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El tió Cleto tenía la era justo
debajo de Las Chozas, las cuevas donde jugábamos, excavadas en los escarpes de
las laderas de arcilla, por donde caminábamos a cuatro patas entre resbalones y
sangrado de rodillas, por lo de las piedras y los afilados cuarzos enterrados
en ellas.
El tió
Cleto con su dale y venga de todos los días había conseguido abancalar primero
y aplanar poco a poco aquella ladera y allí, arrastrando piedras traídas desde
El Rebollar, sujetar una barbacana en donde levantó las paredes de un pajar que
aún no había conseguido tejear cuando se lo llevaron a la cárcel.
Ni siquiera abandonó el pueblo
cuando los bombardeos de enero y de febrero del treintaiocho. Se metía con
mulos y todo en estas mismas cuevas donde nosotros jugábamos en nuestra niñez
de aprendices. Cuando las pavas alemanas se perdían con sus bombas por la
masada Blanca y más allá, seguía dándole al pico y a la pala por aplanar
aquellas arcillas. Y guardaba sus lágrimas secas llenas de rabia cuando los
corrales y las casas abandonadas por sus dueños en la evacuación saltaban
hechas pedazos, desventradas por los obuses lanzados desde las panzas de
aquellas pavas anunciadas con el toque de campanas desde la iglesia.
Al tió Cleto lo metieron en la cárcel en la
Pascua de aquel abril del treintainueve como metieron a unos cuantos más. En el
otoño de un par de años antes, cuando llegaron los de la FAI aquí a Larroya y
se llevaron por delante a una docena entre hombres y mujeres, el tió Cleto,
quieras que no, entró en la Colectividad. Qué más le daba a él trabajar de sol
a sol, o de luna a luna, y entregar el centeno o las remolachas a la
Colectividad si luego lo repartían y hasta le tocaba algo en el escaseo de
todos los días.
La media docena de las
gentes que más tenían, que más tierra podían labrar, se habían ido con sus
mulos y con sus ovejas hasta el otro río, detrás de Palomera, por los donde los
alzados contra el gobierno se habían hecho fuertes. Aquí en Larroya se quedaron
quienes no tenían más que sus manos, a lo sumo un par de machos, que ya era
tener, y algún pegujal lejano roturado en el monte. Daba igual trabajar para
unos que para otros y hasta compartir del reparto amortiguaba el dolor de los
desastres diarios de aquella guerra llena de destrucción y muerte.
Al tió
Cleto no le gustó nada lo que ocurrió aquel otoño del treinta y seis cuando
entraron a las bravas los milicianos de la FAI. Ya los pudientes habían cruzado
por Santa Eulalia y Aguatón al otro lado, ya aquí no quedaban más que las
familias que andaban esperando algún jornal como pastores o como agosteros en
el verano, o como criados sin sueldo en las casas de los terratenientes. No le
gustó nada que aquel Juan el loco, enseñase el pistolón colgado en su cinto y
amenazase a quienes remilgaban con lo de la Colectividad.
No le gustó nada que humillasen a
sus conocidos de siempre con cinco o seis hijos aún mocosos porque no llegaban
a las puertas de la casa ocupada de Don Marcial, por la mañana temprano, para
recibir las órdenes de un Juan el loco, que había salido de una imprenta
valenciana y no sabía ni de rosadas mañaneras, ni de sembrados, ni de labranza
ni de riegos a sus horas.
No le
gustó nada cuando se enteró que Juan el loco, el jefe de aquella columna de
milicianos decidiera quién iba a morir y quién se quedaba vivo. Habían escrito
una lista de un par de docenas de gentes. Que si no habían colaborado en la
quema de los santos de la iglesia, que si trabajaban para los ricos por cuatro
sacos de trigo, que si no acudían prestos cuando les requería la
Comunidad, que si ampararon al Cura tralará.
Una
lista de dos docenas, que corría de boca en boca que conocía el tió Cleto y que
dejaba llegar hasta los interesados. Para que se escaparan con sus familias,
para que no fueran por aquí o por allá, para que salvaran su vida sin
más.
