El
Hombre del zorzal
“Es un zorzal”
El hombre me dijo que era un zorzal.
Tenía el pico amarillento y las alas tirando a rojo. Elevaba el cuello y
producía unos sonidos entrecortados, como de regocijo en su libertad vigilada.
El hombre estaba sentado en el
suelo, con la espalda apoyada sobre el tronco de un pino carrasco. El zorzal,
posadas sus patas sobre la rama de otro pino, seguía lanzando sonidos,
moviendo, girando su cuello de un lado a otro, ignorando la media botella cortada
de plástico sobre la que el hombre le había dejado su preparado de pan mojado,
aderezado con trozos de carne. De cuando en cuando el hombre silbaba tenue y el
zorzal se volvía para mirarle.
Me quedé a su lado, observando al
zorzal y al hombre que lo alimentaba. Entre largos silencios me fue diciendo:
“Yo ya estoy jubilado y esta es mi
distracción de todos los días. Hace ya muchos años que vivo en Las Delicias.
Soy de los primeros que llegaron allí. Una de las primeras casas que
construyeron la ocupamos mi mujer y yo, en aquellos años en que no ganábamos
más que trescientas pesetas a la semana y nos venía más que justo para comer
los dos y pagar los plazos del piso. Pero mire, con mucha dificultad salimos
adelante y aun criamos a nuestros hijos. Yo he trabajado toda mi vida en una
calderería. No crea usted que haciendo calderos, no. Calderas. Calderas para
las calefacciones. De qué cree usted que tengo estas manos con dedos tan duros
como el hierro. Pues de tanto cortar y moldear las planchas con las que
construíamos los depósitos en los que luego el fuego calienta el agua para los
radiadores de las casas. He trabajado toda mi vida en la calderería, siempre
como peón de oficio, porque estudios nunca he tenido.
En los primeros años hacíamos muchas
horas extraordinarias en la fábrica. Eran los tiempos de la fiebre de la
llegada de las gentes de pan comer y se necesitaban muchas calderas para las
nuevas viviendas, aunque bastantes de Las Delicias las instalaron después de
levantar las casas, porque los constructores no las ponían de entrada.
Nos nacieron los dos hijos
enseguida. Mi mujer fue la que se encargó siempre de ellos. Yo no tenía tiempo.
Ella se empleó limpiando los suelos de los pisos de gentes más pudientes que
nosotros. En casa de dos familias de la Gran Vía y de Goya se pasó más de
veinte años. Hasta hace bien poco, cuando ya mis hijos se hicieron hombres, se
casaron y se marcharon de casa.
Yo llegué aquí a los pocos meses de
acabada la guerra. A mí me tocó con los rojos. Caí en un batallón que se pasó
el tiempo por los frentes de Extremadura. Tanto me daban unos como otros, que
yo de eso nunca he sabido nada. Ni falta que me ha hecho. Luego, ya sabe usted,
con Franco dando patadas por aquí y por allá. Me dan igual unos que otros. En
todos lugares están los mangantes.
Me vine aquí desde mi pueblo.
Primero me llegué hasta Monzón, y aún me enganché a trabajar en una herrería.
Pero me daban de jornal sólo lo comido por lo servido y aquello no tenía pies
ni revés. Ya ve, no he cambiado nunca de oficio, siempre con el hierro a
cuestas. Aún he tenido suerte. Yo quise que un hijo mío se quedase en mi puesto
del tajo cuando me llegó lo de la jubilación. Pero el patrón me dijo que no
podía ser, que el negocio iba de mal en peor y que de seguir así sanseacabó.
Estamos casi igual que en mis
tiempos. Mi padre no tenía oficio ni beneficio, ni yo tampoco. Lo único que
tengo a estas alturas de mi vida es el piso que me compré al poco de llegar
aquí, cuando me casé, pagado a plazos, que
lo mío me costaron. Al menos a mí me contrataron y nunca me tiraron,
pero a mis hijos los han echado unas cuantas veces al paro y han cambiado otras
tantas de oficio.
Mi padre en el pueblo trabajaba en
lo que salía, en las tierras pobres, entre la vid y los olivos y algún pedazo
de cereal en donde se empleaba cuando la siega. A mí me tocó oficiar de dulero,
cuando dejé la escuela y no había empezado aún la guerra. Fue cuando mi padre
andaba de pastor. Yo recogía las dos o tres cabras de cada casa y me llegaba
por los cerros viendo cómo pasaban las horas mientras se les llenaban de leche
las tetas a las cabras, las mismas que ordeñaban sus dueñas cuando yo volvía
por las tardes dejando a cada una en su casa.
Mi madre salía por los caminos recogiendo
los boñigos de los machos y las mulas. Los metía en unas latas cuadradas que no
supe nunca de dónde sacó y los iba amontonando en nuestro corral. Luego los
tiraba en un huerto protegido por una tapia de piedras que había levantado mi
padre y los revolvía con la tierra para sembrar, por la primavera, algunas
patatas y cebollas que llevarse en el verano a la boca.
