Los exploradores dijeron que querían ir a la rambla Barrachina. Y hasta allí nos llegamos. Es el uno de agosto de este dos mil veintidós. Parece como si entráramos en el territorio de la Media Luna, en la caldera ardiente de Comala, donde Rulfo, de nuevo y otra vez, nos ha hecho llegar. Estamos tan sólo a unos quilómetros de Teruel, al comienzo de la carretera, infernal, que llega hasta Cuenca. Nos hemos metido por un camino arcilloso que no es más que el comienzo de la rambla ardiente. Un par de parideras destartaladas en esta desolación quizás han servido algún día de cobijo para las ovejas. Ahora no queda resto de ningún animal. No tienen las paticortas ni una mata para llevarse a la boca.
Tan sólo allá, a la sombra de aquella sabina, divisamos cinco cabras montesas que nada más vernos arrancan a refugiarse ni se sabe, camufladas entre las arcillas agrietadas por las barrancas, que, tampoco, ni se sabe, arramblaron en un día ya lejano de tronada. En este tramo de la rambla todas las tierras están abandonadas hace tiempo. Los ribazos cabeceros de los bancales sostenidos con piedras arrastradas tampoco sé de dónde se han resquebrajado y arruinado. Sólo quedan barrancas profundas horadadas por las lluvias del tiempo no sé cuándo.
El lugar es hermoso y desolador. Las palabras de Manuel Machado me llegan en la chicharrina espesa con el sabor salado de la sed: "Quema el sol", el aire (si lo hubiera) abrasa.
Los exploradores me ganan la mano y las piernas que empiezan a pesarme. Nos refugiamos debajo de la sabina donde estaban las cabras. No existe otro árbol alrededor. Sólo arcillas en esta quebrada arcillosa y arcillosa que se erige a diestra y a siniestra de nuestro caminar.
El más joven de los exploradores con sus ropas de camuflaje asciende hasta los restos de algún refugio pastoril o de las gentes que hasta, en tiempos, se llegaban para labrar estas tierras ahora baldías o acudían en momentos como este para, con la hoz en una mano y la zoqueta en la otra, segar los centenos o las avenas que por aquí hubiera.
Más allá de estos cinglos castigados por los vientos y las lluvias cuando llegan, esmerilados en sus grietas, se sitúa la Muela sobre Teruel. No puedo menos de pensar en la situación que aquel febrero de mil novecientos treinta y ocho sufrieron los soldados de aquella Brigada primera de Navarra de la que tanto pesumidó el, entonces, teniente coronel García Valiño. Por aquí entró con sus fuerzas de requetés, falangistas y moros, protegido de los bombardeos que le lanzaban las tropas republicanas apostadas en Castralbo. Aquí se protegió y luego llegó hasta la masada Roya, ya en terrenos del Alfambra, y consiguió entrar en Teruel. Cayeron muertos muchos de sus soldados. Bien poco que le importaban a él según sus propias memorias.
Pienso en aquellos muchachos atrapados por el frío, por sus alpargatas o botas embarradas por estas arcillas que se pegan y se pegan a los pies, por el miedo y las amenazas se aquel militar guerrero.
En lo alto de esta aridez desangelada y bella, en la ladera que mira hacia el este, se arraciman algunas sabinas. Detrás las arcillas agrietadas nos contemplan altivas y soberbias.
Caminamos ya en descenso hasta alcanzar la salida de esta rambla. En lo alto de una quebrada dos jornaleros, achicharrados por el sol y deshidratados por la sed, están levantando una pequeña construcción prefabricada con maderas que tampoco acierto a saber para qué.
Estos lugares llenos de soberbia belleza te atrapan mientras quema el sol y el aire asfixia.
"Al destierro con doce de los suyos", decía Machado.
El cardo borriquero, seco como un tasturro, es nuestro compañero de viaje. |
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