lunes, 2 de diciembre de 2019

Castelfrío. Trincheras



Restos de las trincheras de Castelfrío. noviembre 2019.  foto cac.


            Con la primera nevada del año me he llegado hasta Castelfrío. Ha amanecido un día claro y el viento está en calma. El sol ilumina las tierras que vadea el río Alfambra.
           
Desde este lugar donde hundo mis botas en la nieve, metido en los restos de las trincheras picadas entre estas piedras lajas, tengo allá abajo Escorihuela, más lejos, hacia el norte y agazapados entre vales y regatos salpicados de chopos ya otoñales quedan Orrios y Villalba Alta. En la llanada hacia las cuencas mineras la torre de Perales y aún, a los pies de los molinos ventosos Cañada Vellida y el torreón ermitaño de Rillo y Fuentas Calientes escondido, y Lidón y Visiedo, el montículo de Argente y en la falda de la sierra Palomera, Camañas.
            Justo enfrente al otro lado del río donde van a parar los barrancos de este bien llamado Castelfrío queda Alfambra y su castillo arruinado, presidido por el santocristo elevado por la fiereza de un cura de rompe y rasga y aquí te espero pecador, que perdiste la guerra y lo purgarás.
            He querido llegarme hasta esta cota marcada por la última guerra civil. Hasta este observatorio de privilegio donde pasaron unos meses soldados maltrechados llegados, muchos, desde tierras en donde solo sabían de huertas sin heladas, naranjos y algarrobos.
            Se encontraron metidos en estas trincheras picadas por ellos mismos en donde no existen más que las piedras y las piedras.
            Algunas rocas más recias les protegían sin más cuando apoyaban su espalda mirando al este, hasta el otro lado del duro altiplano que llega hasta El Pobo y Cedrillas y, más allá, Sollavientos, otro nombre bien ajustado.
            Las piedras, laminadas, estriadas por los hielos, arrancadas a pico por unas manos que se iban aquebrazando por los sabañones, formaron los parapetos de vigilancia sobre toda esta vaguada que tengo ahí abajo, marcada ahora por los colores verdiamarillos de los chopos en su otoñada.
           
Castelfrío, al fondo. 2019. foto cac-
Pienso y pienso en las gentes de esos lugares que contemplo ahí abajo, de sus penurias en los inviernos de aquellos dos años primeros de la guerra y los que siguieron de hambre, frío, cárceles, dolor y muerte.
            Por aquí, justo por encima de donde me encuentro ahora, se tiraban en picado los aviones de aquella Legión Cóndor para sembrar la destrucción y la muerte, mientras experimentaban las armas que les servirían luego a Hitler y a su gente en una guerra más larga y aún más atroz.
            Allá enfrente, sobre las tierras arcillosas que llegan hasta Celadas, quedaron los lugares destruidos y las gentes en los senderos de los andares entre barrancas.
           
Masadas arruinadas, partidas por el camino entre Cedrillas y El Pobo. foto cac. 2019
Justo por ese camino asfaltado que atraviesa ahora entre el collado de esta sierra llegó la retirada, la reculada de las tropas republicanas ante tanto bombardeo, tanto desastre y aún tantas gentes asustadas por el temor del runrún causado ante una carga de la caballería del llamado Monasterio, que no supuso para él, hay que decirlo bien claro, más que un paseo de cuarenta kilómetros entre Rubielos de la Cérida y Alfambra. Los soldados republicanos se entregaban desarmados entre su artillería ya destruida, mientras otros más en retaguardia comenzaban su ascenso por estos parajes buscando el refugio y el rearme hacia Gúdar y el Maestrazgo. No faltaron a esta cita de angustia las tropas mercenarias conocidas por todos como los moros de Yagüe, con licencia en su nómina para el pillaje y aún persecución carnal sobre las mozas de estos lares. Algunas se escondían en desangeladas parideras de ovejas sin techumbres, arrancadas para encender los fuegos con sus vigas y así combatir el frío.
            Frío y frío y hambre y hambre.
            Trincheras en esta guerra que alguno llamó de las cotas. Estas cotas repobladas luego en los años cincuenta del siglo pasado por pinos, arrasados ellos mismos hace unos años por incendios propagados en los descuidos de las gentes y en los rayos incendiarios de las tormentas. Descuidados porque los incendios se apagan en verano, cuando hay que cuidar el bosque. Descuidados también por el abandono de la ganadería extensiva que tanto y tanto bien supone y que no hay manera que los politiquillos que pueden no la afronten.
            Es una tierra esta que clama y clama que aquí está, que lucha de manera firme por subsistir, que no es poco.
            Tierra dura y hermosa, de gentes recias, bien tiesas sobre estas trincheras curtidas por el viento, el frío, el sol que me da en la cara frente al valle, mientras llega la esperanza.

foto cac. noviembre 2019.



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