Cuando ya hacía más de un año que
trabajaba en la calderería encontré a Juana en enseguida nos casamos. Ella
tenía muchas ganas y yo ya estaba harto de vivir solo. Juana lo pasó peor que
yo, porque vivió aquí los tres años de la guerra, con la fábrica de sacos
yuteros cerrada donde trabajaba su madre. Malcomiendo y malviviendo. Después de
casarnos fue cuando ella comenzó de verdad a comer, como se dice, de caliente,
porque hasta entonces bien mal que lo había tenido.
A mí me gustaba en el pueblo salir
con los de mi quinta a escarzar nidos de los gorriones, por ese afán que
siempre se tiene cuando uno es zagal por deshacer lo qur encuentra. Me subía
por las paredes de piedra de los corrales y, con mis manos sujetas en las
grietas, apoyando también los pies, que parecía una araña, metía los dedos
entre una piedra y otra. Les destrozábamos los nidos y tirábamos las crías aún
sin plumas. Yo creo que lo hacíamos por la manía que tenían en el pueblo a los
gorriones, porque se comían los granos de los trigos y picaban las flores de
las olivas. Pero nunca deshice ningún nido de codorniz, ni de perdiz, ni
tampoco de los zorzales que lo escondían entre
los pinchos de los espinos. Mi padre me había enseñado a respetar a los
animales que luego servían para alimentar la casa, aunque a veces él trajo un
par de docenas de huevos de perdiz con los que hacía una tortilla mi madre.
Pero entonces eran otros tiempos. Ahora ya no hay caza y entonces iba con mi
padre a poner lazos para que cayeran las perdices y aún cogíamos los conejos a
la salida de los caños, también a lazo, que mi padre nunca tuvo escopeta,
porque conocía muy bien por dónde anidaban las perdices y se escondían las
liebres. Si hubiera tenido escopeta nunca nos hubiera faltado comida. Así
tampoco, porque era muy buen lacero.
Cuando yo encontré este zorzal, por
ahí cerca, en esa pinada de ahí enfrente, me acordé de cuánto me gustaba la
libertad de los vuelos de los alcotanes, de los buitres y de las águilas que
rondaban por los alrededores del pueblo. Siempre me ha gustado esa libertad. No
sé por qué más de una vez he soñado a lo largo de mi vida que yo era un
aguilucho que volaba y volaba, subiendo y bajando por los aires, descendiendo
en picado cuando me tiraba a por la presa. Lo pude coger porque tenía un ala
rota. Porque estos animales, ahí donde los ve, son muy furos, y siempre andan
de un lado a otro con su vuelo rápido. Pero tenía un ala rota y no tuve ninguna
dificultad. Me lo llevé a casa y allí lo fui cuidando. Cuando ya estaba para
volar lo traje hasta aquí para que se marchara y estuve toda una mañana
intentando que se fuera. No sé por qué no le dio la gana y entonces me lo llevé
de nuevo a casa. Desde entonces, hace ya más de un año, vive con nosotros. Yo
todos los días, por las mañanas, me vengo con él. Le traigo unos preparados de
pan mojado al que le suelo echar unos pellizcos de carne de cualquier sobra y
ando entre estos árboles con él. Va y viene de un sitio a otro, entre los
pinos, y luego se posa sobre mi hombro. Ahora le estoy enseñando a que vuele y
venga cuando yo le digo. Como tiene esas garras tan fuertes me toca proteger mi
brazo con ese trapo que me he preparado. Así me entretengo. Me lo paso mejor
que estando toda la mañana sin hacer nada, tomando el sol en la plaza junto a
los demás viejos. Me vengo hasta aquí con el zorzal, subo por los caminos de el
Cabezo, ando por las sendas entre los pinos y hasta me llego al campo abierto.
Allí suelto al zorzal y veo cómo inicia sus vuelos circulares. Va y viene,
picotea la comida y se ha acostumbrado a las voces que le doy para que vuelva.
Luego me acerco hasta estos lugares de los pinos donde él hurga entre las hojas
ya secas, canturrea a su manera y siento que me quiere decir algunas cosas. Yo
le hablo y parece que nos entendemos. Usted dese cuenta cómo parece que habla
cuando lanza esos chiflidos y mire cómo mueve el cuello y levanta el pico,
parece como si se estuviera riendo. Está contento. Si un día quisiera irse me
parecería bien pero creo que no tiene ganas, en mi casa se encuentra a gusto. Y
yo igual con él. Ahora ya tengo un bisnieto, se llama Hilario, como yo, y
dentro de poco me lo traeré conmigo y el zorzal, para que vea cómo vuelan las
aves y entienda su libertad.”
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