siempre a las
tierras de estos lugares, a las gentes antes vendidas como esclavos y luego
vendidas por ellos mismos y masacradas una y otra vez a lo largo del tiempo más
cercano por los Duvalier, papa Doc y su boy, con sus ejecutores “tonton
macoute” que se llevaron por delante a machetazos y a tiros en medio del hambre
de siempre a más de ciento cincuenta mil haitianos.
Luego, para no perder la costumbre a
su fidelidad de siempre, vinieron los huracanes, llegaron los terremotos, y de
nuevo los huracanes y otra vez los huracanes y los terremotos y el hambre otra
vez, y la miseria.
La miseria interior que me embarga de cuando
en cuando en el momento en que cierro los ojos y veo una vez y otra, y otra y
otra, a estas gentes haitianas.
(Sí, ya sé que no valen las palabras,
valen los hechos. Esos me los callo).
Cruzando el río para llegar antes. |
Se abre la verja de la frontera. Quien más pueda para él. |
Después del huracán nos queda esto. |
Dos bestias. Papá Doc y su hijo. Los Duvalier. |
Dicen que estoy loco. Mírame a la cara. ¿Lo entiendes? |
Los helicópteros sólo toman fotografías. Nada más. |
Sí, aquí seguimos. |
Mi noche de insomnio en tu segundo hogar. |
Cada uno cruza el río enfangado como puede. |
Acaba el día. Volvemos con lo que podemos. |
El hambre nuestra de todos los días. |
Aquí no se salva ni la bandera del palacio presidencial. |
Decías que eras pobre y tenías unas piedras. |
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