viernes, 28 de febrero de 2020

Relatos de la gente humilde. "El hombre del zorzal".





                                               El Hombre del zorzal


            “Es un zorzal”

            El hombre me dijo que era un zorzal. Tenía el pico amarillento y las alas tirando a rojo. Elevaba el cuello y producía unos sonidos entrecortados, como de regocijo en su libertad vigilada.
            El hombre estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada sobre el tronco de un pino carrasco. El zorzal, posadas sus patas sobre la rama de otro pino, seguía lanzando sonidos, moviendo, girando su cuello de un lado a otro, ignorando la media botella cortada de plástico sobre la que el hombre le había dejado su preparado de pan mojado, aderezado con trozos de carne. De cuando en cuando el hombre silbaba tenue y el zorzal se volvía para mirarle.
            Me quedé a su lado, observando al zorzal y al hombre que lo alimentaba. Entre largos silencios me fue diciendo:
            “Yo ya estoy jubilado y esta es mi distracción de todos los días. Hace ya muchos años que vivo en Las Delicias. Soy de los primeros que llegaron allí. Una de las primeras casas que construyeron la ocupamos mi mujer y yo, en aquellos años en que no ganábamos más que trescientas pesetas a la semana y nos venía más que justo para comer los dos y pagar los plazos del piso. Pero mire, con mucha dificultad salimos adelante y aun criamos a nuestros hijos. Yo he trabajado toda mi vida en una calderería. No crea usted que haciendo calderos, no. Calderas. Calderas para las calefacciones. De qué cree usted que tengo estas manos con dedos tan duros como el hierro. Pues de tanto cortar y moldear las planchas con las que construíamos los depósitos en los que luego el fuego calienta el agua para los radiadores de las casas. He trabajado toda mi vida en la calderería, siempre como peón de oficio, porque estudios nunca he tenido.
            En los primeros años hacíamos muchas horas extraordinarias en la fábrica. Eran los tiempos de la fiebre de la llegada de las gentes de pan comer y se necesitaban muchas calderas para las nuevas viviendas, aunque bastantes de Las Delicias las instalaron después de levantar las casas, porque los constructores no las ponían de entrada.
            Nos nacieron los dos hijos enseguida. Mi mujer fue la que se encargó siempre de ellos. Yo no tenía tiempo. Ella se empleó limpiando los suelos de los pisos de gentes más pudientes que nosotros. En casa de dos familias de la Gran Vía y de Goya se pasó más de veinte años. Hasta hace bien poco, cuando ya mis hijos se hicieron hombres, se casaron  y se marcharon de casa.
            Yo llegué aquí a los pocos meses de acabada la guerra. A mí me tocó con los rojos. Caí en un batallón que se pasó el tiempo por los frentes de Extremadura. Tanto me daban unos como otros, que yo de eso nunca he sabido nada. Ni falta que me ha hecho. Luego, ya sabe usted, con Franco dando patadas por aquí y por allá. Me dan igual unos que otros. En todos lugares están los mangantes.

