Tira. Tira. Tira Lobo,
tira.
El perro tiraba con todas
sus fuerzas. Los ojos desorbitados. La lengua lloviendo baba salivada. La
cadena tensa atada al lateral del triciclo. El collar le apretaba. Se asfixiaba.
Y tiraba. Tiraba.
El hombre apretaba con rabia el pedal. Con su
única pierna. La derecha. Una albarca sujetada con tiras sacadas de los mismos
pantalones. Uno más corto. El otro para qué. A tijerazos cortado sin orden.
Como un colgajo vacío. La pierna delgada. Bien marcados los músculos
por el esfuerzo. Una camiseta sin mangas. Manchada de sudores.
El perro atado pespunteaba delante del triciclo aupado por
el esfuerzo. El hombre atizando. Tira Lobo, tira. Subía y bajaba su cuerpo en
cada pedalada.
Triciclo, perro y hombre. El del hielo. Dando tumbos sobre
aquella calle enterrada, llena de baches, siempre a la espera del asfalto que
nunca llegaba.
Las barras de hielo. Media docena. De un metro de largas.
Cada una se tambaleaba contra el palo. Goteaban con los golpes marcados por los
baches.
El del hielo arreando al perro como si de un mulo bronco se
tratara. Y tira Lobo, tira.
Era el verano. Cuando los calores descomponían los tomates o
las lechugas y alguna salchicha protegida antes en la fresquera arpillada,
metida en aquella nevera que sólo mantenía algo el frescor, hasta que el hielo
comprado a cuartos al hombre del triciclo mantuviera frío el serpentín sobre el que
aquel trozo de la barra, cuarteado, se iba derritiendo y dejando el charco
sobre un plato de latón en la parte baja de aquella nevera comprada a plazos
que se cerraba con dificultad y, de cuando en cuando, había que abrir para que el olor a podrido inundara
toda la casa.
El del triciclo no paraba. Iba y venía por todas las calles
del barrio. Sudaba y sudaba. Y el perro tiraba y tiraba. Babeante. El pelo
abundoso inundado por sus propias babas caídas sobre el pecho, sobre la espalda,
sobre las patas.
El triciclo, el hombre y el perro. Y gritaba. “El del hielo”.
Era entonces cuando
frenaba, paraba el triciclo, se ponía el palo que le servía de muleta debajo
del sobaco, mecagüen la guerra, y
troceaba de un golpe la barra de hielo. A peseta el cuarto lo vendía.
El perro entonces se quedaba parado, jadeante, con la lengua
fuera, tieso, vigilante, atento mientras su amo guardaba el dinero en el
bolsillo y echaba la muleta de palo encima de las barras.
Y entonces otra vez volvía el tira Lobo, tiráaaaa.
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