Y cayeron doce, entre hombres y
mujeres, y los dejaron abandonados en los barrancos de la Serna, en el Rubial y
en la Vuelta de los Olmos. Y él mismo tuvo que recoger el cuerpo de algún
pariente y compartir después el trabajo, las patatas, el trigo y las remolachas
con los hijos, aún mocosos, de quienes sin tener dónde caerse muertos caían
bien muertos y fusilados para siempre.
Luego,
después de aquel otoño de tanto dolor y tanta muerte se sometieron a la
Colectividad y casi al pronto comenzaron los conflictos, con el reparto de
tierras nunca propias para el trabajo y los trigos depositados en la fábrica de
harinas, o los sacos almacenados en los comercios o los ganados de ovejas y
corderos del Sindicato de la carne.
Y el tió Cleto y
muchos más se sumieron en un silencio turbio en el que nadie tenía casi nada y
todos cargaban con la mezquindad de una guerra.
Y entraron unos y otros en Larroya,
y bombardearon los de un lado y los de otro, y los evacuaron de aquí para allá
en una desbandada sin sentido llena de llantos y de miserias por los caminos
helados, y el hambre, y la muerte, y la muerte. Y ya en febrero del
treintaiocho, cuando los soldados que aún quedaban de aquellas divisiones
mixtas, emprendieron la desbandada y dejaron a las gentes asustadas y a su
abandono apareció entre la niebla la anunciada caballería y los moros de Yagüe,
con su derecho al saqueo de lo poco que quedaba en las casas abandonadas y el
perseguido derecho de pernada sobre las mozas codiciadas.
Y el tió Cleto, y otros como él, con
su boina agujereada, su camisa rayada, su faja, sus pantalones remendados y sus
albarcas arrastradas volvieron a lo de siempre, esperando lo que vendría sin
saber cómo viniera.
Y llegó, claro que llegó, el día en
que se lo llevaron a la cárcel. A otros de su misma quinta se los habían
llevado unos meses antes a la de san Miguel, allá en Valencia, y a él a la de
aquí cerca, a la de Teruel. Sin más ni más. Medio año entre las paredes
enrejadas, junto a la iglesia de los franciscanos.
Cada quince días una visita de lejos
y entre voces de su mujer. Un pedazo de pan y una miaja de tortilla. Y sin
saber de qué le acusan a uno. Y las ropas más deshechas, y trabajar haciendo
cestos de mimbre sin saber para quién ni por un céntimo, y el hambre de todos
los días, y más gente y más gente en la cárcel. Y un día traslado al campo de
concentración de san Juan de Mozarrifar, y un juicio con otros cincuenta y tres
en el mismo saco, y acusaciones de pertenecer a no sé qué sindicato, y apoyo al
Comité revolucionario de Larroya, y montar guardias los primeros días de la
guerra, y denuncia del cura que luego se encargó de desaparecer para siempre al
alcalde republicano, y tener la lista de los doce que se llevaron por delante
aquellos desatados de la Fai. Y treinta años por adhesión a la rebelión. Justo
la justicia al revés.
Y el tió Cleto sabía que nada de
aquello era verdad. Y se tragó sus años en Torrero, allá en Zaragoza,
apretujado con tanto preso y tanto preso que entraba y salía, muchos para no
volver. Y se acogió a aquella trampa de la redención de penas. Y por cada dos
días de picapedrero en Belchite y luego en El Dueso consiguió dormir en su casa
controlado por la Junta de vigilancia local, que vaya si le vigilaba.
Él volvió hasta Larroya. Y se
encontró con que su mujer, la Campanera y su hijo, nacido justo el 15 de abril
del treintaiuno, cuando proclamaron la República en Larroya, habían echado ya
el tejado y habían cultivado los pegujales del secano y, a carga en los mulos
con samugas, llevado el centeno hasta la era. Y se dio cuenta de que su
mujer y su hijo, a quien había puesto por nombre Humanitario aquellos días de
la República, eran tan caínes como él en el trabajo.
“Es un Caín trabajando” decía su
vecino Nicolás cuando pasaba delante de
su casa. Y se lo decía a los nietos que le hacían rabiar quitándole el garrote
que mantenía en sus manos, protegido por la sombra del porche del corral.