            Me vine aquí desde mi pueblo. Primero me llegué hasta Monzón, y aún me enganché a trabajar en una herrería. Pero me daban de jornal sólo lo comido por lo servido y aquello no tenía pies ni revés. Ya ve, no he cambiado nunca de oficio, siempre con el hierro a cuestas. Aún he tenido suerte. Yo quise que un hijo mío se quedase en mi puesto del tajo cuando me llegó lo de la jubilación. Pero el patrón me dijo que no podía ser, que el negocio iba de mal en peor y que de seguir así sanseacabó.
            Estamos casi igual que en mis tiempos. Mi padre no tenía oficio ni beneficio, ni yo tampoco. Lo único que tengo a estas alturas de mi vida es el piso que me compré al poco de llegar aquí, cuando me casé, pagado a plazos, que  lo mío me costaron. Al menos a mí me contrataron y nunca me tiraron, pero a mis hijos los han echado unas cuantas veces al paro y han cambiado otras tantas de oficio.
Mi padre en el pueblo trabajaba en lo que salía, en las tierras pobres, entre la vid y los olivos y algún pedazo de cereal en donde se empleaba cuando la siega. A mí me tocó oficiar de dulero, cuando dejé la escuela y no había empezado aún la guerra. Fue cuando mi padre andaba de pastor. Yo recogía las dos o tres cabras de cada casa y me llegaba por los cerros viendo cómo pasaban las horas mientras se les llenaban de leche las tetas a las cabras, las mismas que ordeñaban sus dueñas cuando yo volvía por las tardes dejando a cada una en su casa.
            Mi madre salía por los caminos recogiendo los boñigos de los machos y las mulas. Los metía en unas latas cuadradas que no supe nunca de dónde sacó y los iba amontonando en nuestro corral. Luego los tiraba en un huerto protegido por una tapia de piedras que había levantado mi padre y los revolvía con la tierra para sembrar, por la primavera, algunas patatas y cebollas que llevarse en el verano a la boca.
            Cuando ya hacía más de un año que trabajaba en la calderería encontré a Juana en enseguida nos casamos. Ella tenía muchas ganas y yo ya estaba harto de vivir solo. Juana lo pasó peor que yo, porque vivió aquí los tres años de la guerra, con la fábrica de sacos yuteros cerrada donde trabajaba su madre. Malcomiendo y malviviendo. Después de casarnos fue cuando ella comenzó de verdad a comer, como se dice, de caliente, porque hasta entonces bien mal que lo había tenido.
            A mí me gustaba en el pueblo salir con los de mi quinta a escarzar nidos de los gorriones, por ese afán que siempre se tiene cuando uno es zagal por deshacer lo qur encuentra. Me subía por las paredes de piedra de los corrales y, con mis manos sujetas en las grietas, apoyando también los pies, que parecía una araña, metía los dedos entre una piedra y otra. Les destrozábamos los nidos y tirábamos las crías aún sin plumas. Yo creo que lo hacíamos por la manía que tenían en el pueblo a los gorriones, porque se comían los granos de los trigos y picaban las flores de las olivas. Pero nunca deshice ningún nido de codorniz, ni de perdiz, ni tampoco de los zorzales que lo escondían entre  los pinchos de los espinos. Mi padre me había enseñado a respetar a los animales que luego servían para alimentar la casa, aunque a veces él trajo un par de docenas de huevos de perdiz con los que hacía una tortilla mi madre. Pero entonces eran otros tiempos. Ahora ya no hay caza y entonces iba con mi padre a poner lazos para que cayeran las perdices y aún cogíamos los conejos a la salida de los caños, también a lazo, que mi padre nunca tuvo escopeta, porque conocía muy bien por dónde anidaban las perdices y se escondían las liebres. Si hubiera tenido escopeta nunca nos hubiera faltado comida. Así tampoco, porque era muy buen lacero.
            Cuando yo encontré este zorzal, por ahí cerca, en esa pinada de ahí enfrente, me acordé de cuánto me gustaba la libertad de los vuelos de los alcotanes, de los buitres y de las águilas que rondaban por los alrededores del pueblo. Siempre me ha gustado esa libertad. No sé por qué más de una vez he soñado a lo largo de mi vida que yo era un aguilucho que volaba y volaba, subiendo y bajando por los aires, descendiendo en picado cuando me tiraba a por la presa. Lo pude coger porque tenía un ala rota. Porque estos animales, ahí donde los ve, son muy furos, y siempre andan de un lado a otro con su vuelo rápido. Pero tenía un ala rota y no tuve ninguna dificultad. Me lo llevé a casa y allí lo fui cuidando. Cuando ya estaba para volar lo traje hasta aquí para que se marchara y estuve toda una mañana intentando que se fuera. No sé por qué no le dio la gana y entonces me lo llevé de nuevo a casa. Desde entonces, hace ya más de un año, vive con nosotros. Yo todos los días, por las mañanas, me vengo con él. Le traigo unos preparados de pan mojado al que le suelo echar unos pellizcos de carne de cualquier sobra y ando entre estos árboles con él. Va y viene de un sitio a otro, entre los pinos, y luego se posa sobre mi hombro. Ahora le estoy enseñando a que vuele y venga cuando yo le digo. Como tiene esas garras tan fuertes me toca proteger mi brazo con ese trapo que me he preparado. Así me entretengo. Me lo paso mejor que estando toda la mañana sin hacer nada, tomando el sol en la plaza junto a los demás viejos. Me vengo hasta aquí con el zorzal, subo por los caminos de el Cabezo, ando por las sendas entre los pinos y hasta me llego al campo abierto. Allí suelto al zorzal y veo cómo inicia sus vuelos circulares. Va y viene, picotea la comida y se ha acostumbrado a las voces que le doy para que vuelva. Luego me acerco hasta estos lugares de los pinos donde él hurga entre las hojas ya secas, canturrea a su manera y siento que me quiere decir algunas cosas. Yo le hablo y parece que nos entendemos. Usted dese cuenta cómo parece que habla cuando lanza esos chiflidos y mire cómo mueve el cuello y levanta el pico, parece como si se estuviera riendo. Está contento. Si un día quisiera irse me parecería bien pero creo que no tiene ganas, en mi casa se encuentra a gusto. Y yo igual con él. Ahora ya tengo un bisnieto, se llama Hilario, como yo, y dentro de poco me lo traeré conmigo y el zorzal, para que vea cómo vuelan las aves y entienda su libertad.”

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