Mi
maestro de escuela. 1
Él me enseñó a leer y también a
escribir. Fue en la celular, cuando llegamos allí llenos de miseria. Teníamos
montones de hambre. La hubiéramos cogido a capazos si hubiéramos tenido
capazos. Tirábamos la camisa hecha girones al suelo y, al poco, se movía sola. Por
los piojos. Allí, junto al río, detrás del convento de las monjas, las Anas,
también cárcel, amontonados todos, acurrucados en el suelo.
Ni colchoneta ni nada. Suelo. De tierra.
Húmedo. Y hambre. Nos rodeaba el hambre. Los barcos no llegaron. Nos quedamos
atrapados. En el puerto de Alicante. Y luego en Albatera. Antes de que nos
llevaran a la plaza de toros.
Don
Marcial decía entonces que al menos en las noches veríamos las estrellas y podríamos
soñar. Soñar con los ojos abiertos.
Y
allí fue cuando comenzamos a leer. Tenía Don Marcial sólo lo que le quedaba de
un viejo lapicero. Rellenaba la tarjeta obligada, el único papel en que podía
escribir una sola carta cada quince días a sus hijas y a nosotros nos escribía
con aquel mismo lápiz y sus dedos en el albero de la plaza, sucio y lleno de los
excrementos esparcidos por los presos. Luego fuimos juntos a Santa Clara. Fue
allí donde organizó la escuela.
Mientras,
esperábamos la sentencia de un juicio del que no sabíamos de qué éramos
acusados. De auxilio a la rebelión o apoyo y participación en la misma. Aquello de la justicia al revés. Y nos
caían las penas.
Algunos
desaparecieron para siempre en las sacas de las madrugadas. Oíamos los disparos
atropellados de los piquetes. Y luego los tiros aislados. Los de gracia, decían.
Y ya no volvían.
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