Claro que era un Caín trabajando. Lo
sabíamos muy bien quienes le mirábamos desde la boca de las Chozas, encima de
su era, cuando daba vueltas y vueltas a la parva, cuando supimos que desde que
volvió de la cárcel no hizo más que trabajar y trabajar. De sol a sol y de luna
a luna. Ya no habló más que con su familia y poco. Sólo un “alante” con quien
se cruzaba cuando por la calle, de madrugada, se iba al tajo. Ya no hubo ni un
día de fiesta ni para él ni para Humanitario. Labraban uno y otro roturando el
monte hasta que reventaban a los mulos y hasta se vio alguna vez a Humanitario
tirar delante del aladro. Y fue trayendo los mejores trigos rubiones. Y
entrecavó las mejores remolachas de la vega. Y se encerró en el trabajo y en el
trabajo. Y en los veranos lo reclamaban para que fuera el puntero de los peones
segadores después de que él ya había hecho su campaña con la hoz en la mano por
tierras de Murcia y Albacete, hasta que por la serranía de Cuenca llegaba hasta
Molina y cruzaba luego el Jiloca para llegar de nuevo a Larroya. Allí le
esperaban quienes habían vuelto de nuevo, quienes evacuaron su casa cuando la
guerra. Y se dejaba los riñones de tanto doblarse amorrao entre los trigos. Y
luego siega tus salobrales y lleva el trigo a la era y trilla y aventa, y como
eres un Caín trabajando échame una mano en el aventeo.
Y por allí pasaba, por delante de la
casa del tió Cachaza, su vecino Nicolás, el que fue a San Miguel de los Reyes y
volvió luego como él. Y era entonces cuando nos enterábamos de las mentiras y
más mentiras, de las denuncias de los Guillomos, de los correveidiles de
siempre quienes, también sin tener donde caerse muertos, firmaban lo que les
decían que tenían que firmar.
El tio Cleto se inundó de silencio
para siempre y ni siquiera le contestaba al cura presumido requeté que llegó
por aquellos años, el mismo que soflamaba en la iglesia y contaba cuántos iban
a misa los domingos y quiénes pecaban porque labraban y labraban y dedicaban
sus días al diablo. El cura requeté recogía casa por casa la primicia que decía
que le correspondía a la iglesia y arrastraba a las gentes a comulgar por
Pascua florida como decía y predicaba.
Y fue el tio Cleto quien a las rasas
le dijo, cuando le echó en cara tantas veces que no cumplía con la Iglesia,
que hasta aquí, que su misa y su olla para él, que el pan lo compartía
con sus gentes y su trabajo, que las hostias a su tiempo, que las procesiones
por las sendas de las ovejas, que los lujos en las albarcas, que los requetés
ya le habían dado suficientes cristazos, que no denunció a nadie, que salvó a
más de uno, que el infierno ya lo había pasado, que se dejara de terrores y
castigos divinos, y de guerras de romanos y cartagineses, de rosarios y de
vísperas, que se fuera con él al tajo todos los días, que compartiera sus
alforjas, que luego hablara y que en su hambre mandaba él.
Que no condujo a nadie al
paredón y usté sí.
El único de Larroya que se las tuvo
bien tiesas. Y el requeté se la envainó.
Lo fuimos sabiendo poco a poco años
después cuando el tió Nicolás, el Cachaza, ya sordo, nos decía algunas palabras
después de que pasara el tió Cleto con su carro cargado con el mejor trigo rubión
traído de las roturas del monte.
Cuando nos hablaba de quien era el más trabajador del mundo, quien le salvó del
tiro cuando aquella madrugada del terror de la FAI lo condujo escondido en un
serón tapado con fiemo hasta la masada Baja, al otro lado de Palomera.
“Tió Cleto” le gritábamos desde la
boca de las Chozas. Y él se quitaba el sombrero y lo levantaba como saludo y
seguía y seguía dando vueltas a la parva sentado sobre el trillo.
(Recreación literaria de Clemente Alonso Crespo).
(Recreación literaria de Clemente Alonso Crespo).
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