lunes, 22 de enero de 2018

Puesto que Franco nos salvó de la muerte con la ayuda de Dios... ... ...





 

 
Primeras lecturas. Cuando los años cincuenta... del siglo pasado.


Había sólo un ejemplar en la escuela. Lo guardaba el maestro dentro de un armario de puertas mugrientas. Nos lo dejaba leer cuando ya lo hacíamos de carrerilla luego de haber estado tanto tiempo con aquello de la eme con la a ma y la pe con la a pa.
         En nuestras casas nadie ni ninguno teníamos un libro. Y todos lo queríamos leer a la vez. Por eso nos peleábamos entre nosotros y  hasta perdonábamos las partidas de pelota dispuestas debajo de la escuela, en el trinquete, las que nos dejaban las manos llenas de sangre entre las quebrazas que se nos abrían en los dedos curados con nuestros propios meos.
         Nos sabíamos los viajes de memoria y hasta los más mayores nos los recitaban e nuestras espaldas cuando los pequeñajos seguíamos la lectura.
         No habíamos salido nunca del pueblo, ni nos imaginábamos cómo era aquel acueducto o viaducto, ni aquellas torres que se nos quedaban sin imágenes aunque llenas del sonido de aquella palabra tan rara llamada mudéjar que con el tiempo se antojó tan bella.
         Y se nos quedaba bien adentro metida la imagen de aquel todopoderoso que nos miraba vigilante colgado en la pared central de la escuela, junto a la cruz donde boqueaba agonizante aquella figura desgarrada de dolor con el paño blanco cubriéndole las vergüenzas. Miradas de reojo por el pijaito de pelo engominado retratado a su lado, arremangada su camisa bordada en rojo con flechas yugoladas. Detrás justo del sillón ennegrecido de madera sobada que ocupó siempre y en todo lugar el maestro, quien nos hacía cantar todos los días , antes y después, aquellos himnos gritones de los luceros que nunca supimos qué eran, de la primavera dicente siempre que reía y del paso alegre de una paz manchada por aquel marxismo del que nos apuntaba la lectura, que vete tú a saber qué significaba la dichosa palabreja de la que los más mayores sólo nos decían que se escribía con equis, oye tú, con equis.
         Y por supuesto nos daban miedo las momias en que nos íbamos a convertir si aquel soldado de la estampa paginada apretaba el gatillo y nos cascaba el balazo.
         Aunque, claro, Franco todopoderoso, con la ayuda de Dios, que para eso se habían puesto de acuerdo en nuestra imaginación escolar, nos salvaría de la muerte.
         Y desde nuestro Teruel, nunca visto con nuestros propios ojos, seguíamos leyendo y viajando por la España que tantos años después llegamos a conocer y aun adquirir el libro de aquellos tiempos, en los mismos días en que el mismísimo general de todos los ejércitos, condecorado con la mismísima medalla laureada de san Fernando que él mismísimo también se concedió a sí mismísimo, se cagaba, hecho un guiñapo, en forma de melena según nos radiaban y aun televisaban los parlantes de turno delante de aquellos que se firmaban, según decían, el equipo médico habitual. Justo entonces, en los días ya lejanos de interminables exámenes de aquellas oposiciones que sólo se celebraban en la villa y corte madrileña, mientras el rastrapaja que suscribe habitaba hospiciano en una pensión de habitáculos barojianos en la mismísima calle Mayor, encontré, mientras caminaba de igual modo en paseo barojiano, en la mismísima cuesta de Moyano, cercana al lugar de suplicio opositor, encontré digo, entre los escombros de libros, éste igual que aquel que guardaba en el armario seboso nuestro maestro sentado todos los días en el no menos pringoso sillón, protegido por los retratos de nuestros dioses ya perdidos.






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