lunes, 22 de enero de 2024

De cómo el hombre del hielo se ganaba la vida.

 




             Tira. Tira. Tira Lobo, tira.

El perro tiraba con todas sus fuerzas. Los ojos desorbitados. La lengua lloviendo baba salivada. La cadena tensa atada al lateral del triciclo. El collar le apretaba. Se asfixiaba. Y tiraba. Tiraba.

         El hombre apretaba con rabia el pedal. Con su única pierna. La derecha. Una albarca sujetada con tiras sacadas de los mismos pantalones. Uno más corto. El otro para qué. A tijerazos cortado sin orden. Como un colgajo vacío. La pierna delgada. Bien marcados los músculos por el esfuerzo. Una camiseta sin mangas. Manchada de sudores.

         El perro atado pespunteaba delante del triciclo aupado por el esfuerzo. El hombre atizando. Tira Lobo, tira. Subía y bajaba su cuerpo en cada pedalada.

         Triciclo, perro y hombre. El del hielo. Dando tumbos sobre aquella calle enterrada, llena de baches, siempre a la espera del asfalto que nunca llegaba.

         Las barras de hielo. Media docena. De un metro de largas. Cada una se tambaleaba contra el palo. Goteaban con los golpes marcados por los baches.

         El del hielo arreando al perro como si de un mulo bronco se tratara. Y tira Lobo, tira.

         Era el verano. Cuando los calores descomponían los tomates o las lechugas y alguna salchicha protegida antes en la fresquera arpillada, metida en aquella nevera que sólo mantenía algo el frescor, hasta que el hielo comprado a cuartos al hombre del triciclo mantuviera  frío el serpentín sobre el que aquel trozo de la barra, cuarteado, se iba derritiendo y dejando el charco sobre un plato de latón en la parte baja de aquella nevera comprada a plazos que se cerraba con dificultad y, de cuando en cuando, había que abrir  para que el olor a podrido  inundara toda la casa.

         El del triciclo no paraba. Iba y venía por todas las calles del barrio. Sudaba y sudaba. Y el perro tiraba y tiraba. Babeante. El pelo abundoso inundado por sus propias babas caídas sobre el pecho, sobre la espalda, sobre las patas.

         El triciclo, el hombre y el perro. Y gritaba. “El del hielo”.

       Era entonces cuando frenaba, paraba el triciclo, se ponía el palo que le servía de muleta debajo del sobaco, mecagüen la guerra,  y troceaba de un golpe la barra de hielo. A peseta el cuarto lo vendía.

         El perro entonces se quedaba parado, jadeante, con la lengua fuera, tieso, vigilante, atento mientras su amo guardaba el dinero en el bolsillo y echaba la muleta de palo encima de las barras.

         Y entonces otra vez volvía el tira Lobo, tiráaaaa.


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